Francisco Eduardo Padrón Nodarse
(Pinar del Río, Cuba, 1958). Filólogo, escritor, ensayista, crítico de artes y
comunicador audiovisual. Es miembro de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas
de Cuba) desde 1987, de la UPEC (Unión de Periodistas de Cuba) desde 1990
y fundador de la Asociación Cubana de la
Prensa Cinematográfica, afiliada a la FIPRESCI (Federación Internacional de la
Prensa Cinematográfica), organismo por el cual ha representado a su país en
varios festivales y eventos internacionales. Desde hace más de 30 años
colabora sistemáticamente con la
prensa periódica
y especializada del país, entre cuyas revistas sobresalen El Caimán barbudo, La
Gaceta de Cuba, Revolución y Cultura, Cine cubano, Nuevo cine latinoamericano y
Temas.
Ha obtenido premios y menciones por sus labores, entre ellos : “13 de marzo” (en 1986
y 1987), Caracol de la UNEAC (en 1996 y 2002); el premio de Periodismo
Cultural en 1998; Farraluque de
literatura erótica (premio en poesía 1997, mención en cuento 2003) y el Razón
de ser (2004) de la Fundación “Alejo Carpentier”, a proyectos culturales así
como la Beca de pensamiento “Bolívar-Martí” auspiciadas por los Ministerios de
Cultura de Venezuela y Cuba (2007) a El
cóndor pasa.
Entre sus libros: Más allá de la linterna (2000, Ed. Oriente , ensayos), Eros-iones (2001, Ed. UNION, cuentos), Pura semejanza (2004, Ed. Loynaz, poesía), La profesión maldita (Ed. O, 2005, ensayos), Las celadas de Narciso (Ed. Extramuros, 2006, cuentos,) Conversación en la luz (Ed. Holguín, 2006, poesía), Sinfonía inconclusa para cine cubano (Ed. O, 2008, ensayo), Los latidos del espejo (Ed. UNION 2009, poesía), El cóndor pasa. Hacia una teoría del cine “nuestramericano” (2011, Ed. UNION, ensayo), Co-cine. El discurso culinario en la pantalla grande (2011, Ed. ICAIC , ensayo), finalista en el Concurso Internacional “Awards Gourmand 2012” sobre libros culinarios. Nombre artístico: Frank Padrón.
Entre sus libros: Más allá de la linterna (2000, Ed. Oriente , ensayos), Eros-iones (2001, Ed. UNION, cuentos), Pura semejanza (2004, Ed. Loynaz, poesía), La profesión maldita (Ed. O, 2005, ensayos), Las celadas de Narciso (Ed. Extramuros, 2006, cuentos,) Conversación en la luz (Ed. Holguín, 2006, poesía), Sinfonía inconclusa para cine cubano (Ed. O, 2008, ensayo), Los latidos del espejo (Ed. UNION 2009, poesía), El cóndor pasa. Hacia una teoría del cine “nuestramericano” (2011, Ed. UNION, ensayo), Co-cine. El discurso culinario en la pantalla grande (2011, Ed. ICAIC , ensayo), finalista en el Concurso Internacional “Awards Gourmand 2012” sobre libros culinarios. Nombre artístico: Frank Padrón.
dnuestramerica@cubarte.cult.cu
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Del libro Conversación en la luz
Ediciones Holguín, 2006.
CON
VERSACIÓN
No sé
vivir, no sé ser humano,
experimenté
todas las pasiones,
supe de
guerras, de paz, de armisticios,
y aún no
apre(he)ndí la vida.
Cuando pensé
que lo conocía todo,
que
regresaba,
descubrí
que sólo se abría otra puerta por donde
debía
retomar la marcha.
Pensé que
era sabio en el amor
que nada ni
nadie podía ya darme lecciones ni
enseñarme
novedades,
y sin
embargo comprendí que
nunca supe
en realidad cómo se amaba,
apenas cómo
se soñaba amar,
y otra vez
(tras recorrer el camino completo)
me vi en el
punto de partida.
Sentí todos
los odios y todos los perdones.
Acaricié
las ilusiones más felices y lloré
los más
feroces desengaños,
bebí mis
lágrimas y, como si fuera poco,
muchas
lágrimas ajenas,
lo vi todo, incluso lo que nunca vi
y abro los
ojos insaciables, infinitos.
Vuelvo a
ser niño y a anhelarlo todo,
por una vez
maldigo la memoria como el único tesoro,
según
dicen,
pues quiero
volver a llenarla de cofres,
poblarla de
sonidos y olores y anhelos.
Voy de
largo por la vida, nunca la interrog(o).
La
respuesta está más allá de los dioses
pues los
dioses dan con frecuencia una respuesta
que no te
convence
o que abre
interrogantes nuevas.
No sé claudicar,
no sé ser de otro modo,
a pesar de
los sueños que pesan como un fardo,
de blandir
la esperanza a cada paso,
(yo, que cuando vine a tener esperanzas ya no
sabía de ellas)
me doy
cuenta de que sólo soy aprendiz de mí mismo,
soy la
nueva milla para recorrer
con las
viejas botas puestas
(aunque a
medio amarrar),
de que sólo
soy, si acaso,
el diámetro
del círculo.
De que sólo
soy.
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Entre mi patio y tu balcón
Entre
mi patio y tu balcón
hay
tanta distancia
tanta
incertidumbre
tanto
miedo.
De mi
airado carpoch a tu enrejada altura
hay
prejuicios que carcomen lo bello,
malediciencias
brutas y aceitadas,
lenguas
de fuego y de hielo.
Desde
mi esperanza marchita a tu olvido
hay una
luz mortecina y sin embargo alerta,
una
canción tejiéndose,
un
deseo vigía.
Hasta
tu portal desde mi entrada
van
secretos-arrullos,
promesas
y
pactos silenciosos.
Entre
mi patio y tu balcón
está el
vacío,
el amor
trunco y malherido,
el
misterio.
Entre
mi anhelo y tú quizá
alguna
estrella.
Mayo de
1999
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Del
libro Los latidos del espejo
Ediciones
UNION), La Habana, 2008.
DIÁLOGOS CON EL ESPEJO
I
Vamos
caminando la curva
pisando
las palabras y escuchando el espejo
¿qué
traerán
los
nuevos surcos de horas y de anhelos?
(¿aterrizar
dentro de un día largo
igualmente
tan corto
o todos
los relojes escupiendo jornadas?)
quizá
regalarán un colapso del tiempo
o el
mismo ciclo de grises que lucho
por
tornar tornasoles
las
tormentas reales o en vasos de sueños
astillando cien labios
y ese
urgente sangrar para seguir fluyendo
asmático
de soles hasta cuándo
hasta
qué aniversario
esta
carencia
esta
rueda imparable de gemidos de ardores
ay tanto amor y no poder nada contra
el desamor
el
mismo morir disfrazando la vida mientras
vamos
caminando la curva
pisando
las palabras y escuchando el espejo…
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Del libro Cuentas y Cuentos
Ed. Latin Heritage Foundation, 2012 (Estados Unidos y Gran Bretaña).
PADRE Y MUY SEÑOR MÍO
Ya
contemplo esos ojos por última vez...
Él lo
llenaba todo desde que éramos niños; de siempre recuerdo esa omnipresencia, ese
gravitar en torno a su persona desde los detalles a los grandes asuntos: había
que consultarle lo mínimo, sin cuya aprobación era simplemente imposible.
Intentando
objetividad, aunque ahora me cuesta doblemente, tendría que decir a su favor
que nunca, ni en los peores momentos nos faltó nada material. A veces él fingía
desgano ante la austera mesa con el fin de que nosotros comiéramos un poco
más; con la ropa, lo mismo: se conformaba con sus dos únicas guayaberas y su
viejo traje de las clases (impartía Historia de la Filosofía en la Universidad ) para que
mi hermano y yo tuviéramos de sobra, y aun cuando mayorcitos, aparte de lo que
mami nos compraba, nos regalaba dinero para que eligiéramos a gusto qué
ponernos, siempre, eso sí, con sus coletillas habituales: "cuídense de las
extravagancias", "la moda no le va a todo el mundo"...
Pero no
sólo de pan vive el hombre, ya lo dice la Biblia. Y a propósito de esto, nunca fuimos
religiosos; creyentes, como la mayoría en Cuba: partime , «a mi
manera», según dice la gente
homenajeando sin saberlo a Paul Anka, pero si hubiéramos profesado alguna
religión, él también lo hubiera saboteado. Y no exactamente por pruritos
filosóficos o políticos (en esa época, era mal visto) sino por una mera
cuestión de personalidad: en la casa, en nuestras vidas, no podía haber otro
ser, aún incorpóreo, sobrenatural, que ocupara su espacio total: Él era Dios.
Lo que
no logro precisar con los años, es cuándo aquel amor absoluto, ciego,
incondicional que nos enseñó a tenerle (y sin lugar a dudas, no se cómo, pero
consiguió) empezó a tornarse odio. Al menos en mí, que siempre fui la rebelde,
la que me atrevía a contestarle aunque ello supusiera los peores castigos,
porque en el caso de mi madre y mi hermano, pienso que tal amor, si lo
hubo, derivó en una tácita resignación que culminará, eso sí, en alivio, de eso
no me cabe duda.
Sin
embargo, yo nunca los compadecí; es más: se lo merecían, porque mi madre bien
pudo divorciarse a tiempo, desde el momento en que comprobó que nunca sería
otra cosa a su lado que su sombra, la esclava, el complemento equivalente a la
nulidad; que él nos quería pero sólo si acatábamos su idea de la felicidad
que era la de la obediencia irracional; de que el menor síntoma, no ya de
rebeldía sino de ligera disparidad respecto a sus criterios, implicaba un
enfrentamiento, aún más, un cisma.
Pero
claro que mi madre nunca lo hizo, dudo incluso que le pasara por la
mente, qué iban a decir sus amigos, la gente; cómo reaccionarían sus
padres, que seguramente habían atravesado análoga situación sin atreverse a dar
ese paso, y así retrospectivamente hasta la primera familia con semejantes
problemas...; ella, que aún lucía bien, que tenía una carrera la cual dejó de
ejercer cuando él tan sólo comentó que con su sueldo bastaba, que si acaso
diera ella clases particulares de inglés, por supuesto en casa (pues entonces
ese idioma era casi clandestino) algo que mi madre acató indiferente hasta que
su propia abulia la hizo desistir para replegarse en aquella cama donde pasaba
la mayor parte del día, como un perfecto acomodo a la muerte que ya se había
instalado en su vida.
El
huevón de mi hermano era quizás peor; en su caso no caben justificaciones de la
tradición, de falta de carácter (porque para otras cosas lo tiene): habría que
pensar en una (?) envidiable capacidad de adaptación a lo que no pudiera
ser cambiado o mejorado con un mínimo de esfuerzo. Mi hermano desplegaba
energía en los ejercicios físicos, en las mujeres (que se le daban con
facilidad: el cabrón luce bien y es hasta simpático) pero no recuerdo que le
haya sostenido una discusión a mi padre más allá de la segunda frase, se encogía
de hombros, mirándome, con lo cual me decía por lo claro que era inútil, que
había que dejarlo, y entonces era yo la única que continuaba, subiendo la
temperatura hasta que él lo consideraba suficiente, pues en ese momento su voz
tronante, portadora del único criterio, la voluntad omnímoda, la verdad
absoluta, debía mandarme a callar y a recluirme en mi cuarto, sin salir esa
noche y, según la gravedad de mis réplicas, durante varios días.
Yo creo
que lo odié por primera vez, o al menos empecé a sentir que me había abandonado
definitivamente el amor especial (¿hay alguno que no lo sea?) de mi infancia,
aquella ocasión en que me sorprendió besándome con Juanpérez, mi compañerito de
aula. Tendría entonces doce años y me
atraía profundamente aquel muchachito que
siendo apenas un año mayor que yo, delataba los signos de una precoz
virilidad, no en sus atributos ocultos: esos nunca me han preocupado demasiado,
sino en su personalidad, en ciertas maneras de hombre que me envolvían con una
fuerza desconocida.
Una
tarde, después de estudiar y juguetear un poco, tras reírnos de lo lindo,
hicimos silencio: se había producido el «flechazo» insinuado desde hacía
semanas; fue entonces que me besó en los labios con ternura y vitalidad: era mi
primer beso de amor, pudo haber sido una experiencia hermosa, de esas para
conservar en los frágiles archivos de la infancia, sino hubiera sido por mi
padre: entró de pronto y se quedó mirándonos por unos minutos, ya separados
violentamente, avergonzados.
Si no
olvido aquel beso, menos esos ojos verdes (que ahora también me miran, pero con
expresión tan diferente) llenos de odio, de cinismo, lanzándome un reproche
amargo; no hubiera tenido que decir nada para que yo me sintiera como una
criminal, pero lo hizo. Suspiró y sin alterarse, con la firmeza habitual de su
voz, me espetó: "Está claro que para ser puta no hay que tener mucha edad,
sólo vocación".
Juanito
se sintió peor: "estábamos jugando", atinó a defenderse, pero mi
padre no dijo más: se dirigió a la puerta indicándole el camino; nunca volvimos a estudiar juntos y bajábamos la
vista si nos encontrábamos en el aula; un día intenté un acercamiento que él
evadió. Mis amigas me consolaban restándole gravedad al asunto, contándome
experiencias parecidas, aunque en vano: yo seguía dolida y preocupada; la
infeliz de mi madre trataba de aligerarme la carga, pero fiel a su
incondicionalidad respecto a él, sin quitarle un ápice de razón:
"Eres
muy niña todavía para pensar en eso, recuerda que tu padre y yo sólo queremos
tu bien", comentaba junto a otras frasecitas hechas que más bien me
irritaban, porque algo dentro de mí decía que no sólo no había hecho nada
terrible, sino que me habían usurpado un derecho, me habían truncado algo
bonito. Por supuesto, fui creciendo y aquella sensación incómoda cedía poco a
poco, pero algo se había roto entre mi padre y yo para siempre, aunque él
fingía (o de hecho era así) haber olvidado. Claro que yo también hubiera
procedido al «borrón y cuenta nueva» si esas otras cuentas que vinieron,
no hubieran sido mucho más graves.
Cuando
lo de la carrera creí enloquecer. Siempre había deseado ser cantante;
la vecina que trabajaba en el Lírico le decía frecuentemente a mi madre
que mi voz y mi oído podían hacerme triunfar en ese mundo, lo cual confirmó
aquella Instructora del Círculo de Interés en la Secundaria durante una
reunión de Orientación Vocacional. Tras el preuniversitario, llenando la
planilla para el Instituto Superior de Arte (ISA) y con más de un aval a mi
favor, mi padre entró a desempeñar su inevitable papel, destinado como estaba a
desgraciarme la vida. Tampoco olvidaré sus palabras de entonces (pudiera
escribir un tomo con sus «frases célebres»):
"—Eso
está bien como hobby , no como profesión. Lo tengo arreglado todo
para que ambos hagan la carrera de Ciencias Políticas o Jurídicas, la que
gusten..."
Si no
fuera cínico hubiera sido cómico: para él aquella simple disyuntiva significaba
un amplio margen de opciones, sin contar que, pese a sus interminables y
aburridas charlas de sobremesa en torno a Derecho Romano, jamás habíamos dado
la mínima señal de interés por tales materias.
Mi
hermano prefería las ciencias exactas, era bueno en eso, sacaba excelentes
notas en Matemática, pero tampoco logró convencerlo. Cuando mi madre trató de
interceder por nosotros (de manera bien tímida y sin demasiado compromiso,
cierto: hubiera sido pedirle demasiado) mi padre no sólo la anuló con su
asumida superioridad, sino que le lanzó una de sus acostumbradas humillaciones:
"—No
creo que fuera del Tom-is-a-boy conozcas mucho más, así que te
agradecerías no opinaras sobre el tema, por mucho que se trate del futuro de
tus hijos..."
Ese
día me gané un bofetón, pues mi hermano
(para variar) dio un tirón a la silla y salió a la calle, pero yo acusé a mi
padre de crueldad mental, de
egocentrismo, de mente estrecha, y le dije que sería cantante o
barrendera, pero nunca abogada.
Como
tenía influencias en los medios docentes (era un profesor respetable, aunque
como podrá imaginarse, cargaba también con la espesa fama de dogmático y
"cuadrado" entre sus alumnos) se las ingenió para que mi hermano no
alcanzara la plaza de Cibernética que pidió en primera opción, pese a su
brillante expediente, y yo, ni con mis bien colocados agudos pude obtener la
beca para estudiar Canto y Dirección Coral en el ISA.
Nunca
sabré qué hizo, qué maquiavélicos mecanismos accionó para que eso ocurriera: el
pobre diablo de mi hermano una vez más se plegó a su voluntad; ante la espada
de Damocles del Servicio Militar, se conformó con la odiada carrera de Derecho.
Hoy es un abogado mediocre en una empresa más mediocre aún.
Yo, por
supuesto, no le iba a dar el gusto (primero muerta): no ingresé en la Universidad , me puse a
trabajar: la economía no era cosa de
juego, se acababa de despenalizar el dólar y el sueldo de mi padre, antes
decoroso, no alcanzaba; mi madre no tenía ánimos para retomar las clases
—bueno, ni para nada— que ahora sí hubieran resultado pues el inglés no sólo no
era ya mal visto, sino considerado muy útil, de modo que él no puso reparos en
que yo aportara también.
Soy secretaria...
de un Conservatorio, que de algún modo tengo que estar cerca de la vocación
frustrada. Pero en fin, no quiero dejar de referir apresuradamente (en
cualquier momento llegan todos, y a lo mejor no desee nunca más retomar este
asunto) otro de mis grandes encontronazos, o desencuentros con mi padre:
en mi matrimonio.
Mi
hermano se casó con una jueza (¡menuda corte!) y se mudó con ella. Yo seguí con
la cruz a cuestas. Mi novio, después marido (bueno, realmente antes, pero ya
saben) vivía muy estrecho y en casa, si algo sobran, son habitaciones. Yo le
había advertido ya del carácter y la personalidad del cabeza de familia,
pero él lo subestimó. Trató de ganárselo y a principio pareció lograrlo; en
realidad le caía bien al viejo, pues mi marido es un tipo chévere, pero es
de los que piensa por cabeza propia. Y ahí fue donde la mula tumbó a Genaro: no
había que remontarse a las complejidades de la política o la historia; en la
pelota, en la película de turno, en algún libro que ambos hubieran compartido,
en la sazón de los alimentos, en las dietas alimentarias, en la poca gente que
nos visitaba... a principio mi esposo se medía, pero después, simplemente,
exponía lo que pensaba.
En
realidad mi padre se las sabía todas en materia jurídica, pero sólo
teóricamente: jamás permitía al interlocutor llevar su pensamiento más
allá de la tercera oración, las cuales siquiera escuchaba, ocupado en preparar
su réplica, de engalanar sus tesis y sofismas. Sin embargo, pobre del que lo interrumpiera...
y mi marido cometió más de una vez ese pecado de lesa humanidad.
Hasta
aquella tarde infausta en que, al llegar a un verdadero clímax, dijo con su voz
firme y su habitual mirada ácida (que ahora pierde brillo), fija en un solo
punto, (el rostro de mi cónyuge), refiréndose a él:
"—Entre Ud. y yo existen diferencias tan abismales que dudo mucho podamos continuar bajo el mismo techo"
"—Entre Ud. y yo existen diferencias tan abismales que dudo mucho podamos continuar bajo el mismo techo"
Fue
suficiente: partió esa misma tarde, no nos divorciamos pero cada cual vive por
su lado, como tantos matrimonios en Cuba, cierto, pero lo triste es que
nosotros no tendríamos por qué. Intentamos unos días en su casa pero fue
imposible: demasiado incómodo, no quiero parecer calamitosa ni justificar nada,
mas sé que la pérdida del embarazo fue por los disgustos que esa situación me
ocasionó. Y aunque este noviazgo forzoso nos ha unido más, les digo que es sencillamente inaguantable.
Escribo
todo esto de corre corre, ahorita, como decía, suena ese timbre y empieza a
llenarse la casa de gente. Intento una suerte de testimonio, para que algún día
se conozca, pase lo que pase, por qué actué de este modo, reconozco que no dudé
un momento, que mi decisión fue tan fría y calculada como la de cualquier
asesino profesional. No: nunca lo hubiera hecho por mí misma, pero si Dios o el
destino lo habían decidido, yo he estado muy feliz de colaborar con
ellos.
De
siempre él padeció del corazón, y llevaba sus píldoras encima, pero esa noche
se había cambiado de pijama y no se percató de tomarlas. Mi madre, como en
las películas de suspense, ha salido, excepcionalmente, a casa de una prima a
no sé que mandado. Él se ha levantado de su sillón imperial frente a la tele
con idea de conquistar las pastillas, pero es tarde; se lleva la mano
derecha al corazón y emite un gemido casi imperceptible: "Teresa, por
favor, en la otra camisa de pijama..." y se dobla, casi sin aliento.
Había
olvidado decirles que me llamo Teresa, pero ya él lo ha hecho por mí;
afortunadamente, poco tengo que ver con la santa, y de Jesús apenas conservo el
cuadro del Sagrado
Corazón a un costado de mi cuarto. Me he levantado sí,
pero sólo para escribir estos apuntes:
"—Un
momento, papi, estoy repasando mi vida, esa vida que me has jodido desde que
tengo uso de razón; enseguida te atiendo"
"—Teresa,
en la otra pijama está... Teresa..."
Me
levanto, dejo la pluma y él experimenta una suerte de alegría rápida que apenas
traduce su rostro agitado por el dolor, previo a la agonía, pues cree que voy a
la dirección señalada, pero sólo tomo una partitura que hay sobre el televisor,
es una aria de Tosca, de Puccini.
“—
Quizá, papi, cuando termine de repasar este fragmento, no te había dicho que
hay una plaza en el Lírico de mezzo-soprano y me van a hacer la prueba”
“—Pero
Teresa, ¡¿es momento de bromas!?”, contesta, ensayando su último gesto
prepotente, enarcando las cejas, levantando el índice como tanto hacía, y hasta
proyectando la mirada de acero que ahora detenta un resplandor mortal que se va
apagando mientras yo escribo y canto, canto y escribo como una demente acosada
a la que llegan sus cinco minutos de gloria.
No sé
si mañana me arrepienta, pero este es un instante realmente feliz, no sólo por
lo que he conseguido hacer, sino —y creo que esto es lo más disfrutable—porque
él me ha visto hacerlo: ha tomado conciencia en ese breve instante, de su
fragilidad, de que no es inmortal, de que su poder sobre mí, sobre todos, tiene
un límite, y que ese límite llega...
“—¡Teresa!...!
Le oigo
decir por último, pero ya este nombre carece de aquella fuerza, aquel ardor,
aquella seguridad con que lo proyectó durante cuarenta y dos años de mi vida:
ahora es un débil gemido, un balbuceo que, por demás, mis alaridos
italianizantes ahogan.
Cae
desplomado cuando intenta en vano ganar la escalera que lleva a su habitación;
yo me acerco, le tomo el pulso, me dispongo a cerrar sus ojos... debo llamar enseguida a la dispersa familia,
incluyendo a mi esposo que desde esta misma noche, antes incluso del velorio,
se instalará de nuevo aquí; a mi hermano y su mujer, para si quieren pongan un bufete en casa o una oficina de la Corte Suprema , donde
ella trabaja (pues creo el local lo están reparando y andan buscando sitio) y
habrá que habilitar el cuarto de abajo para que mami retome las clases de
inglés, además, por supuesto, de redecorar toda la casa, para echar abajo ese
demodeé gusto neoclásico con que él lo
había impregnado todo.
Sitúo
mi mano sobre sus ojos, pero los contemplo por última vez: realmente eran de un
verde intenso, sin dudas hermoso.
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