Abel Prieto Jiménez
Nació en la ciudad de Pinar del Río el 11 de
noviembre de 1950. Estudió Letras
Hispánicas en la Universidad de La Habana y posteriormente ejerció como profesor
de Literatura.
Fue director de la Editorial Letras Cubanas. Nombrado
presidente de la Unión de Escritores y Artistas de
Cuba, pasó luego a ser Ministro de Cultura de Cuba, cargo que ocupó
desde 1997 hasta el 6 de marzo de 2012, tras ser designado
Asesor del Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros.
En 1999 publica la novela El vuelo del gato (Editorial Letras Cubanas) en la que
se mueve entre la ficción y el ensayo. La novela fue ganadora del premio de la
crítica en 2001, y más tarde publicada en España por Ediciones B.
Abel Prieto ha escrito varias
colecciones de relatos entre los que se destacan Los bitongos y los guapos (1980), y Noche de sábado (1989). En el campo de la
ensayística se distingue por sus estudios sobre José Lezama Lima.
A propósito de la XXI Feria
Internacional del Libro se
presentó el 13 de febrero de 2012 su segunda novela, “Viajes de Miguel Luna”,
publicada por la editorial Letras Cubanas.
Una Nota Oficial del Consejo de Estado de Cuba publicada el 6 de marzo de 2012 anunciaba su liberación del
cargo de Ministro de Cultura tras 15 años en el cargo. Atendiendo a
su experiencia y los resultados positivos obtenidos durante el tiempo que
estuvo de Ministro fue designado asesor del
Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de la República de Cuba[1].
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de Aire de Luz. Cuentos cubanos del siglo XX
Alberto Agrandes. Instituto
Nacional del Libro. Editorial Letras Cubanas. 1999. La Habana, Cuba.
EL JUEZ
K. comprendió que la regla más importante para un
acusado debía ser no dejarse sorprender nunca, no
mirar a la derecha cuando su juez se encontrase
a la
izquierda, y era precisamente aquella regla la que
volvía a quebrar una y otra vez.
(El proceso, cap. VII)
volvía a quebrar una y otra vez.
(El proceso, cap. VII)
Katia
había cometido un pecado menor con su novio, en las últimas lunetas del Ambassador.
No sintió placer, y lo hizo más bien por complacerlo a él; pero su abuela se
enteró y decidió llevarla ante el Juez.
Katia, por
supuesto, nunca supo de qué trataba exactamente la película de aquella tarde
fatídica. El novio la había escogido por su remota nacionalidad y por lo que
decía el periódico acerca del profundo contenido histórico-social del tema y la
belleza y humanismo de su mensaje, con lo que parecía garantizado un cine vacío
y discreto, propicio para los enamorados. La presencia de una vecina delatora,
alrededor de las seis de la tarde, en la tiniebla del Ambassador, seguiría
siendo un enigma indescifrable hasta el final de la vida de Katia.
Pero cualquier
indagación sobre el papel de la casualidad en los destinos humanos, dejaba de
tener sentido ahora. La idea de comparecer ante el Juez llenaba de pavor a
Katia, que desde niña había oído hablar de Él y de su espada justiciera. La
leyenda describía el proceso como un trance espantoso, dificilísimo, que hacía
sollozar a matones curtidos y caer de rodillas, desmoronados, a los soberbios.
La mirada del Juez —decían— iba al fondo, raspaba las últimas membranas de la
gente con una punta de metal blanco y duro; iba al fondo, y más, más al fondo,
donde la gente esconde lo que ni siquiera se atreve a pensar, donde la gente no
tiene armas, ni ropas, ni justificaciones: allí entraban, como dos cuchillos
inclementes, los ojos del Juez; allí herían, sajaban, despedazando lo
blando y corrupto del hombre, para limpiar el terreno y abrirle espacio a
la Sentencia.
Katia lloró y
lloró toda una tarde: primero entrecortadamente, sin mucho ruido, como esas
mujeres contenidas de las películas que pretenden darse su lugar; luego le fue
saliendo una perreta de niña malcriada, que poco a poco se disolvió en su
llanto, el apropiado, el llanto de su edad, en el largo gemido de la
adolescente que no quiere ser juzgada, que daría cualquier cosa por no exhibir
sus faltas ante el Juez. Intentó disuadir a la abuela con ruegos y promesas, pero
la vieja estaba resentida: en la cara, superpuesta a la amargura cotidiana, se
le había formado una máscara de reproche. Sentía que Katia había defraudado la
confianza depositada en ella, y que, si no se la atajaba a tiempo, terminaría
como cualquiera otra de las muchachitas perdidas del barrio. No había más que
hablar: el sábado irían a ver al Juez.
Y hasta el
sábado la vida de Katia fue un martirio. En ningún momento se le apartó un
sobresalto de la boca del estómago y soñó todas las noches con el Juez, un
hombre de cuello y corbata, con espejuelos de armadura metálica, que unas veces
llevaba el rostro endurecido de la abuela y otras el ceñudo y cruel del
profesor de Química. En estos sueños, el Juez nunca llegaba a hablar; lo que
hacía era aclararse la garganta, con un sonido áspero.
El sábado llegó,
sin embargo, como si fuera un día ordinario, y salieron después de almuerzo.
Para el camino la abuela llevaba panes con bisté, unas naranjas, café y
caramelos, y para el Juez (decían que era muy dulcero) un pudín sembrado de
pasas. Cruzaron el Puente de la Lisa bajo un sol vertical, que se ensañaba en
los paseantes, y allí esperaron la primera guagua.
Katia, por los
nervios, estaba muy conversadora. Habló del Pre, de los exámenes, de cómo el
profesor de Química había puesto una prueba de control sobre los números
cuánticos y cómo nadie en el aula, ni los abelarditos más eminentes, entendían
aquello, y la prueba había sido un desastre. Iba a explicar más en detalle la
catástrofe, y sus consecuencias para la promoción general del grupo, cuando un
vistazo cortante de la abuela demostró que el tema era decididamente
inoportuno. Vio, en el chispazo de los ojos de la abuela, que ahora sólo
importaba una prueba (la de Katia ante el Juez), y que lo único digno era el
silencio.
Tuvieron que
hacer parte del recorrido a pie, a través del Barrio Malo, donde unos hombres
piropearon a Katia y le gritaron a la abuela que cuidara al pollito, que era de
calidad. Después las estuvo siguiendo un perro grande y negruzco, de lengua
colgante, y tuvieron que apurar el paso. Bordearon un riachuelo fangoso y, a
pesar del disgusto de la abuela, hubo que atravesar un bosquecito de enamorados
cuando ya atardecía. Allí el olfato excepcional de la abuela le reveló los
olores húmedos de la hierba y de la tierra, y (en ráfagas) los olores
indescifrables y pecaminosos que subían de la gente oculta. Las dos evitaron
mirar los trémulos bultos que formaban las parejas en el follaje, y mantuvieron
rígida la cabeza, con la vista al frente, hasta que salieron a la carreterita
polvorienta donde debían esperar la tercera guagua.
La abuela
pensaba en sus responsabilidades, que eran muchas: la lujuria andaba suelta por
las calles, arañando las puertas cerradas, y los muchachos ya no aceptaban
chaperonas; exigían que los dejaran solos en los parques, en la playa, en el
cine, entre los arbustos. La abuela confiaba en que una intervención a tiempo
del Juez podía enderezar a Katia radicalmente, como una cura de caballo; pero
también estaba asustada, aunque no pudiera confesárselo.
Katia pensaba en
el novio con cierto resquemor. Como si sólo el principio del viaje fuera
suficiente para purificarla, había olvidado la mayoría de los detalles de su
pecado y se arrepentía verdaderamente (así iba a decírselo al Juez) de haberse
prestado a eso con alguien que no lo merecía: estaba dispuesta —incluso— a
romper con aquel pepillo superficial y a no aceptar más pretendientes hasta la
Universidad, donde la gente es ya madura y tiene ideas claras sobre el amor y
sobre la vida en general. Todo eso podía prometerlo ante el Juez y ante la
abuela. Prometerlo de corazón.
Aguardaron casi
dos horas en el descampado, cuando ya empezaba a caer la noche, y cogieron una
guagua triste y desvencijada, donde viajaban algunos hombres y mujeres de campo
con jabas y gallinas. Katia tenía frío y le pesaban los párpados, pero la
abuela no aceptó que se ovillara en su regazo. Katia pudo sin embargo pescar un
sueñecito, arrullada por el cancaneo y los resoplidos de la guagua.
Cuando abrió los
ojos, era el amanecer. La abuela miraba por la ventanilla, y Katia comprendió
que había estado velando todo el tiempo con la misma expresión rencorosa de los
últimos días. Entonces se le hizo más agudo el sobresalto en la boca del
estómago, y una corriente de angustia —una náusea— le subió hasta los labios:
este reguero de casitas anunciaba el pueblo del Juez.
—Tengo miedo,
abuela.
La vieja la
miró; sin decir una palabra, abrió el pomo de café y lo puso en las manos de
Katia.
La casa del Juez
estaba al final de un callejón estrecho, sin asfaltar, donde picoteaba un
gallito quiquiriquí y dormía un gato amarillo-
sucio. No parecía la casa de un juez: era demasiado pequeña, de tablas blanqueadas con cal y agujeros en la tela metálica de las ventanas. La abuela pensó que, sin duda, la tremenda misión de juzgar a los hombres —por naturaleza pecadores y torpes— no dejaba tiempo para ocuparse de arreglar una casa, que es asunto de mucha dedicación, y (sin saber por qué) tomó en su mano rugosa y envejecida la manita helada de Katia.
sucio. No parecía la casa de un juez: era demasiado pequeña, de tablas blanqueadas con cal y agujeros en la tela metálica de las ventanas. La abuela pensó que, sin duda, la tremenda misión de juzgar a los hombres —por naturaleza pecadores y torpes— no dejaba tiempo para ocuparse de arreglar una casa, que es asunto de mucha dedicación, y (sin saber por qué) tomó en su mano rugosa y envejecida la manita helada de Katia.
—Hay que esperar
—dijo la abuela—. Es demasiado temprano.
Se sentaron en
el escaloncito del portal, de espaldas a la puerta del Juez. Katia fijó sus
ojos en el gallo que escarbaba entre las escasas hierbas del callejón: tenía
deseos de vomitar y sabía que si no podía controlarse, si vomitaba allí, a las
puertas del Juez, aquello le daría un toque grotesco a su comparecencia y a
todo el proceso. Y respiraba profundo por la nariz, que es lo mejor que puede
hacerse para evitar la náusea.
La vieja dejaba
correr la mirada hacia el pedazo de pueblo que podía verse a la entrada del
callejón: había un carro chato y boquiabierto, al que empujaban maldiciendo
unos hombres; pasaban niños vestidos de escuela y algunos guajiros despaciosos
a caballo. La abuela mantenía consigo la mano de Katia, la sentía temblar como
un pececito anhelante, y quería darle calor, aunque por momentos aborrecía
aquella mano y sentía un horrible impulso de alejarla de sí. Sabía que aquel
animalito, ahora temeroso y frío, estremecido ahora en la proximidad del
Juicio, había protagonizado en la penumbra del Ambassador la Caída de Katia;
aquella mano, o su gemela, o las dos.
Al rato crujió
la puerta: Katia y la abuela, sobresaltadas, se pusieron de pie.
—Anoche se
acostó tardísimo —dijo la mujer que salía a barrer el portal—. Estuvieron
jugando dominó hasta las mil y quinientas.
—No se preocupe,
nosotras no tenemos apuro —dijo, muy bajito, la abuela, y la mujer que repartía
escobazos sobre las tablas del portal no dio señales de haberla oído.
La mujer no
parecía la mujer de un juez. Quizás —pensó Katia— podía ser una criada, o una
especie de secretaria que controla los turnos de los procesados y lo ayuda en
la limpieza. Realmente, tampoco parecía la secretaria de un juez: era una
cincuentona malgeniosa, envuelta a medias en una bata de casa muy ajada, con el
pelo —de un rubio artificial— agrupado en rollitos de papel higiénico. Manejaba
la escoba sin vocación, como para salir del paso y cumplir formalmente con el
barrido de la mañana. Su trabajo consistía, especialmente, en expulsar del
territorio de la casa a un montón de cucarachones, que habían encontrado la
muerte alucinados en la madrugada por el bombillo del dominó.
Durante la
limpieza del portal, la abuela y Katia habían estado de pie, un poco aturdidas,
contemplando la operación como si quisieran entenderla en sus significaciones
más oscuras, y no advirtieron la llegada de otros aspirantes a ser juzgados.
Sólo cuando la mujer que barría pensó que era suficiente (aunque podían distinguirse
todavía cuatro o cinco bichos despatarrados junto a la puerta) y echó antes de
retirarse un vistazo a la cola que se estaba formando, sólo entonces la abuela
y Katia sintieron la presencia de toda una familia en el callejón.
—¿Ustedes son
las últimas? —preguntó con voz débil un hombre alto, pálido, que llevaba una
gorra de la firma Land-Rover.
La abuela
asintió, y Katia fue asaltada instantáneamente por la grata idea de que había
otros pecadores en el mundo; de que la mera existencia de una cola ante la casa
del Juez servía para aligerar su culpa. Por eso se permitió la primera sonrisa
desde que la abuela le anunciara el proceso, y se la dedicó afectuosamente a
los recién llegados.
Parecían venir
de muy lejos, a juzgar por las jabas y paquetes que sostenían trabajosamente el
hombre, la mujer y los propios niños. De un primer vistazo, no se sabía cuál de
ellos sería el procesado, o si se trataba de un proceso colectivo. Ella
(regordeta, mestiza) se veía relajada a pesar del viaje, casi contenta, como si
hubiera llegado a Santa María del Mar y estuviera buscando un poco de sombra
para extender el cuadrado de hule y organizar el almuerzo. Los dos niños ya
habían empezado a descargarse de la responsabilidad y del peso de sus bultos,
colocándolos en el suelo, ya miraban al gallito, ya despertaban al gato y
recorrían, cada vez más libres, el callejón del Juez. Toda la angustia de la
familia se concentraba en el rostro blanco-lechoso del hombre alto: él era
evidentemente el procesado, el único pecador del grupo, el que iba a
enfrentarse —desnudo— a la espada de la justicia. Quizás había traído a la
familia para hacerse acompañar de la risa de sus hijos y de la charla
seguramente frívola de su mujer, pero (¡pobre!) seguía estando solo frente a la
Ley.
Serían las diez
de la mañana cuando el Juez salió al portal. Primero fue su voz: dio los buenos
días con una voz muy clara, muy limpia, y todos se volvieron hacia él. Katia,
la abuela, el hombre de la gorra Land-Rover y su mujer, todos pusieron sus ojos
en el recién llegado y corearon tímidamente el saludo de respuesta. Los dos
niños dejaron de jugar y se pararon uno junto a otro, tiesos, como en atención.
El gato levantó la cabeza y enderezó sus orejas amarillas, mientras el gallo
detenía su picoteo y observaba de reojo la escena.
Era un hombre
muy blanco, trabado, casi gordo, que podía tener unos setenta años, aunque se
veía sólido y muy derecho. Sonreía sin mezquindad, orgulloso quizás de su buena
dentadura: regalaba una sonrisa cómoda, suelta, que hacía juego con los ojitos
traviesos, algo inflamados por el sueño. Evidentemente acababa de levantarse:
su pantalón de pijama parecía salido de una botella de cerveza y le colgaba
flojamente de las caderas, la camiseta de algodón, que servía para completar su
indumentaria nocturna, estaba torcida sobre el pecho de vellos encanecidos y se
levantaba impúdicamente para mostrar la barriguita descolorida y el ombligo
miope. Se había echado agua en la cara y en el escaso pelo blanco, que ahora se
le pegaba al cráneo y a las sienes, y exhibía —un poco divertido, al parecer—
su gran cabeza húmeda, casi albina, como una morsa emergida bruscamente ante
una asamblea de pingüinos. Llevaba una taza de café, y tomaba sorbitos
minuciosos, como con miedo a quemarse, y continuaba sonriendo.
—¿Quién tiene el
uno? —preguntó de repente, con aquella voz lavada, transparente, que no daba
miedo ni hacía llorar a los pecadores.
Y Katia levantó
la mano como un resorte, como si estuvieran en el aula y hubieran lanzado una
pregunta muy esperada. Y un par de segundos después, también se alzó la mano de
la abuela, que se arrimó rápidamente a Katia, queriendo significar que ellas
dos venían juntas, que las dos (nieta y abuela) tenían el uno para comparecer
ante la Justicia.
El Juez hizo un
gesto amable de asentimiento y terminó su taza de café, siempre de pie junto a
la puerta, un poco absorto ahora, pestañeando para acostumbrarse al sol de la
media mañana. Luego manoteó el aire, en lo que podía ser una seña para que
Katia y la abuela lo siguieran al interior de la casa.
La salita
resultaba un poco asfixiante por el exceso de muebles, las ventanas cerradas,
un cenicero repleto de colillas malolientes y la falta de limpieza. Había dos
sillones y un juego de sala compuesto por sofá de madera y butacas gemelas, y
en todos los casos la rejilla de mimbre de respaldos y asientos había sido
sustituida por tablas de plywood. En las paredes colgaban fotos de familia y
una lámina con jinetes y perros que corrían tras un zorro anaranjado.
Cuando el Juez
las invitó a sentarse, Katia y la abuela tuvieron un momento de duda. A pesar
del estilo afable del Juez, Katia no dejaba de ser la procesada y de sentirse
como tal: desechó el sillón, en consecuencia, por el laxo balanceo que lo
define, por el relajamiento y el alivio que proporciona; rechazó también el
sofá, por su desmedida holgura, y —sobre todo— por el hecho de no ser un mueble
individual. Concluyó que para un procesado lo más propio es quedarse solo con
su culpa, en una rígida butaca.
La abuela —con
una experiencia mayor en las batallas de la vida— se preocupó inicialmente por
el sitio que debía ocupar el Juez, para luego pensar en el suyo y en el de
Katia. Sus razonamientos eran más lentos que los de su nieta, y así, mientras
se preguntaba dónde estaba la marca secreta que indicaba el lugar de la
presidencia, fue sorprendida por la decisión de Katia en favor de una de las
butacas. Tuvo que precipitar su selección, obligada por las circunstancias, y
acudió a la simétrica opción que ofrecía, algo más lejos, la otra butaca.
Realmente, hubiera preferido —para las dos— el sofá: estar junto a su nieta,
tan niña, tan indefensa todavía, en el minuto del Juicio, y recibir parte del
resplandor que —según decían— se desprendía en ese instante definitivo de la
mirada del Juez.
Él se dejó caer
en uno de los sillones, sacó de alguna parte un tabaco desfigurado, a medio
fumar, y trató de encenderlo varias veces. Ante la inutilidad de sus afanes, se
echó hacia atrás, ensayó una mueca de resignación, exhibió de nuevo su sonrisa
y guiñó uno de sus ojitos a Katia y a la abuela: y lo hizo con una cierta
complicidad, como si el tabaco negado a prenderse estuviera en realidad
bromeando, y él quisiera dejar claro que se daba cuenta de todo, que entendía a
fondo la jugada del tabaco, y que no le importaba demasiado perder la pelea por
el momento.
—Miimaaa —llamó
el Juez, alargando dulcemente las vocales, con su hermosa voz proyectada hacia
alguna parte—. Tráemeles cafecito a las compañeras.
La mujer que
había barrido el portal, asomó su rostro desabrido por la cortina que separaba
la sala del resto de la casa, y pasó una ojeada burocrática sobre las
visitantes antes de hacerse otra vez invisible.
Después del café
—un café aguado, apócrifo, servido en unas tacitas con el asa rota—, empezó
propiamente el proceso. El Juez no le prestó mucha atención a Katia cuando
intentó, valientemente, contar la verdad y nada más que la verdad de lo
ocurrido en el Ambassador, aquella tarde que quería borrar, suprimir, hundir
para siempre en el olvido. Incluso, apenas comenzado el relato, soltó una
risita e interrumpió a la procesada para explicar que le había traído a la
memoria un incidente muy cómico, ocurrido un montón de años atrás, en el cine
Capitolio, donde estaban implicados un jamonero medio borracho y una vieja.
Luego recordó lo que le pasó al guajiro que entró por error en un cine donde
ponían una película de vaqueros, y aquella historia le hizo tanta gracia que se
ahogó de risa y logró que las visitantes (Katia primero y después la abuela)
mezclaran unas risas pequeñas y medrosas a sus tosidos y a su gran carcajada
asmática.
En el transcurso
del proceso, que duró una hora y media aproximadamente, Katia descubrió, en la
pared que le quedaba enfrente, una foto donde aparecía —indudablemente— el
Juez, muy jovencito, bien trajeado, con el pelo abundante y negro peinado hacia
atrás. Había sido un hombre espigado y bello, del cual sólo se conservaban
intactos la sonrisa y —quizás— el tintineo de los ojos.
La abuela no vio
la foto, de la que luego Katia hablaría a menudo; pero sí percibió los olores
que emanaban del cuerpo del Juez con una precisión extraordinaria. Primero le
pareció que el aroma principal del Juez, el definitorio, consistía en una
fragancia mixta, agridulce, propia en parte del ron, y en parte de un agua de
lavanda barata que la abuela conocía bien. Después se dio cuenta de que en el
aliento del Juez el vaho del ron se mezclaba, a su vez, con ecos de comidas muy
condimentadas, con el tabaco y remembranzas de gárgaras antisépticas.
Comprendió, gradualmente, que de la piel pecosa y blanca del Juez brotaba
también un olor muy particular, que llegaba a imponerse a pesar de los empeños
del agua de lavanda: cuando pudo separarlo de tantas mezclas, la abuela se
estremeció con la virilidad poderosa, secreta, de aquel olor, y pensó que se
estaba ruborizando.
Lo cierto es
que, tanto en opinión de Katia como de la abuela, el proceso terminó
precipitadamente, y al parecer tuvo que ver en ello la mención casual al pudín
que se hizo por alguna de las dos, en un momento indeterminado de la
conversación, y que despertó en el Juez un interés enorme. De hecho, la
exposición que estaba haciendo el Juez acerca de escándalos de diversa índole
ocurridos en salas de cine y de otros lugares oscuros, se vio interrumpida bruscamente,
y hubo que sacar del fondo de la jaba la fuente de cristal, donde el pudín
dormía el sueño inocente de los dulces caseros. El Juez lo examinó, goloso,
chasqueando la lengua, sonriéndole, y pasó el dedo índice por la superficie del
pudín, en una caricia que justificó alabando su consistencia. A partir de ahí,
fue como si el Juez no pudiera concentrarse en la continuación del proceso. Se
alisaba sus pocos pelos blancos con las manos, aceleraba el balanceo del
sillón, miraba de reojo la fuente de cristal que la abuela había colocado en
una mesita, y trataba de hilvanar unas cuantas palabras sin encontrar el hilo
salvador. Katia y la abuela, simultáneamente, percibieron en él una dispersión,
una impaciencia que no podía disimular, y cuando se consultaron con la mirada,
coincidieron de inmediato en que aquello había terminado: era imprescindible
despedirse.
La abuela se
inclinó hacia delante, en ese gesto de los viejos que es un amago para
levantarse y una señal para dar por concluida la visita, diciendo que no debían
robarle más tiempo, que el viaje de regreso era largo: había sido un placer, ya
volverían por allí...
El Juez aceptó
instantáneamente la propuesta de la abuela: de sus ojitos desapareció en un
relámpago la expresión de angustia; sus gestos se organizaron, recobraron el
aplomo y el sentido, y regresó a sus labios la sonrisa. Se puso de pie
enseguida, y pudo hacer un nuevo chiste sobre el camino que esperaba a Katia y
a la abuela, recomendándoles que fueran siempre por la sombrita.
Cuando las acompañaba
hasta la puerta, piropeó a Katia, y también a la abuela, y se permitió darles
unas palmadas afectuosas en las nalgas. Tocó dos, tres veces, las blandas,
declinantes nalgas de la abuela, y las nalgas redondas y compactas, las nalgas
florecientes de Katia. Ellas no protestaron, ni se volvieron para mirarlo con
reproche. Se despidieron en el portal, donde todavía reposaban los insectos
muertos, y estrecharon brevemente la mano pecosa y áspera del Juez.
Afuera, la cola
había crecido. Además del procesado de la gorra Land-Rover, y de su familia,
esperaban unos muchachos jóvenes, que sostenían entre todos —trabajosamente—
una gigantesca grabadora japonesa; había también un hombre bien vestido,
apoyado sobre su automóvil, y una mujer de aspecto intelectual, un poco
hombruna, que roía ansiosamente el extremo de un bolígrafo. En un rincón,
abrazados, hacían la cola un negro joven, muy joven y muy negro, y una vieja,
muy blanca, disfrazada de pepilla.
Katia y la
abuela se abrieron camino, pidiendo permiso, con ese aire de superioridad, con
ese paso rápido y seguro de los que ya salieron del sillón del dentista y
cruzan ahora frente a los infelices que aguardan su turno. La gente de la cola
alzó la vista y las vio atravesar el callejón, juntas y erguidas, y perderse
por una esquina del pueblito.
a……………………………………………………….....................……….……………………….b
De la antología Hacer el cuento
Selección
de autores pinareños. Editorial Cauce. Año 2012
DOS ALMUERZOS
Amparito y Dulce María se asomaban a la ventana y esperaban
el paso del Huérfano, que venía con su porte tristón y despacioso, la mirada
revoloteando absorta por entre las rosas del jardín. Las dos viejas espiaban la
marcha del muchacho, mientras se susurraban que era un buen síntoma eso de
fijarse en las rosas. De la ventana de la sala corrían entre risas a la del
cuarto de la izquierda, para verlo perderse en la esquina de la calle.
A veces, de noche, cuando regresaba de la escuela nocturna,
Amparito y Dulce María adivinaban sus pisadas lentas y se asomaban de nuevo.
Entonces veían una sombra sólida que arrastraba el libro de Matemáticas o de
quien sabe qué. En la oscuridad no podían percibir sus rasgos, su nariz bien
construida, sus ojos bondadosos. De noche sentían otra cosa. El ritmo de la
respiración, o algo más: su corazón, sus luces invisibles, su soledad.
—Qué falta de cariño tiene ese muchacho —decía una.
—Qué solo está. Qué solo. Y las dos se sentaban frente a
frente en los sillones de la sala. Pensaban en él sin disimular bordando algún
pañuelo o escogiendo el arroz. Los pensamientos de Amparito y Dulce María se
separaban en pos del Huérfano.
Amparito, viuda desde 1960, se exasperaba en su sillón.
Imaginaba caricias ambiguas en el cuello del Huérfano. Lo acompañaba hasta la
cama para arroparlo cuidadosamente; pero no dejaba de tocar sus hombros a
través de las sábanas con una presión maternal demasiado firme. En esos
momentos Amparito recibía el olor de la noche; le llegaba el aire húmedo del
jardín, el perfume de las raíces que chupaban los zumos de la tierra, el
aliento de los capullos que se abrían como labios pequeños. Amparito dilataba
la nariz y eludía encontrarse con la imagen de Cristo que coronaba la sala.
Dulce María, virgen de sesenta años, sí miraba a Cristo. A
los ojos, como nunca se mira a los santos. Ella tomaba al muchacho de la mano y
caminaba con él. Pero no había sensualidad en aquellas manos enlazadas. El
contacto residía más bien en un fluido incoloro; era como la varita del Hada de
los cuentos infantiles: un roce incorpóreo que hace brotar puntos azules y una
música. En Amparito no existían palabras; sí en Dulce María. Palabras, palabras
incalculables, palabras que no podían formularse porque estaban hechas de una
sustancia misteriosa.
Era una estampa: Dulce María y el Huérfano andando de la
mano, hablando aquel idioma secreto in agotarse nunca, matando la soledad —la
horrible soledad acumulada de la solterona y la repentina, demoledora soledad
del Huérfano.
Así, meciéndose las dos, evocaban por senderos distintos al
muchacho. Amparito bostezaba primero.
—Se nos pasó “Detrás de la fachada” —decía.
—No importa —respondía la hermana. Una pausa. Reinaba el
crujido cadencioso de los sillones.
—Me voy a acostar —anunciaba Dulce María, con ese suspiro
largo que en los viejos indica la toma de una decisión.
—¿Sin tomarte el café con leche?
No, por supuesto. Había que ir a la cocina, echar en el
jarro las dos tazas de leche, el café, el azúcar. Que aquello viajara tibiecito
al estómago. Y acostarse luego.
Amparito dormía en el cuarto que daba a la calle, en una
cama de matrimonio enorme desde su viudez; la foto del muerto en la mesa de
noche; las cosas del muerto (su juego de ajedrez, sus diez o quince libros, sus
revistas, su gran racimo de corbatas), expuestas, presentes, respetables.
Dulce María en un cuarto más pequeño, más caluroso; en una
cama estrecha que no conocía el peso del hombre. Al alcance de la mano,
enroscado sobre sí mismo en la mesita de noche, un rosario. En la gaveta,
santos de papel escoltados por una oración en letra de hormiga; allí estaban
las fotos de la madre muerta, de la hermana en el Norte, de los sobrinos en el
Norte, del padre —tan lejano, tan hundido en la muerte— exhibiendo un rostro
impreciso bajo el sombrero de pajilla; allí había objetos tontos, inservibles,
que Dulce María guardaba envueltos amorosamente en papel china. Algunas
madrugadas, Dulce María —torturada por el sobresalto nocturno de las
solteronas— se pasaba a la cama de su hermana. “Fue una pesadilla”, murmuraba
al oído de Amparito, que no decía nada y solo se rodaba más allá, dejando
espacio.
Unos ocho meses antes de la aparición del huérfano, se había
introducido en la vida de las hermanas un elemento novedoso que solo sirvió a
la larga para causarles daño. Fue en febrero. Un perro sato, aterido, se
aposentó tenazmente en el portal. Primero trataron de espantarlo amenazándolo
con el palo de trapear; luego le dieron leche y unas sobras; y al fin, una
noche especialmente fría, le permitieron la entrada a la casa. Entonces el Sato
fue rey. Amparito compraba filetes de pescado para él y Dulce María lo
perfumaba después del baño.
En mayo lo vieron morir. Una 22 —desmesurada, implacable—
golpeó con su costado al perro, que cayó blandamente al borde de la calle.
Amparito y Dulce María fueron a la avenida, a contemplar el jadeo estremecedor,
los ojos vidriosos, la agonía de perro atropellado.
Un niño dijo: “Está reventado por dentro”. Ellas, de pie,
muy juntas en la esquina de la avenida, esperaron a que quedara inmóvil.
Amparito propuso enterrarlo en el jardín; pero Dulce María sintió terror le que
aquel ciego, quieto para siempre se acercara a la casa. “Que se lo lleve
Sanidad, Amparito; nosotras no”, dijo.
Y decidieron que jamás volverían a adoptar animales: “Uno se
encariña con ellos y luego…“, farfullaba Dulce María, y Amparito asentía
compartiendo íntimamente el vacío, el dolor, la oscuridad que acechaba tras la
frase que quedaba flotando en la sala.
Después, cuando ya les había cicatrizado la muerte del
perro, brotó con una extraña energía la figura del Huérfano.
De la historia —simple y dolorosa— se enteró Amparito en la
bodega. El muchacho y su madre eran de Camagüey. ¿El padre? Un hombre borrachín
y mujeriego que había desaparecido persiguiendo unas nalgas cuando el niño
estaba en pañales todavía. La madre había concentrado su vida en que el hijo creciera
fuerte, sano y de buena cabeza. A principios de año se mudaron los dos para el
barrio; allí, a media cuadra. El trabajaba de día en un taller y estudiaba en
la escuela nocturna. Súbitamente, una noche que parecía igual a las otras,
halló a la madre muerta. Así, a través de aquella fábula cruel contada por una
vecina mientras le despachaban la leche y el pan, empezó a habitar el Huérfano
los pensamientos de Amparito y Dulce María.
—Pobre muchacho, sin nadie en el mundo.
—Tan jovencito.
—Infeliz
—La vida da golpes duros
—¿Duros? ¡Durísimos!
Y hablaron las dos del Huérfano. Hablaron mucho de él,
cuando apenas lo habían encontrado un par de veces. Y se asomaron a verlo
pasar: un poco casualmente primero; después, como un rito.
—Se ve afectado.
—Sí. Muy afectado, el pobre.
Amparito, más osada, fue la primera en dirigirse a él:
—Que calor más tremendo, ¿eh?
Y el Huérfano sonrió a la viejita que regaba el jardín. Esa
fue su respuesta. No dijo Un calor
bárbaro; pero sonrió, y sus ojos oscuros se le iluminaron. Las hermanas
coincidieron en que la sonrisa había sido una linda respuesta a la observación
de Amparito, una respuesta superior a todas las posibles. Dulce María —desde el
mirador de la ventana— había apreciado mejor el gesto del muchacho:
—Fue de simpatía. Casi de cariño.
—¿Te pareció? —preguntaba, sonrojándose, Amparito.
Fue de alguien muy dispuesto a encariñarse cómo no.
Dos días después, viéndolo venir sudando a mares, el rostro
rojo, acalorado, Amparito le brindó un vaso de agua fría. El Huérfano aceptó.
—Pero pase, por favor. Siéntese aquí, en el portal.
—Para qué molestar.
—No, joven, no es ninguna molestia.
Ya Dulce María asomaba con el vaso de agua. “Buenos días”,
dijo. El muchacho la miró y respondió al saludo. Hubo un silencio entonces,
mientras el Huérfano bebía el agua.
—¿Y usted no tiene refrigerador?
—No, en casa no hay.
—Óigame, con este calor el agua fría es una necesidad.
Dulce María se había mantenido en el umbral. Repentinamente
intervino para lanzarse a fondo. Dijo al Huérfano que siempre que necesitara
guardar algo en el refrigerador, podía dirigirse a ellas. “Nosotras estamos en
la mejor disposición”, dijo, tartamudeando un poco.
—De verdad que se los agradezco. Pero la señora de los bajos
me ha resuelto ese problema. Ella era muy amiga de mamá.
Aquí hubo otro silencio; breve, casi un latigazo de
silencio. Las viejas se aturdieron durante unos segundos. No estaban preparadas
para una mención tan directa a la Desgracia, a la Soledad. Estaba fuera de
lugar un pésame anacrónico, como podía parecer inoportuna cualquier
demostración de curiosidad e incluso de cierto exceso de información. Les
hubiera gustado pedir permiso un momentito y consultarse la una a la otra antes
de seguir conversando. Dulce María buscó los ojos de Amparito; los halló bajos,
vacíos.
Habían perdido tiempo, el Huérfano se ponía de pie, se
despedía dando las gracias. Amparito intentó retenerlo: “Pero qué apuro tiene,
joven. Descanse un minuto... ¿Seguro que no quieres más agua? ¿Un buchito de
café?” Dulce María no dijo nada, pero sus ojos gritaban una súplica y se movían
hacia los lados como peces. Se iba, se iba sin remedio. Cruzó el jardín y —ya
en la verja— hizo un gesto de adiós con la mano.
Quedaron solas, como si el perro se les hubiera acabado de
morir.
Esa noche se reprocharon mucho, mutuamente. Había sido
desaprovechada una oportunidad maravillosa de invitarlo a almorzar. Dulce María
deseaba
—exigía— más audacia
en Amparito. ¿Por qué no trajo una natilla si había un platico en el
refrigerador? ¿Por qué esperó a última hora para brindar café? Amparito acusó a
su hermana de Capitán Araña. ¿Es que todo le tocaba a ella? ¿La otra no tenía
lengua? Se acostaron disgustadas, después de prepararse por separado el café
con leche.
Amparito, furiosa, pateó las pantuflas del difunto. Dulce
María no quiso ni rezar ni terminar una carta empezada para la hermana del
Norte.
El primer almuerzo se concertó una tarde. Amparito, junto a
la verja del jardín, vio acercarse al Huérfano. Del cielo caía una luz que se
detenía en los hombros y el pelo del muchacho, como si deseara ponerlo de
relieve sobre la calle gris. Se saludaron, y Amparito —llevada por una
inspiración relampagueante— lo invitó a venir el domingo. Él dijo que sí.
Sencillamente: sí.
Las dos hermanas, mudas, se apretaron las manos. El Huérfano venía el domingo. Dulce
María tuvo que tomarse un diazepam, mientras Amparito cambiaba disposición de
los muebles y proyectaba, en voz el menú.
Amparito hizo fricasé de pollo. Frieron plátano verde,
cortado bien finito, y prepararon una suculenta ensalada de tomates pintones.
Dulce María puso especial cuidado en la elaboración de un flan gigantesco de
ocho huevos.
El Huérfano llegó a las doce y diez. Amparito lo sentó
ceremoniosamente en la sala y, excusándose, se fue a atender los últimos
detalles.
Desde el sillón, el Huérfano podía ver la mesa de aquel
primer almuerzo: el mantel bordado, vasos largos para la cerveza como en los
restaurantes, servilletas y cubiertos alineados. Mirando en torno, advirtió un
jarrón de rosas recién cortadas; brillantes animalitos de porcelana; fotos de
familia —rostros viejos, muertos seguramente, que miraban el vacío con
tristeza— se sintió extranjero, intruso, en medio de la sala tan ajena.
En la mesa, ellas empezaron a llamarle Alfredo; pero el
continuó con un señora respetuoso.
Los tenedores de Amparito y Dulce María repiqueteaban produciendo un sonido
peculiar sobre los platos, que el Huérfano trataba en vano de no oír. Comió
incómodo, sintiéndose observado. En un momento, mordiendo una pechuga, levantó
la vista y sorprendió a las viejas, que lo contemplaban casi cruzadas de
brazos. Pero tal extremo no se repitió: ellas comprendieron el rubor del
muchacho y trataron de no admirarlo tan escandalosamente. Por el rabillo de sus
ojos arrugados, la cabeza inclinada sobre la comida para disimular, siguieron
vigilándolo, cuidado de q no le faltara cerveza, congris, otro muslo de pollo.
De sobremesa el Huérfano se sintió mejor. La cerveza lo
había mareado un poco por falta de costumbre; y había comido en exceso,
abrumado por la insistencia de las viejas. Ahora, en el sillón, una tacita de
café en la mano, estaba soñoliento y de buen humor.
Hablaron. Alfredo resultó conservador, desmintiendo la
imagen solitaria, introvertida, que tenían las viejas de él. Dulce María estuvo
locuacísima, con una excitación que no podía reprimir. Amparito sacó el álbum
de la familia: ellas rieron y lloraron con las fotos; el Huérfano pasó las
páginas calladamente, pensando que un álbum como ese hacía falta en todas las
familias.
Como no tenía álbum que mostrar, Alfredo habló de Camagüey.
Las viejas asistieron turbadas a la evocación de la madre, de la casita de
madera y tejas, del sol y del campo. Habló de la madre como de alguien que no
se ha ido totalmente. Habló de Camagüey como si por la ventana de la sala
estuviera mirando la llanura.
Dulce María quiso entonces decir algo bonito, algo así como
aquí tienes dos madres o nosotras aplacaremos
los recuerdos dolorosos; pero le fue imposible formularlo. Se quedó
torcida, la boca dispuesta para la palabra, el ademán a medio camino.
Amparito hubiera acariciado el pelo y la nuca del Huérfano,
lo suficiente para demostrar que no iba a faltarle cariño en el mundo. Pero se
contuvo. Sus manos de dedos finos, arrugadas, pecosas, secas, brutalmente
afectadas por el tiempo, permanecieron en los brazos del butacón dejando
escapar apenas un temblor levísimo.
Le preguntaron entonces por su vida de ahora; y él sonrió
ante el interrogatorio de las viejas, sin molestarse en absoluto. Las dos
hermanas oyeron, como se oye un cuento de hadas, hablar del taller; de los
tornos que giraban ciegos, sacando estelas brillantes metal. Oyeron hablar de
la escuela nocturna, poblada de asignaturas indescifrables, de calendarios de
exámenes, de suspensos, aprobados y excelentes de voces, del chirriar de las
tizas sobre el pizarrón. Amparito intuyó que en medio del gentío estudioso,
entre repasos y pruebas parciales, habría muchachas hermosas de todos los tipos
y colores, muchachas de jóvenes y risas blancas y labios frescos.
Alfredo —dijo— usted sabrá perdonar a estas viejas
preguntonas; y si soy indiscreta, con decírmelo tiene… ¿La novia suya estudia
con usted?
El Huérfano sonrió otra vez, y luego se puso serio un
segundo. Movió la cabeza:
—No, señora, ahora no tengo novias. En la facultad tuve una,
pero nos peleamos.
Amparito se echó hacia atrás, hasta descansar en el respaldo
del butacón. Y miró significativamente a su hermana. Pero Dulce María pisaba
otro terreno:
—Yo pienso... —dijo— que a usted, con tanto trabajo y estudio,
le hace falta comer bien...
—Yo almuerzo en el comedor del taller y de noche como
cualquier cosa.
—Pero “cualquier cosa” —insistió Dulce María— no me parece
suficiente. Usted gasta demasiada energía...
Amparito copió al vuelo la idea de su hermana y fue cerrando
el cerco. Seguramente él, Alfredo, no cocinaba nunca. A lo sumo se prepararía
dos rebanadas de pan con algo adentro. “Y eso no basta”, afirmó Amparito con
severidad. ¿Por qué no venía a comer por las noches? Para ellas no significaba
ningún esfuerzo extra...
Pero el Huérfano se negó rotundamente. Dijo que él llegaba a
horas inoportunas y que no consentiría que otras personas se ajustaran a una
vida irregular.
Y no hubo modo de hacerlo entender —ninguna de ellas se
atrevía a decirlo- que él no iba a ser jamás una carga para ellas y que, de
serlo, se trataría de una carga dulce y luminosa.
Solo aceptó venir el fin de semana siguiente, al segundo
almuerzo.
Dulce María se había mudado con Amparito después de la
muerte de la madre, cuando sintió miedo en la casona de Pinar del Río, tan
cruzada por recuerdos y sombras. Marianao le pareció un lugar sórdido y sucio,
lleno de gente vulgar y de radios que gritaban boleros de moda. Sintió que iba
a asfixiarse allí, en aquella casita de portal tan bajo, donde reinaba un
cuñado que no era tan fino y elegante como parecía desde afuera; un cuñado de
mirada hostil, pecho velludo, eructos de sobremesa, calzoncillos sucios en un
rincón del baño y otras monstruosidades que sacaba a flote la intimidad.
A partir de estos primeros tiempos en Marianao, Dulce María
empezó a ser visitada por un sueño. Era un sueño muy simple, muy pobre de
anécdota; pero tenía sus raíces en cierto recuerdo agradable que se remontaba a
su adolescencia pinareña. Estaba muy joven—, casi niña, descalza sobre la
hierba, durante una excursión dominical al río San Diego. La habían dejado sola
unos momentos: la brisa traía el vozarrón del padre y las carcajadas de sus
primas y hermanas. Abismada en la contemplación del río, dejaba que el aire hiciera
aletear el vestido blanco y el cabello. Entonces se le acercaba por la espalda
un joven delgadísimo que le tapaba los ojos. El sueño se iba disolviendo
mientras los dedos del joven (el primo Enrique) rozaban cálidamente sus
párpados cerrados. Ocurría en el sueño un desdoblamiento de Dulce María, que
era espectadora invisible de la escena y — al mismo tiempo— aquella adolescente
vestida de blanca, aquella sensación de trémula felicidad.
Cuando despertaba y sus ojos chocaban con el techo de la
casita marianense y oía afuera la voz de Tejedor que surgía desde el amanecer
en la casa de lado, apretaba los párpados, se arrebujaba más en la casa e
intentaba sin éxito saltar otra vez hacia el sueño, hacia la orilla verde del
San Diego hacia el primo incorpóreo que había venido del pasado, de la misma
muerte, a traerle un poco de belleza.
La noche que siguió al primer almuerzo, vino el sueño y
Dulce María observó con asombro que en el rostro de su primo Enrique brillaban
los ojos oscuros del Huérfano. Este detalle le
ocasionó una pequeña alegría, porque significaba que en el sueño podían
ocurrir cosas nuevas: que no era un sueño terminado y estéril. Tuvo deseos de
contarlo a su hermana, pero al fin desistió.
Amparito se había consagrado mientras tanto a planificar el
menú del domingo y a hacer algunos cambios en la decoración de la sala. Habló
incluso de pintar la casa:
—La gente joven pinta ahora las casas de blanco —dijo—. Todo
el interior de blanco. ¿Qué tú crees?
Dulce María meneó la cabeza. “Tú estás loca”, dijo, y se
metió en la cocina.
Las dos hermanas habían trabajado muy unidas para el primer
almuerzo: cada detalle fue moldeado por sus cuatro manos y pensado por sus dos
cabezas, y no hubo discrepancia que no se resolviera en segundos. Aunque en sus
íntimas evocaciones del Huérfano se borraban respectivamente la una a la otra,
habían actuado en la práctica como una sola persona y por un definido objetivo
común.
Los aprestos para el segundo almuerzo no se comportaron del
mismo modo. Las hermanas parecían distantes, y hubo conversaciones ásperas.
Amparito empezó a decir que el flan del domingo anterior había fracasado por
exceso de vainilla y anunció su decisión de ocuparse personalmente del postre
para el segundo almuerzo. Dulce María defendió con gallardía su flan,
recordando con cuánto gusto lo había comido Alfredo.
—Por cumplido —replicó Amparito.
—El repitió. Y nadie repite de un plato por cumplido —dijo,
al borde de las lágrimas Dulce María.
El resultado de la escaramuza fue la confección paralela de
dos postres para el domingo. Pero hubo momentos más graves: cuando Dulce María
se opuso a la idea de traer las macetas de malanguitas al comedor, Amparito
subrayó que aquella casa había pertenecido a su difunto esposo (que trabajó mucho, mucho, por tener casa propia)
y por tanto su única propietaria legítima
se llamaba Amparo Hernández viuda de Marrero. Esta última afirmación
provocó un breve ataque histérico a Dulce María, que amenazó con marcharse a la
mañana siguiente.
El clima doméstico estaba cargado de tensiones cuando la
noche del jueves Dulce María recibió otra vez su viejo sueño. Esperó,
impaciente, que apareciera la figura a sus espaldas. Eran los ojos del
Huérfano, y no solo los ojos: los anchos hombros, la cabeza sólida, el pelo
negro y espeso. Ya el primo Enrique no existía allí. Y las manos —las gruesas
manos del Huérfano— no viajaron como de costumbre a cubrir los párpados de
Dulce María, sino que enlazaron su pecho mientras aquellos labios buscaban la
línea de su cuello. Dulce María despertó sobresaltada y encendió la luz.
Durante unos minutos permaneció sentada en la cama, reconstruyendo cada paso
del sueño. Creyó recordar entonces que había visto recientemente una escena
similar, casi idéntica, por televisión; y le dio cierta tranquilidad reconocerla
y saber que había sido traída a un sueño del exterior — de alguna atrevida
película italiana—; que no había nacido de la propia sustancia del sueño. Pero
le seguía pesando sobre los senos vírgenes una huella que la acompañó hasta la
mañana y que no le permitió volver a dormirse. Cuando amaneció y despertaron
los radios de la vecindad y penetraron los ruidos de la barriada que se
desperezaba, Dulce María no podía suponer que estaba naciendo el día del
segundo almuerzo.
Fue, pues, el viernes, y no el domingo como estaba previsto.
Y tuvo que ser de corre—corre, sin mantel bordado, ni cerveza, ni ceremonias.
Hubo que freír huevos, calentar unos frijoles de ayer y poner una jarra de agua
fría en la mesa. Porque el Huérfano, en un par de días se iba lejos, más allá
del mar, y había venido a despedirse.
Amparito recibió la noticia en pleno rostro, como ese golpe
traidor del viento que nos sorprende al doblar de la esquina.
Dulce María le dio dos vueltas a la casa fingiendo que
buscaba su delantal de hule y al fin salió al patiecito, donde —en medio de la
ropa colgada— se le soltó el pecho a llorar. Miró entre lágrimas el pedazo de
cielo azul cuadriculado por las tendederas, una mujer que bañaba a su hijo en
el traspatio, el gato del vecino dormitando sobre el muro, y todo le pareció
digno de ser llorado. Allí volvió a sentir en los senos la huella cálida del
sueño, y el llanto histérico fue desplazado por un llanto más hondo. Amparito
se sentó frente al Huérfano, tomándolo duro por las manos, tratando de entender
aquella alegría y —sobre todo— tratando de entender aquel viaje de una brigada
seleccionada, aquella construcción de talleres en un país inimaginable,
aquellos dos o tres años de que habla el muchacho como si fueran un suspiro.
“Es una cosa grande, señora, ¿No se da cuenta?”, repetía el
Huérfano, que ya se sentía estrecho entre los animalitos de porcelana y las
fotos de familia y el corazón de Jesús, y quería correr a despedirse de otros
amigos, y a respirar el aire de la calle para que el tiempo pasara rápido y
llegara el momento de partir. Devoró los huevos con un gran pedazo de pan y
luego se tomó un vaso de agua fría sin querer probar los frijoles. Fue triste
para Dulce María y Amparito contemplar cómo se desaparecían los huevos en la boca
del Huérfano, cómo cada bocado era un paso hacia el final, cómo el segundo
almuerzo se convertía en el último.
Tuvieron que dejarlo ir, después de abrazarlo por primera
vez y de anotarle la dirección exacta en un papel. A través de la ventana lo
vieron alejarse, cabalgando como una fuerza enorme sobre las rosas.
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