Abel Prieto Jiménez

Nació en la ciudad de Pinar del Río el 11 de noviembre de 1950. Estudió Letras Hispánicas en la Universidad de La Habana y posteriormente ejerció como profesor de Literatura. Fue director de la Editorial Letras Cubanas. Nombrado presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, pasó luego a ser Ministro de Cultura de Cuba, cargo que ocupó desde 1997 hasta el 6 de marzo de 2012, tras ser designado Asesor del Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros.
En 1999 publica la novela El vuelo del gato (Editorial Letras Cubanas) en la que se mueve entre la ficción y el ensayo. La novela fue ganadora del premio de la crítica en 2001, y más tarde publicada en España por Ediciones B.
Abel Prieto ha escrito varias colecciones de relatos entre los que se destacan Los bitongos y los guapos (1980), y Noche de sábado (1989). En el campo de la ensayística se distingue por sus estudios sobre José Lezama Lima.
A propósito de la XXI Feria Internacional del Libro se presentó el 13 de febrero de 2012 su segunda novela, “Viajes de Miguel Luna”, publicada por la editorial Letras Cubanas.
Una Nota Oficial del Consejo de Estado de Cuba publicada el 6 de marzo de 2012 anunciaba su liberación del cargo de Ministro de Cultura tras 15 años en el cargo. Atendiendo a su experiencia y los resultados positivos obtenidos durante el tiempo que estuvo de Ministro fue designado asesor del Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de la República de Cuba[1].

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de Aire de Luz. Cuentos cubanos del siglo XX

Alberto Agrandes. Instituto Nacional del Libro. Editorial Letras Cubanas. 1999. La Habana, Cuba.


EL JUEZ

  
 K. comprendió que la regla más importante para un
acusado debía ser  no dejarse sorprender nunca, no
mirar a la derecha cuando su juez se  encontrase a la
izquierda, y era precisamente aquella regla la que 
volvía a quebrar una y otra vez.
(El proceso, cap. VII)

Katia había cometido un pecado menor con su novio, en las últimas lunetas del Ambassador. No sintió placer, y lo hizo más bien por complacerlo a él; pero su abuela se enteró y decidió llevarla ante el Juez.
Katia, por supuesto, nunca supo de qué trataba exactamente la película de aquella tarde fatídica. El novio la había escogido por su remota nacionalidad y por lo que decía el periódico acerca del profundo contenido histórico-social del tema y la belleza y humanismo de su mensaje, con lo que parecía garantizado un cine vacío y discreto, propicio para los enamorados. La presencia de una vecina delatora, alrededor de las seis de la tarde, en la tiniebla del Ambassador, seguiría siendo un enigma indescifrable hasta el final de la vida de Katia.
Pero cualquier indagación sobre el papel de la casualidad en los destinos humanos, dejaba de tener sentido ahora. La idea de comparecer ante el Juez llenaba de pavor a Katia, que desde niña había oído hablar de Él y de su espada justiciera. La leyenda describía el proceso como un trance espantoso, dificilísimo, que hacía sollozar a matones curtidos y caer de rodillas, desmoronados, a los soberbios. La mirada del Juez —decían— iba al fondo, raspaba las últimas membranas de la gente con una punta de metal blanco y duro; iba al fondo, y más, más al fondo, donde la gente esconde lo que ni siquiera se atreve a pensar, donde la gente no tiene armas, ni ropas, ni justificaciones: allí entraban, como dos cuchillos inclementes, los ojos del Juez; allí herían, sajaban, despedazando lo blando  y corrupto del hombre, para limpiar el terreno y abrirle espacio a la Sentencia.
Katia lloró y lloró toda una tarde: primero entrecortadamente, sin mucho ruido, como esas mujeres contenidas de las películas que pretenden darse su lugar; luego le fue saliendo una perreta de niña malcriada, que poco a poco se disolvió en su llanto, el apropiado, el llanto de su edad, en el largo gemido de la adolescente que no quiere ser juzgada, que daría cualquier cosa por no exhibir sus faltas ante el Juez. Intentó disuadir a la abuela con ruegos y promesas, pero la vieja estaba resentida: en la cara, superpuesta a la amargura cotidiana, se le había formado una máscara de reproche. Sentía que Katia había defraudado la confianza depositada en ella, y que, si no se la atajaba a tiempo, terminaría como cualquiera otra de las muchachitas perdidas del barrio. No había más que hablar: el sábado irían a ver al Juez.
Y hasta el sábado la vida de Katia fue un martirio. En ningún momento se le apartó un sobresalto de la boca del estómago y soñó todas las noches con el Juez, un hombre de cuello y corbata, con espejuelos de armadura metálica, que unas veces llevaba el rostro endurecido de la abuela y otras el ceñudo y cruel del profesor de Química. En estos sueños, el Juez nunca llegaba a hablar; lo que hacía era aclararse la garganta, con un sonido áspero.
El sábado llegó, sin embargo, como si fuera un día ordinario, y salieron después de almuerzo. Para el camino la abuela llevaba panes con bisté, unas naranjas, café y caramelos, y para el Juez (decían que era muy dulcero) un pudín sembrado de pasas. Cruzaron el Puente de la Lisa bajo un sol vertical, que se ensañaba en los paseantes, y allí esperaron la primera guagua.
Katia, por los nervios, estaba muy conversadora. Habló del Pre, de los exámenes, de cómo el profesor de Química había puesto una prueba de control sobre los números cuánticos y cómo nadie en el aula, ni los abelarditos más eminentes, entendían aquello, y la prueba había sido un desastre. Iba a explicar más en detalle la catástrofe, y sus consecuencias para la promoción general del grupo, cuando un vistazo cortante de la abuela demostró que el tema era decididamente inoportuno. Vio, en el chispazo de los ojos de la abuela, que ahora sólo importaba una prueba (la de Katia ante el Juez), y que lo único digno era el silencio.
Tuvieron que hacer parte del recorrido a pie, a través del Barrio Malo, donde unos hombres piropearon a Katia y le gritaron a la abuela que cuidara al pollito, que era de calidad. Después las estuvo siguiendo un perro grande y negruzco, de lengua colgante, y tuvieron que apurar el paso. Bordearon un riachuelo fangoso y, a pesar del disgusto de la abuela, hubo que atravesar un bosquecito de enamorados cuando ya atardecía. Allí el olfato excepcional de la abuela le reveló los olores húmedos de la hierba y de la tierra, y (en ráfagas) los olores indescifrables y pecaminosos que subían de la gente oculta. Las dos evitaron mirar los trémulos bultos que formaban las parejas en el follaje, y mantuvieron rígida la cabeza, con la vista al frente, hasta que salieron a la carreterita polvorienta donde debían esperar la tercera guagua.
La abuela pensaba en sus responsabilidades, que eran muchas: la lujuria andaba suelta por las calles, arañando las puertas cerradas, y los muchachos ya no aceptaban chaperonas; exigían que los dejaran solos en los parques, en la playa, en el cine, entre los arbustos. La abuela confiaba en que una intervención a tiempo del Juez podía enderezar a Katia radicalmente, como una cura de caballo; pero también estaba asustada, aunque no pudiera confesárselo.
Katia pensaba en el novio con cierto resquemor. Como si sólo el principio del viaje fuera suficiente para purificarla, había olvidado la mayoría de los detalles de su pecado y se arrepentía verdaderamente (así iba a decírselo al Juez) de haberse prestado a eso con alguien que no lo merecía: estaba dispuesta —incluso— a romper con aquel pepillo superficial y a no aceptar más pretendientes hasta la Universidad, donde la gente es ya madura y tiene ideas claras sobre el amor y sobre la vida en general. Todo eso podía prometerlo ante el Juez y ante la abuela. Prometerlo de corazón.
Aguardaron casi dos horas en el descampado, cuando ya empezaba a caer la noche, y cogieron una guagua triste y desvencijada, donde viajaban algunos hombres y mujeres de campo con jabas y gallinas. Katia tenía frío y le pesaban los párpados, pero la abuela no aceptó que se ovillara en su regazo. Katia pudo sin embargo pescar un sueñecito, arrullada por el cancaneo y los resoplidos de la guagua.
Cuando abrió los ojos, era el amanecer. La abuela miraba por la ventanilla, y Katia comprendió que había estado velando todo el tiempo con la misma expresión rencorosa de los últimos días. Entonces se le hizo más agudo el sobresalto en la boca del estómago, y una corriente de angustia —una náusea— le subió hasta los labios: este reguero de casitas anunciaba el pueblo del Juez.
—Tengo miedo, abuela.
La vieja la miró; sin decir una palabra, abrió el pomo de café y lo puso en las manos de Katia.
La casa del Juez estaba al final de un callejón estrecho, sin asfaltar, donde picoteaba un gallito quiquiriquí y dormía un gato amarillo-
sucio. No parecía la casa de un juez: era demasiado pequeña, de tablas blanqueadas con cal y agujeros en la tela metálica de las ventanas. La abuela pensó que, sin duda, la tremenda misión de juzgar a los hombres —por naturaleza pecadores y torpes— no dejaba tiempo para ocuparse de arreglar una casa, que es asunto de mucha dedicación, y (sin saber por qué) tomó en su mano rugosa y envejecida la manita helada de Katia.
—Hay que esperar —dijo la abuela—. Es demasiado temprano.
Se sentaron en el escaloncito del portal, de espaldas a la puerta del Juez. Katia fijó sus ojos en el gallo que escarbaba entre las escasas hierbas del callejón: tenía deseos de vomitar y sabía que si no podía controlarse, si vomitaba allí, a las puertas del Juez, aquello le daría un toque grotesco a su comparecencia y a todo el proceso. Y respiraba profundo por la nariz, que es lo mejor que puede hacerse para evitar la náusea.
La vieja dejaba correr la mirada hacia el pedazo de pueblo que podía verse a la entrada del callejón: había un carro chato y boquiabierto, al que empujaban maldiciendo unos hombres; pasaban niños vestidos de escuela y algunos guajiros despaciosos a caballo. La abuela mantenía consigo la mano de Katia, la sentía temblar como un pececito anhelante, y quería darle calor, aunque por momentos aborrecía aquella mano y sentía un horrible impulso de alejarla de sí. Sabía que aquel animalito, ahora temeroso y frío, estremecido ahora en la proximidad del Juicio, había protagonizado en la penumbra del Ambassador la Caída de Katia; aquella mano, o su gemela, o las dos.
Al rato crujió la puerta: Katia y la abuela, sobresaltadas, se pusieron de pie.
—Anoche se acostó tardísimo —dijo la mujer que salía a barrer el portal—. Estuvieron jugando dominó hasta las mil y quinientas.
—No se preocupe, nosotras no tenemos apuro —dijo, muy bajito, la abuela, y la mujer que repartía escobazos sobre las tablas del portal no dio señales de haberla oído.
La mujer no parecía la mujer de un juez. Quizás —pensó Katia— podía ser una criada, o una especie de secretaria que controla los turnos de los procesados y lo ayuda en la limpieza. Realmente, tampoco parecía la secretaria de un juez: era una cincuentona malgeniosa, envuelta a medias en una bata de casa muy ajada, con el pelo —de un rubio artificial— agrupado en rollitos de papel higiénico. Manejaba la escoba sin vocación, como para salir del paso y cumplir formalmente con el barrido de la mañana. Su trabajo consistía, especialmente, en expulsar del territorio de la casa a un montón de cucarachones, que habían encontrado la muerte alucinados en la madrugada por el bombillo del dominó.
Durante la limpieza del portal, la abuela y Katia habían estado de pie, un poco aturdidas, contemplando la operación como si quisieran entenderla en sus significaciones más oscuras, y no advirtieron la llegada de otros aspirantes a ser juzgados. Sólo cuando la mujer que barría pensó que era suficiente (aunque podían distinguirse todavía cuatro o cinco bichos despatarrados junto a la puerta) y echó antes de retirarse un vistazo a la cola que se estaba formando, sólo entonces la abuela y Katia sintieron la presencia de toda una familia en el callejón.
—¿Ustedes son las últimas? —preguntó con voz débil un hombre alto, pálido, que llevaba una gorra de la firma Land-Rover.
La abuela asintió, y Katia fue asaltada instantáneamente por la grata idea de que había otros pecadores en el mundo; de que la mera existencia de una cola ante la casa del Juez servía para aligerar su culpa. Por eso se permitió la primera sonrisa desde que la abuela le anunciara el proceso, y se la dedicó afectuosamente a los recién llegados.
Parecían venir de muy lejos, a juzgar por las jabas y paquetes que sostenían trabajosamente el hombre, la mujer y los propios niños. De un primer vistazo, no se sabía cuál de ellos sería el procesado, o si se trataba de un proceso colectivo. Ella (regordeta, mestiza) se veía relajada a pesar del viaje, casi contenta, como si hubiera llegado a Santa María del Mar y estuviera buscando un poco de sombra para extender el cuadrado de hule y organizar el almuerzo. Los dos niños ya habían empezado a descargarse de la responsabilidad y del peso de sus bultos, colocándolos en el suelo, ya miraban al gallito, ya despertaban al gato y recorrían, cada vez más libres, el callejón del Juez. Toda la angustia de la familia se concentraba en el rostro blanco-lechoso del hombre alto: él era evidentemente el procesado, el único pecador del grupo, el que iba a enfrentarse —desnudo— a la espada de la justicia. Quizás había traído a la familia para hacerse acompañar de la risa de sus hijos y de la charla seguramente frívola de su mujer, pero (¡pobre!) seguía estando solo frente a la Ley.
Serían las diez de la mañana cuando el Juez salió al portal. Primero fue su voz: dio los buenos días con una voz muy clara, muy limpia, y todos se volvieron hacia él. Katia, la abuela, el hombre de la gorra Land-Rover y su mujer, todos pusieron sus ojos en el recién llegado y corearon tímidamente el saludo de respuesta. Los dos niños dejaron de jugar y se pararon uno junto a otro, tiesos, como en atención. El gato levantó la cabeza y enderezó sus orejas amarillas, mientras el gallo detenía su picoteo y observaba de reojo la escena.
Era un hombre muy blanco, trabado, casi gordo, que podía tener unos setenta años, aunque se veía sólido y muy derecho. Sonreía sin mezquindad, orgulloso quizás de su buena dentadura: regalaba una sonrisa cómoda, suelta, que hacía juego con los ojitos traviesos, algo inflamados por el sueño. Evidentemente acababa de levantarse: su pantalón de pijama parecía salido de una botella de cerveza y le colgaba flojamente de las caderas, la camiseta de algodón, que servía para completar su indumentaria nocturna, estaba torcida sobre el pecho de vellos encanecidos y se levantaba impúdicamente para mostrar la barriguita descolorida y el ombligo miope. Se había echado agua en la cara y en el escaso pelo blanco, que ahora se le pegaba al cráneo y a las sienes, y exhibía —un poco divertido, al parecer— su gran cabeza húmeda, casi albina, como una morsa emergida bruscamente ante una asamblea de pingüinos. Llevaba una taza de café, y tomaba sorbitos minuciosos, como con miedo a quemarse, y continuaba sonriendo.
—¿Quién tiene el uno? —preguntó de repente, con aquella voz lavada, transparente, que no daba miedo ni hacía llorar a los pecadores.
Y Katia levantó la mano como un resorte, como si estuvieran en el aula y hubieran lanzado una pregunta muy esperada. Y un par de segundos después, también se alzó la mano de la abuela, que se arrimó rápidamente a Katia, queriendo significar que ellas dos venían juntas, que las dos (nieta y abuela) tenían el uno para comparecer ante la Justicia.
El Juez hizo un gesto amable de asentimiento y terminó su taza de café, siempre de pie junto a la puerta, un poco absorto ahora, pestañeando para acostumbrarse al sol de la media mañana. Luego manoteó el aire, en lo que podía ser una seña para que Katia y la abuela lo siguieran al interior de la casa.
La salita resultaba un poco asfixiante por el exceso de muebles, las ventanas cerradas, un cenicero repleto de colillas malolientes y la falta de limpieza. Había dos sillones y un juego de sala compuesto por sofá de madera y butacas gemelas, y en todos los casos la rejilla de mimbre de respaldos y asientos había sido sustituida por tablas de plywood. En las paredes colgaban fotos de familia y una lámina con jinetes y perros que corrían tras un zorro anaranjado.
Cuando el Juez las invitó a sentarse, Katia y la abuela tuvieron un momento de duda. A pesar del estilo afable del Juez, Katia no dejaba de ser la procesada y de sentirse como tal: desechó el sillón, en consecuencia, por el laxo balanceo que lo define, por el relajamiento y el alivio que proporciona; rechazó también el sofá, por su desmedida holgura, y —sobre todo— por el hecho de no ser un mueble individual. Concluyó que para un procesado lo más propio es quedarse solo con su culpa, en una rígida butaca.
La abuela —con una experiencia mayor en las batallas de la vida— se preocupó inicialmente por el sitio que debía ocupar el Juez, para luego pensar en el suyo y en el de Katia. Sus razonamientos eran más lentos que los de su nieta, y así, mientras se preguntaba dónde estaba la marca secreta que indicaba el lugar de la presidencia, fue sorprendida por la decisión de Katia en favor de una de las butacas. Tuvo que precipitar su selección, obligada por las circunstancias, y acudió a la simétrica opción que ofrecía, algo más lejos, la otra butaca. Realmente, hubiera preferido —para las dos— el sofá: estar junto a su nieta, tan niña, tan indefensa todavía, en el minuto del Juicio, y recibir parte del resplandor que —según decían— se desprendía en ese instante definitivo de la mirada del Juez.
Él se dejó caer en uno de los sillones, sacó de alguna parte un tabaco desfigurado, a medio fumar, y trató de encenderlo varias veces. Ante la inutilidad de sus afanes, se echó hacia atrás, ensayó una mueca de resignación, exhibió de nuevo su sonrisa y guiñó uno de sus ojitos a Katia y a la abuela: y lo hizo con una cierta complicidad, como si el tabaco negado a prenderse estuviera en realidad bromeando, y él quisiera dejar claro que se daba cuenta de todo, que entendía a fondo la jugada del tabaco, y que no le importaba demasiado perder la pelea por el momento.
—Miimaaa —llamó el Juez, alargando dulcemente las vocales, con su hermosa voz proyectada hacia alguna parte—. Tráemeles cafecito a las compañeras.
La mujer que había barrido el portal, asomó su rostro desabrido por la cortina que separaba la sala del resto de la casa, y pasó una ojeada burocrática sobre las visitantes antes de hacerse otra vez invisible.
Después del café —un café aguado, apócrifo, servido en unas tacitas con el asa rota—, empezó propiamente el proceso. El Juez no le prestó mucha atención a Katia cuando intentó, valientemente, contar la verdad y nada más que la verdad de lo ocurrido en el Ambassador, aquella tarde que quería borrar, suprimir, hundir para siempre en el olvido. Incluso, apenas comenzado el relato, soltó una risita e interrumpió a la procesada para explicar que le había traído a la memoria un incidente muy cómico, ocurrido un montón de años atrás, en el cine Capitolio, donde estaban implicados un jamonero medio borracho y una vieja. Luego recordó lo que le pasó al guajiro que entró por error en un cine donde ponían una película de vaqueros, y aquella historia le hizo tanta gracia que se ahogó de risa y logró que las visitantes (Katia primero y después la abuela) mezclaran unas risas pequeñas y medrosas a sus tosidos y a su gran carcajada asmática.
En el transcurso del proceso, que duró una hora y media aproximadamente, Katia descubrió, en la pared que le quedaba enfrente, una foto donde aparecía —indudablemente— el Juez, muy jovencito, bien trajeado, con el pelo abundante y negro peinado hacia atrás. Había sido un hombre espigado y bello, del cual sólo se conservaban intactos la sonrisa y —quizás— el tintineo de los ojos.
La abuela no vio la foto, de la que luego Katia hablaría a menudo; pero sí percibió los olores que emanaban del cuerpo del Juez con una precisión extraordinaria. Primero le pareció que el aroma principal del Juez, el definitorio, consistía en una fragancia mixta, agridulce, propia en parte del ron, y en parte de un agua de lavanda barata que la abuela conocía bien. Después se dio cuenta de que en el aliento del Juez el vaho del ron se mezclaba, a su vez, con ecos de comidas muy condimentadas, con el tabaco y remembranzas de gárgaras antisépticas. Comprendió, gradualmente, que de la piel pecosa y blanca del Juez brotaba también un olor muy particular, que llegaba a imponerse a pesar de los empeños del agua de lavanda: cuando pudo separarlo de tantas mezclas, la abuela se estremeció con la virilidad poderosa, secreta, de aquel olor, y pensó que se estaba ruborizando.
Lo cierto es que, tanto en opinión de Katia como de la abuela, el proceso terminó precipitadamente, y al parecer tuvo que ver en ello la mención casual al pudín que se hizo por alguna de las dos, en un momento indeterminado de la conversación, y que despertó en el Juez un interés enorme. De hecho, la exposición que estaba haciendo el Juez acerca de escándalos de diversa índole ocurridos en salas de cine y de otros lugares oscuros, se vio interrumpida bruscamente, y hubo que sacar del fondo de la jaba la fuente de cristal, donde el pudín dormía el sueño inocente de los dulces caseros. El Juez lo examinó, goloso, chasqueando la lengua, sonriéndole, y pasó el dedo índice por la superficie del pudín, en una caricia que justificó alabando su consistencia. A partir de ahí, fue como si el Juez no pudiera concentrarse en la continuación del proceso. Se alisaba sus pocos pelos blancos con las manos, aceleraba el balanceo del sillón, miraba de reojo la fuente de cristal que la abuela había colocado en una mesita, y trataba de hilvanar unas cuantas palabras sin encontrar el hilo salvador. Katia y la abuela, simultáneamente, percibieron en él una dispersión, una impaciencia que no podía disimular, y cuando se consultaron con la mirada, coincidieron de inmediato en que aquello había terminado: era imprescindible despedirse.
La abuela se inclinó hacia delante, en ese gesto de los viejos que es un amago para levantarse y una señal para dar por concluida la visita, diciendo que no debían robarle más tiempo, que el viaje de regreso era largo: había sido un placer, ya volverían por allí...
El Juez aceptó instantáneamente la propuesta de la abuela: de sus ojitos desapareció en un relámpago la expresión de angustia; sus gestos se organizaron, recobraron el aplomo y el sentido, y regresó a sus labios la sonrisa. Se puso de pie enseguida, y pudo hacer un nuevo chiste sobre el camino que esperaba a Katia y a la abuela, recomendándoles que fueran siempre por la sombrita.
Cuando las acompañaba hasta la puerta, piropeó a Katia, y también a la abuela, y se permitió darles unas palmadas afectuosas en las nalgas. Tocó dos, tres veces, las blandas, declinantes nalgas de la abuela, y las nalgas redondas y compactas, las nalgas florecientes de Katia. Ellas no protestaron, ni se volvieron para mirarlo con reproche. Se despidieron en el portal, donde todavía reposaban los insectos muertos, y estrecharon brevemente la mano pecosa y áspera del Juez.
Afuera, la cola había crecido. Además del procesado de la gorra Land-Rover, y de su familia, esperaban unos muchachos jóvenes, que sostenían entre todos —trabajosamente— una gigantesca grabadora japonesa; había también un hombre bien vestido, apoyado sobre su automóvil, y una mujer de aspecto intelectual, un poco hombruna, que roía ansiosamente el extremo de un bolígrafo. En un rincón, abrazados, hacían la cola un negro joven, muy joven y muy negro, y una vieja, muy blanca, disfrazada de pepilla.
Katia y la abuela se abrieron camino, pidiendo permiso, con ese aire de superioridad, con ese paso rápido y seguro de los que ya salieron del sillón del dentista y cruzan ahora frente a los infelices que aguardan su turno. La gente de la cola alzó la vista y las vio atravesar el callejón, juntas y erguidas, y perderse por una esquina del pueblito.
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De la antología Hacer el cuento

Selección de autores pinareños. Editorial Cauce. Año 2012


DOS ALMUERZOS

Amparito y Dulce María se asomaban a la ventana y esperaban el paso del Huérfano, que venía con su porte tristón y despacioso, la mirada revoloteando absorta por entre las rosas del jardín. Las dos viejas espiaban la marcha del muchacho, mientras se susurraban que era un buen síntoma eso de fijarse en las rosas. De la ventana de la sala corrían entre risas a la del cuarto de la izquierda, para verlo perderse en la esquina de la calle.
A veces, de noche, cuando regresaba de la escuela nocturna, Amparito y Dulce María adivinaban sus pisadas lentas y se asomaban de nuevo. Entonces veían una sombra sólida que arrastraba el libro de Matemáticas o de quien sabe qué. En la oscuridad no podían percibir sus rasgos, su nariz bien construida, sus ojos bondadosos. De noche sentían otra cosa. El ritmo de la respiración, o algo más: su corazón, sus luces invisibles, su soledad.
—Qué falta de cariño tiene ese muchacho —decía una.
—Qué solo está. Qué solo. Y las dos se sentaban frente a frente en los sillones de la sala. Pensaban en él sin disimular bordando algún pañuelo o escogiendo el arroz. Los pensamientos de Amparito y Dulce María se separaban en pos del Huérfano.
Amparito, viuda desde 1960, se exasperaba en su sillón. Imaginaba caricias ambiguas en el cuello del Huérfano. Lo acompañaba hasta la cama para arroparlo cuidadosamente; pero no dejaba de tocar sus hombros a través de las sábanas con una presión maternal demasiado firme. En esos momentos Amparito recibía el olor de la noche; le llegaba el aire húmedo del jardín, el perfume de las raíces que chupaban los zumos de la tierra, el aliento de los capullos que se abrían como labios pequeños. Amparito dilataba la nariz y eludía encontrarse con la imagen de Cristo que coronaba la sala.
Dulce María, virgen de sesenta años, sí miraba a Cristo. A los ojos, como nunca se mira a los santos. Ella tomaba al muchacho de la mano y caminaba con él. Pero no había sensualidad en aquellas manos enlazadas. El contacto residía más bien en un fluido incoloro; era como la varita del Hada de los cuentos infantiles: un roce incorpóreo que hace brotar puntos azules y una música. En Amparito no existían palabras; sí en Dulce María. Palabras, palabras incalculables, palabras que no podían formularse porque estaban hechas de una sustancia misteriosa.
Era una estampa: Dulce María y el Huérfano andando de la mano, hablando aquel idioma secreto in agotarse nunca, matando la soledad —la horrible soledad acumulada de la solterona y la repentina, demoledora soledad del Huérfano.
Así, meciéndose las dos, evocaban por senderos distintos al muchacho. Amparito bostezaba primero.
—Se nos pasó “Detrás de la fachada” —decía.
—No importa —respondía la hermana. Una pausa. Reinaba el crujido cadencioso de los sillones.
—Me voy a acostar —anunciaba Dulce María, con ese suspiro largo que en los viejos indica la toma de una decisión.
—¿Sin tomarte el café con leche?
No, por supuesto. Había que ir a la cocina, echar en el jarro las dos tazas de leche, el café, el azúcar. Que aquello viajara tibiecito al estómago. Y acostarse luego.
Amparito dormía en el cuarto que daba a la calle, en una cama de matrimonio enorme desde su viudez; la foto del muerto en la mesa de noche; las cosas del muerto (su juego de ajedrez, sus diez o quince libros, sus revistas, su gran racimo de corbatas), expuestas, presentes, respetables.
Dulce María en un cuarto más pequeño, más caluroso; en una cama estrecha que no conocía el peso del hombre. Al alcance de la mano, enroscado sobre sí mismo en la mesita de noche, un rosario. En la gaveta, santos de papel escoltados por una oración en letra de hormiga; allí estaban las fotos de la madre muerta, de la hermana en el Norte, de los sobrinos en el Norte, del padre —tan lejano, tan hundido en la muerte— exhibiendo un rostro impreciso bajo el sombrero de pajilla; allí había objetos tontos, inservibles, que Dulce María guardaba envueltos amorosamente en papel china. Algunas madrugadas, Dulce María —torturada por el sobresalto nocturno de las solteronas— se pasaba a la cama de su hermana. “Fue una pesadilla”, murmuraba al oído de Amparito, que no decía nada y solo se rodaba más allá, dejando espacio.
Unos ocho meses antes de la aparición del huérfano, se había introducido en la vida de las hermanas un elemento novedoso que solo sirvió a la larga para causarles daño. Fue en febrero. Un perro sato, aterido, se aposentó tenazmente en el portal. Primero trataron de espantarlo amenazándolo con el palo de trapear; luego le dieron leche y unas sobras; y al fin, una noche especialmente fría, le permitieron la entrada a la casa. Entonces el Sato fue rey. Amparito compraba filetes de pescado para él y Dulce María lo perfumaba después del baño.
En mayo lo vieron morir. Una 22 —desmesurada, implacable— golpeó con su costado al perro, que cayó blandamente al borde de la calle. Amparito y Dulce María fueron a la avenida, a contemplar el jadeo estremecedor, los ojos vidriosos, la agonía de perro atropellado.
Un niño dijo: “Está reventado por dentro”. Ellas, de pie, muy juntas en la esquina de la avenida, esperaron a que quedara inmóvil. Amparito propuso enterrarlo en el jardín; pero Dulce María sintió terror le que aquel ciego, quieto para siempre se acercara a la casa. “Que se lo lleve Sanidad, Amparito; nosotras no”, dijo.
Y decidieron que jamás volverían a adoptar animales: “Uno se encariña con ellos y luego…“, farfullaba Dulce María, y Amparito asentía compartiendo íntimamente el vacío, el dolor, la oscuridad que acechaba tras la frase que quedaba flotando en la sala.
Después, cuando ya les había cicatrizado la muerte del perro, brotó con una extraña energía la figura del Huérfano.
De la historia —simple y dolorosa— se enteró Amparito en la bodega. El muchacho y su madre eran de Camagüey. ¿El padre? Un hombre borrachín y mujeriego que había desaparecido persiguiendo unas nalgas cuando el niño estaba en pañales todavía. La madre había concentrado su vida en que el hijo creciera fuerte, sano y de buena cabeza. A principios de año se mudaron los dos para el barrio; allí, a media cuadra. El trabajaba de día en un taller y estudiaba en la escuela nocturna. Súbitamente, una noche que parecía igual a las otras, halló a la madre muerta. Así, a través de aquella fábula cruel contada por una vecina mientras le despachaban la leche y el pan, empezó a habitar el Huérfano los pensamientos de Amparito y Dulce María.
—Pobre muchacho, sin nadie en el mundo.
—Tan jovencito.
—Infeliz
—La vida da golpes duros
—¿Duros? ¡Durísimos!
Y hablaron las dos del Huérfano. Hablaron mucho de él, cuando apenas lo habían encontrado un par de veces. Y se asomaron a verlo pasar: un poco casualmente primero; después, como un rito.
—Se ve afectado.
—Sí. Muy afectado, el pobre.
Amparito, más osada, fue la primera en dirigirse a él:
—Que calor más tremendo, ¿eh?
Y el Huérfano sonrió a la viejita que regaba el jardín. Esa fue su respuesta. No dijo Un calor bárbaro; pero sonrió, y sus ojos oscuros se le iluminaron. Las hermanas coincidieron en que la sonrisa había sido una linda respuesta a la observación de Amparito, una respuesta superior a todas las posibles. Dulce María —desde el mirador de la ventana— había apreciado mejor el gesto del muchacho:
—Fue de simpatía. Casi de cariño.
—¿Te pareció? —preguntaba, sonrojándose, Amparito.
Fue de alguien muy dispuesto a encariñarse cómo no.
Dos días después, viéndolo venir sudando a mares, el rostro rojo, acalorado, Amparito le brindó un vaso de agua fría. El Huérfano aceptó.
—Pero pase, por favor. Siéntese aquí, en el portal.
—Para qué molestar.
—No, joven, no es ninguna molestia.
Ya Dulce María asomaba con el vaso de agua. “Buenos días”, dijo. El muchacho la miró y respondió al saludo. Hubo un silencio entonces, mientras el Huérfano bebía el agua.
—¿Y usted no tiene refrigerador?
—No, en casa no hay.
—Óigame, con este calor el agua fría es una necesidad.
Dulce María se había mantenido en el umbral. Repentinamente intervino para lanzarse a fondo. Dijo al Huérfano que siempre que necesitara guardar algo en el refrigerador, podía dirigirse a ellas. “Nosotras estamos en la mejor disposición”, dijo, tartamudeando un poco.
—De verdad que se los agradezco. Pero la señora de los bajos me ha resuelto ese problema. Ella era muy amiga de mamá.
Aquí hubo otro silencio; breve, casi un latigazo de silencio. Las viejas se aturdieron durante unos segundos. No estaban preparadas para una mención tan directa a la Desgracia, a la Soledad. Estaba fuera de lugar un pésame anacrónico, como podía parecer inoportuna cualquier demostración de curiosidad e incluso de cierto exceso de información. Les hubiera gustado pedir permiso un momentito y consultarse la una a la otra antes de seguir conversando. Dulce María buscó los ojos de Amparito; los halló bajos, vacíos.
Habían perdido tiempo, el Huérfano se ponía de pie, se despedía dando las gracias. Amparito intentó retenerlo: “Pero qué apuro tiene, joven. Descanse un minuto... ¿Seguro que no quieres más agua? ¿Un buchito de café?” Dulce María no dijo nada, pero sus ojos gritaban una súplica y se movían hacia los lados como peces. Se iba, se iba sin remedio. Cruzó el jardín y —ya en la verja— hizo un gesto de adiós con la mano.
Quedaron solas, como si el perro se les hubiera acabado de morir.
Esa noche se reprocharon mucho, mutuamente. Había sido desaprovechada una oportunidad maravillosa de invitarlo a almorzar. Dulce María deseaba
 —exigía— más audacia en Amparito. ¿Por qué no trajo una natilla si había un platico en el refrigerador? ¿Por qué esperó a última hora para brindar café? Amparito acusó a su hermana de Capitán Araña. ¿Es que todo le tocaba a ella? ¿La otra no tenía lengua? Se acostaron disgustadas, después de prepararse por separado el café con leche.
Amparito, furiosa, pateó las pantuflas del difunto. Dulce María no quiso ni rezar ni terminar una carta empezada para la hermana del Norte.

El primer almuerzo se concertó una tarde. Amparito, junto a la verja del jardín, vio acercarse al Huérfano. Del cielo caía una luz que se detenía en los hombros y el pelo del muchacho, como si deseara ponerlo de relieve sobre la calle gris. Se saludaron, y Amparito —llevada por una inspiración relampagueante— lo invitó a venir el domingo. Él dijo que sí. Sencillamente: sí.
Las dos hermanas, mudas, se apretaron las manos. El Huérfano venía el domingo. Dulce María tuvo que tomarse un diazepam, mientras Amparito cambiaba disposición de los muebles y proyectaba, en voz el menú.
Amparito hizo fricasé de pollo. Frieron plátano verde, cortado bien finito, y prepararon una suculenta ensalada de tomates pintones. Dulce María puso especial cuidado en la elaboración de un flan gigantesco de ocho huevos.
El Huérfano llegó a las doce y diez. Amparito lo sentó ceremoniosamente en la sala y, excusándose, se fue a atender los últimos detalles.
Desde el sillón, el Huérfano podía ver la mesa de aquel primer almuerzo: el mantel bordado, vasos largos para la cerveza como en los restaurantes, servilletas y cubiertos alineados. Mirando en torno, advirtió un jarrón de rosas recién cortadas; brillantes animalitos de porcelana; fotos de familia —rostros viejos, muertos seguramente, que miraban el vacío con tristeza— se sintió extranjero, intruso, en medio de la sala tan ajena.
En la mesa, ellas empezaron a llamarle Alfredo; pero el continuó con un señora respetuoso. Los tenedores de Amparito y Dulce María repiqueteaban produciendo un sonido peculiar sobre los platos, que el Huérfano trataba en vano de no oír. Comió incómodo, sintiéndose observado. En un momento, mordiendo una pechuga, levantó la vista y sorprendió a las viejas, que lo contemplaban casi cruzadas de brazos. Pero tal extremo no se repitió: ellas comprendieron el rubor del muchacho y trataron de no admirarlo tan escandalosamente. Por el rabillo de sus ojos arrugados, la cabeza inclinada sobre la comida para disimular, siguieron vigilándolo, cuidado de q no le faltara cerveza, congris, otro muslo de pollo.
De sobremesa el Huérfano se sintió mejor. La cerveza lo había mareado un poco por falta de costumbre; y había comido en exceso, abrumado por la insistencia de las viejas. Ahora, en el sillón, una tacita de café en la mano, estaba soñoliento y de buen humor.
Hablaron. Alfredo resultó conservador, desmintiendo la imagen solitaria, introvertida, que tenían las viejas de él. Dulce María estuvo locuacísima, con una excitación que no podía reprimir. Amparito sacó el álbum de la familia: ellas rieron y lloraron con las fotos; el Huérfano pasó las páginas calladamente, pensando que un álbum como ese hacía falta en todas las familias.
Como no tenía álbum que mostrar, Alfredo habló de Camagüey. Las viejas asistieron turbadas a la evocación de la madre, de la casita de madera y tejas, del sol y del campo. Habló de la madre como de alguien que no se ha ido totalmente. Habló de Camagüey como si por la ventana de la sala estuviera mirando la llanura.
Dulce María quiso entonces decir algo bonito, algo así como aquí tienes dos madres o nosotras aplacaremos los recuerdos dolorosos; pero le fue imposible formularlo. Se quedó torcida, la boca dispuesta para la palabra, el ademán a medio camino.
Amparito hubiera acariciado el pelo y la nuca del Huérfano, lo suficiente para demostrar que no iba a faltarle cariño en el mundo. Pero se contuvo. Sus manos de dedos finos, arrugadas, pecosas, secas, brutalmente afectadas por el tiempo, permanecieron en los brazos del butacón dejando escapar apenas un temblor levísimo.
Le preguntaron entonces por su vida de ahora; y él sonrió ante el interrogatorio de las viejas, sin molestarse en absoluto. Las dos hermanas oyeron, como se oye un cuento de hadas, hablar del taller; de los tornos que giraban ciegos, sacando estelas brillantes metal. Oyeron hablar de la escuela nocturna, poblada de asignaturas indescifrables, de calendarios de exámenes, de suspensos, aprobados y excelentes de voces, del chirriar de las tizas sobre el pizarrón. Amparito intuyó que en medio del gentío estudioso, entre repasos y pruebas parciales, habría muchachas hermosas de todos los tipos y colores, muchachas de jóvenes y risas blancas y labios frescos.
Alfredo —dijo— usted sabrá perdonar a estas viejas preguntonas; y si soy indiscreta, con decírmelo tiene… ¿La novia suya estudia con usted?
El Huérfano sonrió otra vez, y luego se puso serio un segundo. Movió la cabeza:
—No, señora, ahora no tengo novias. En la facultad tuve una, pero nos peleamos.
Amparito se echó hacia atrás, hasta descansar en el respaldo del butacón. Y miró significativamente a su hermana. Pero Dulce María pisaba otro terreno:
—Yo pienso... —dijo— que a usted, con tanto trabajo y estudio, le hace falta comer bien...
—Yo almuerzo en el comedor del taller y de noche como cualquier cosa.
—Pero “cualquier cosa” —insistió Dulce María— no me parece suficiente. Usted gasta demasiada energía...
Amparito copió al vuelo la idea de su hermana y fue cerrando el cerco. Seguramente él, Alfredo, no cocinaba nunca. A lo sumo se prepararía dos rebanadas de pan con algo adentro. “Y eso no basta”, afirmó Amparito con severidad. ¿Por qué no venía a comer por las noches? Para ellas no significaba ningún esfuerzo extra...
Pero el Huérfano se negó rotundamente. Dijo que él llegaba a horas inoportunas y que no consentiría que otras personas se ajustaran a una vida irregular.
Y no hubo modo de hacerlo entender —ninguna de ellas se atrevía a decirlo- que él no iba a ser jamás una carga para ellas y que, de serlo, se trataría de una carga dulce y luminosa.
Solo aceptó venir el fin de semana siguiente, al segundo almuerzo.
Dulce María se había mudado con Amparito después de la muerte de la madre, cuando sintió miedo en la casona de Pinar del Río, tan cruzada por recuerdos y sombras. Marianao le pareció un lugar sórdido y sucio, lleno de gente vulgar y de radios que gritaban boleros de moda. Sintió que iba a asfixiarse allí, en aquella casita de portal tan bajo, donde reinaba un cuñado que no era tan fino y elegante como parecía desde afuera; un cuñado de mirada hostil, pecho velludo, eructos de sobremesa, calzoncillos sucios en un rincón del baño y otras monstruosidades que sacaba a flote la intimidad.
A partir de estos primeros tiempos en Marianao, Dulce María empezó a ser visitada por un sueño. Era un sueño muy simple, muy pobre de anécdota; pero tenía sus raíces en cierto recuerdo agradable que se remontaba a su adolescencia pinareña. Estaba muy joven—, casi niña, descalza sobre la hierba, durante una excursión dominical al río San Diego. La habían dejado sola unos momentos: la brisa traía el vozarrón del padre y las carcajadas de sus primas y hermanas. Abismada en la contemplación del río, dejaba que el aire hiciera aletear el vestido blanco y el cabello. Entonces se le acercaba por la espalda un joven delgadísimo que le tapaba los ojos. El sueño se iba disolviendo mientras los dedos del joven (el primo Enrique) rozaban cálidamente sus párpados cerrados. Ocurría en el sueño un desdoblamiento de Dulce María, que era espectadora invisible de la escena y — al mismo tiempo— aquella adolescente vestida de blanca, aquella sensación de trémula felicidad.
Cuando despertaba y sus ojos chocaban con el techo de la casita marianense y oía afuera la voz de Tejedor que surgía desde el amanecer en la casa de lado, apretaba los párpados, se arrebujaba más en la casa e intentaba sin éxito saltar otra vez hacia el sueño, hacia la orilla verde del San Diego hacia el primo incorpóreo que había venido del pasado, de la misma muerte, a traerle un poco de belleza.
La noche que siguió al primer almuerzo, vino el sueño y Dulce María observó con asombro que en el rostro de su primo Enrique brillaban los ojos oscuros del Huérfano. Este detalle le  ocasionó una pequeña alegría, porque significaba que en el sueño podían ocurrir cosas nuevas: que no era un sueño terminado y estéril. Tuvo deseos de contarlo a su hermana, pero al fin desistió.
Amparito se había consagrado mientras tanto a planificar el menú del domingo y a hacer algunos cambios en la decoración de la sala. Habló incluso de pintar la casa:
—La gente joven pinta ahora las casas de blanco —dijo—. Todo el interior de blanco. ¿Qué tú crees?
Dulce María meneó la cabeza. “Tú estás loca”, dijo, y se metió en la cocina.
Las dos hermanas habían trabajado muy unidas para el primer almuerzo: cada detalle fue moldeado por sus cuatro manos y pensado por sus dos cabezas, y no hubo discrepancia que no se resolviera en segundos. Aunque en sus íntimas evocaciones del Huérfano se borraban respectivamente la una a la otra, habían actuado en la práctica como una sola persona y por un definido objetivo común.
Los aprestos para el segundo almuerzo no se comportaron del mismo modo. Las hermanas parecían distantes, y hubo conversaciones ásperas. Amparito empezó a decir que el flan del domingo anterior había fracasado por exceso de vainilla y anunció su decisión de ocuparse personalmente del postre para el segundo almuerzo. Dulce María defendió con gallardía su flan, recordando con cuánto gusto lo había comido Alfredo.
—Por cumplido —replicó Amparito.
—El repitió. Y nadie repite de un plato por cumplido —dijo, al borde de las lágrimas Dulce María.
El resultado de la escaramuza fue la confección paralela de dos postres para el domingo. Pero hubo momentos más graves: cuando Dulce María se opuso a la idea de traer las macetas de malanguitas al comedor, Amparito subrayó que aquella casa había pertenecido a su difunto esposo (que trabajó mucho, mucho, por tener casa propia) y por tanto su única propietaria legítima se llamaba Amparo Hernández viuda de Marrero. Esta última afirmación provocó un breve ataque histérico a Dulce María, que amenazó con marcharse a la mañana siguiente.
El clima doméstico estaba cargado de tensiones cuando la noche del jueves Dulce María recibió otra vez su viejo sueño. Esperó, impaciente, que apareciera la figura a sus espaldas. Eran los ojos del Huérfano, y no solo los ojos: los anchos hombros, la cabeza sólida, el pelo negro y espeso. Ya el primo Enrique no existía allí. Y las manos —las gruesas manos del Huérfano— no viajaron como de costumbre a cubrir los párpados de Dulce María, sino que enlazaron su pecho mientras aquellos labios buscaban la línea de su cuello. Dulce María despertó sobresaltada y encendió la luz. Durante unos minutos permaneció sentada en la cama, reconstruyendo cada paso del sueño. Creyó recordar entonces que había visto recientemente una escena similar, casi idéntica, por televisión; y le dio cierta tranquilidad reconocerla y saber que había sido traída a un sueño del exterior — de alguna atrevida película italiana—; que no había nacido de la propia sustancia del sueño. Pero le seguía pesando sobre los senos vírgenes una huella que la acompañó hasta la mañana y que no le permitió volver a dormirse. Cuando amaneció y despertaron los radios de la vecindad y penetraron los ruidos de la barriada que se desperezaba, Dulce María no podía suponer que estaba naciendo el día del segundo almuerzo.
Fue, pues, el viernes, y no el domingo como estaba previsto. Y tuvo que ser de corre—corre, sin mantel bordado, ni cerveza, ni ceremonias. Hubo que freír huevos, calentar unos frijoles de ayer y poner una jarra de agua fría en la mesa. Porque el Huérfano, en un par de días se iba lejos, más allá del mar, y había venido a despedirse.
Amparito recibió la noticia en pleno rostro, como ese golpe traidor del viento que nos sorprende al doblar de la esquina.
Dulce María le dio dos vueltas a la casa fingiendo que buscaba su delantal de hule y al fin salió al patiecito, donde —en medio de la ropa colgada— se le soltó el pecho a llorar. Miró entre lágrimas el pedazo de cielo azul cuadriculado por las tendederas, una mujer que bañaba a su hijo en el traspatio, el gato del vecino dormitando sobre el muro, y todo le pareció digno de ser llorado. Allí volvió a sentir en los senos la huella cálida del sueño, y el llanto histérico fue desplazado por un llanto más hondo. Amparito se sentó frente al Huérfano, tomándolo duro por las manos, tratando de entender aquella alegría y —sobre todo— tratando de entender aquel viaje de una brigada seleccionada, aquella construcción de talleres en un país inimaginable, aquellos dos o tres años de que habla el muchacho como si fueran un suspiro.
“Es una cosa grande, señora, ¿No se da cuenta?”, repetía el Huérfano, que ya se sentía estrecho entre los animalitos de porcelana y las fotos de familia y el corazón de Jesús, y quería correr a despedirse de otros amigos, y a respirar el aire de la calle para que el tiempo pasara rápido y llegara el momento de partir. Devoró los huevos con un gran pedazo de pan y luego se tomó un vaso de agua fría sin querer probar los frijoles. Fue triste para Dulce María y Amparito contemplar cómo se desaparecían los huevos en la boca del Huérfano, cómo cada bocado era un paso hacia el final, cómo el segundo almuerzo se convertía en el último.
Tuvieron que dejarlo ir, después de abrazarlo por primera vez y de anotarle la dirección exacta en un papel. A través de la ventana lo vieron alejarse, cabalgando como una fuerza enorme sobre las rosas.


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[1] Publicado en www.ecured.cu

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