Felipe Arroyo Gonzalez
(Pinar
del Río, 1955). Narrador y poeta. Ha obtenido diversos premios y menciones,
entre ellos el Hnos. Loynaz en el género poesía, 1994 y narrativa en 1997. Ediciones
Loynaz ha publicado sus títulos Kwansas, barajas y anillos de humo (1998)
y Árbol de agua peregrina (2005). Textos suyos aparecen en las
antologías De la Ciudad, Estación poética (2002) Ediciones
Loynaz, Letras de la Conjura (2002) Editorial Dunken, Argentina,
y Antología de Poesía cósmica de Pinar del Río (2005) Frente de
Afirmación Hispanista AC (2007). Sus poemas y cuentos aparecen en las
revistas Cauce y La Gaveta.
a………………………………………………..........................…………………………………….b
Déjame que te cuente, limeña
Ed. Loynaz, Pinar del
Rio, 2009.
I
Eduardo, perplejo, confundido, no supo de momento qué
responder cuando Valerio le soltó a boca de jarro si estaba loco o se quería
divertir a su cuenta, pero al ver la mirada de su amigo, el tono en que había
pronunciado sus palabras, le pidió disculpas. Estaba pensando en otra persona,
agregó, por quien quería preguntarte era por Sandra, sabes que somos uña y
carne. El rostro de Valerio se relajó y él aprovechó para servirse un trago que
se bebió de un golpe. Si Valerio decía no conocer a Marisa Salavery, entonces
algo no andaba bien y era para preocuparse. El neurocirujano que lo atendió en
Italia le había dicho que, a pesar de las contusiones y los días sin
conocimiento, su cerebro, por un milagro, no se había afectado. Los exámenes
habían dado negativos, por lo que no debía confrontar problemas en lo adelante.
Eso sí, debía chequearse periódicamente. Nunca se sabe con las secuelas.
Valerio, a punto de despedirse, menciono de nuevo a Marisa,
si trabajaba en la Academia o era una amiga que él no conocía. Eduardo capto
cierta ironía en sus palabras, al recomendarle que anduviera con cuidado, el
cerebro era algo muy frágil. Lo tomó con calma, al fin y al cabo, su amigo se
lo decía con ánimo de prevenirlo. Le contestó que habla sido un lapso, a
cualquiera le pasa, pero tuvo una impresión desagradable, no miedo, tal vez
susto, e hizo lo posible porque su rostro no reflejara ninguna inquietud, como
si lo sucedido fuera algo trivial. Lo de Marisa era una historia, que le
contaría en otra ocasión. De todas formas tenía que ir al hospital, ponerse en
contacto con un amigo de su padre, buen médico, para que lo atendiera
periódicamente. Había traído su historia clínica. Todo estaba bajo control.
Despidió a su amigo en el portal y lo vio alejarse en la
semipenunbra de la calle, ya desierta a esa hora de la noche, y se quedó
pensando si Valerio en verdad no le había prestado importancia al asunto como
le dijo, si aparentó, o en realidad se fue con la idea de que algo no
funcionaba bien en su cabeza. Pasó mucho tiempo cavilando, dándole vueltas a la
historia antes de dormirse. Era como para volverse loco. De no existir Marisa
Salaverry, si era un producto de su imaginación, por qué se acordaba de tantos
detalles, por qué se le aparecían tan diáfanos, tan claros los recuerdos. Uno
sabe cuando sueña. El recuerdo de un sueño nunca es igual que el recuerdo de
una vivencia. Todo se hallaba allí, en su cabeza, en un orden preciso,
cronológico. Con Marisa en el trabajo, en el postgrado, en su casa, en las
calles que recorrieron juntos. Marisa Salaverry, peruana, arquitecta, que por
casualidad o porque así es el destino llegó en compañía de su madre, casada con
Julián Valderrama, diplomático cubano, que sufrió un ataque cerebral y quedó
parapléjico, por lo que tuvo que regresar a Cuba y Teresa junto con él, que no
lo abandonó hasta el momento de su muerte, y que después decidió quedarse,
porque según ella le había tomado el gusto a este lugar, tan diferente de
París, Lima o Méjico DF, fíjense qué contradicción. Marisa creció aquí, se
graduó y comenzó a trabajar en la Empresa de Proyectos de la Construcción y por
razones de incomprensión con uno de sus jefes, vino a parar al Instituto de
Planificación Física, al departamento donde él trabajaba. Marisa, medio
bohemia, con unos ojos oscuros de un brillo inconfundible, cuya mirada hacía
parpadear a los hombres. Inteligente y de una elegancia sencilla, envidia de
muchas mujeres del instituto; por eso y por no caer en el círculo de sus lemas
Favoritos; amiga de Sandra y ligada a él de forma algo extraña, lo reconocía.
Ahora todo eso amenazaba por convertirse en polvo y él que ya se creía curado,
se daba cuenta de que no, que su amor ahora dejaba los predios terrenales para
instalarse en un terreno puramente especulativo.
No durmió bien. Cuando se levantó fue directo al baño. EI
agua fría borraría el malestar producto de ese sueño extraño que aún le daba
vueltas en la cabeza. Marisa frente a él diciéndole es cierto, no es más que
una broma, yo no existo, lo siento, yo no existo. Salió de la ducha y le vino
una frase a la mente: hasta qué punto la realidad es la realidad y no un ángel
que fragmenta los espejos, de alguien conocido, Manuel González Bustos, le
parecía. Y tuvo miedo mirarse en el que tenía delante. Desde la cocina le
llegaba una combinación agradable de olores, café recién colado, leche que
hervía. Se acercó y su madre en medio del ajetreo le preguntó si ya quería
desayunar. Lo hizo de pie, recostado a la meseta, oyendo las últimas novedades
del barrio, sin prestarle mucha atención, ocupado en ese maldito sueño que no
podía apartar de su pensamiento. Terminó con la leche, tomó agua, se sirvió una
taza de café, le dio un beso a la madre y ella inquirió si vendría a almorzar.
Le tomó la cabeza entre sus manos y besándola en la frente le contestó que por
supuesto, aún no se le acababa la nostalgia de su sazón, de los frijoles negros
bien cuajados, estaría de regreso antes de la una.
Salió a la calle y le pareció una mañana espléndida, a pesar
del calor que ya se hacía sentir. Recorrer esas calles nuevamente le traía un
aire de añoranza, de Marisa caminando a su lado, a veces, colgada del brazo
cuando quería mostrarle algún detalle interesante, una figura de yeso, un
frontispicio con motivos renacentistas, una marca de estilo de un arquitecto
conocido. Ahora se aclararía todo, cuando llegara a su casa. Sintió que lo
invadía una especie de miedo, un temor solapado que cosquilleaba en su sangre.
Miraba las fachadas, las columnas, e inconscientemente las clasificaba: de
medio cuerpo dórico y medio corintio; jónicas enanas, cariátides de cemento,
tímidas ilustraciones o degeneraciones de un Vignola compulsado por cuanto
maestro de obra contribuyera a extender la ciudad, según el parecer de Alejo
Carpentier. ¿No fue Marisa quién le enseñó a mirar esa ciudad de un modo
inteligente, una visión como lo proponía el maestro brasileño, Niemeyer? ¿No
fue ella quién le habló de la quema en público del Tratado de los cinco órdenes
del mencionado Vignola, por un grupo de estudiantes en protesta por los métodos
anticuados en la enseñanza de la Arquitectura? ¿De dónde salió todo eso? ¿Hasta
qué punto es poderosa la mente humana que puede hacer aflorar asuntos
insospechados y meter a uno por caminos impredecibles?
Se terminaban los preparativos para la celebración del
carnaval dentro de un par de días, pero Eduardo no tenía mente para eso. Sin
reparar en los obreros que trabajaban en los kioscos, estrados y tarimas,
embebido en sus pensamientos, caminaba con la mirada ausente, sabiéndose cerca
de su objetivo.
Se detuvo justo al frente de la casa de Marisa y tuvo un
estremecimiento. Allí estaba la imagen del dragón tumbado a los pies del
caballero que alzaba su lanza, victorioso. Esa fue la explicación que le dio la
primera vez que lo llevó. La fachada cubierta de tortas de cemento que
semejaban mazorcas de maíz y que bien se podrían asociar a grandes escamas,
vistas desde cierta distancia; en el frontispicio una cabeza de hombre cubierta
por un yelmo (a Marisa no le gustaba porque la cabeza era de un soldado romano.
Según ella, debiera haber sido un casco de caballero español, que era un
elemento cultural más cercano a nosotros); a la izquierda, una torrecilla
arreglada como estudio, lugar preferido de ella y su madre, un sitio
encantador. El conjunto visto desde la acera de enfrente, era eso. A los
edificios había que mirarlos con ojos de poeta, para descubrir la belleza de
las formas, y no es que la arquitectura se redujera a eso, igual valor tenían
la función o el uso de los materiales disponibles, aclaraba. Cuando tocaba el
tema, yo para mortificarla, aludía a los sistemas constructivos actuales,
construcciones prefabricadas que únicamente se podían comparar con grandes
cajas de zapatos. En esos momentos fruncía los labios y me decía mejor no
hablar de eso. Luego me comentaba: Mira, desde el Siglo I, el tratadista romano
Vitrubio fijó las tres condiciones básicas de la arquitectura: Firmitas,
Utilitas, Venustas (resistencia, funcionalidad y belleza), se soplaba las uñas,
y se reía, -para que entendiera que su alarde de conocimiento no era
autosuficiencia-, sentencia que muchos por aquí han ignorado y todavía ignoran.
Luego se ponía seria y concluía, es una lástima, algo que en el futuro no nos
van a perdonar. Bueno, se ampliaba, a ustedes, porque yo no soy de aquí. Y
había en sus ojos un destello de tristeza.
Eduardo cruzó la calle y abrió la verja del portal. Su
corazón latía de prisa y tardó unos segundos en oprimir el botón del timbre.
Una mujer entrada en años, algo gruesa abrió la puerta y al verla supo cuál iba
ser su respuesta, no obstante, preguntó por Teresa, agarrado a una mínima
esperanza. Por supuesto que la mujer no la conocía, tal vez le dieron mal la
dirección y él que no, que estuvo fuera un año y le habló de permuta y ella que
no, que hace unos meses se había mudado, la casa se la dieron al marido que era
funcionario del Partido y no habla oído a las vecinas mencionar a la tal
Teresa. Se disculpó, lamentaba haberla molestado y ella que no tenía
importancia. Salió y estuvo un momento recostado a la pared dominado por la
incertidumbre, cierto dolor en el pecho y un sentimiento de frustración que se
manifestaba corno un latido en las sienes. La cabeza le parecía una caldera en
ebullición. Necesitaba poner en orden sus ideas. Ir a un siquiatra le dijo
Valerio. Pero antes él tenía que indagar, no darse por vencido, encontrar una
respuesta.
Cruzó la calle y desde la acera se volvió a mirar la casa.
Un mar de confusiones lo recorría y pensó que lo mejor sería irse al “Doce
Plantas”, embriagarse y meditar, no importaba que fueran las nueve de la
mañana.
Llegó al bar, pidió media botella de ron y sentado en uno de
los pullman del centro, la mirada perdida en el rojo reverberante de los
tejados de esa parte de la ciudad, se dispuso a un recuento de su vida en el
tiempo transcurrido desde que se divorció de Moraima basta que salió para
Italia. Un ejercicio de la memoria que lo ayudaría sin lugar a dudas.
II
Una pelota de básquet pasa tras las espaldas, vuela por
encima de las cabezas, rebota en la calle. Eduardo, frente al Instituto, prende
un cigarro mientras observa a los muchachos que se dirigen, bullangueros, a la
sede universitaria. Tiene deseos de seguir tras ellos, dejar a un lado las
preocupaciones, el accidente, la ruptura con Moraima, el encuentro con Ángela.
Recuerda la conversación con su padre un par de noches atrás:
-El problema es que estás madurando.
-Vamos, viejo, tú mejor que nadie sabes que la madurez,
suponiendo que exista, es en último término una hipocresía. Eso me lo dijo
Oliveira en Rayuela.
-Acabas de tomarte el primer trago, y ya estás con el juego
de las frases. Ya te he dicho que eso puede atrofiar tu capacidad de tener una
opinión propia. Estoy hablando en serio. Digámoslo, entonces, de otra forma: Te
estás convirtiendo en un adulto.
Dio una pitada al cigarro, la mirada en las fintas de la
pelota tras los pinos del parterre. Y los reproches de su madre porque fumaba
demasiado.
-No digas eso, vieja, una cajetilla me dura dos días.
-Con más razón. Lo puedes superar sin dificultades.
“Superar”, una de esas palabritas que rechinaban en sus oídos.
“Superar los problemas”; ‘superar las metas”. Otras frases aparecieron en su
mente: “Los factores que integran la reunión”; “política de cuadros”. Se detuvo
a mitad del corredor que conducía al patio de donde llegaban los rumores de la
fiesta. ¿qué le sucedía? ¿Acaso era semiólogo? ¿Desde cuándo le interesaba la
etimología? Se estaba obsesionando por cualquier idea tonta.
Debería tener más cuidado. Sacó un cigarro. La imagen de su
madre junto con aquellos versos, me estoy quedando a solas con mi alma, siento
como la muerte me mira fijamente, de cuyo autor no lograba acordarse. Tercera
ocasión que aparecían. La primera tuvo lugar cuando se alejaba del puerto de
Gerona, a bordo del “Isla de Pino”. Acodado en la borda, repasaba lo sucedido
en los dos días que hubo de permanecer en casa de Moraima para resolver el
asunto del divorcio. Las palabras fueron como una visión.
Las vio flotar en el relente de la tarde, con un ligero
resplandor dorado, mientras el barco salía a mar abierto, alejándose, lento y
pesado, de la desembocadura del río. La segunda ocurrió la noche de la
conversación con su padre. Vivir es pensar -le dijo-, y a veces, atravesar esa
frontera donde vivir y pensar se funden. Camus. Su padre no escapaba de las
frases hechas, pero no lo interrumpió. Tu vida recién comienza -continuó-;
cuando llegues a mi edad verás que la experiencia no es del todo agradable.
Volver muchos años atrás y ver cuántos proyectos incumplidos, cuántas torpezas
no superadas. Pero, ojo, la certidumbre de vivir es una recompensa y el derecho
a la ilusión el más preciado de los tesoros. Lo último era de un poema de
Felipe Arroyo, su vecino.
Eduardo no pudo reprimir el esbozo de una sonrisa. Sin
dudas, un discurso hermoso, su padre era un poeta.
Ahora comprendía. Los versos eran una señal, acostumbrarse a
vivir con la muerte, Camus. Gracias maestro, gracias padre. Por eso la mirada
cargada de nostalgia a los muchachos en la calle. Regresó el cigarro a la
cajetilla. Somos hijos del tiempo, concluyó, ¿no es eso maestro? Y salió al
patio.
Interpelado desde varios puntos, hizo un gesto vago con la
mano, y sonriente, pasó la vista por los grupos en busca de Valerio que, desde
una esquina, le hacía señas.
Pidió una cerveza en la cantina donde estaban, como siempre,
los del sindicato.
-¿Es verdad que te enredaste con un tiburón?
— Mala información, hermano. La gente exagera.
-¿Qué te pasó entonces?
-Te vas a enterar, no te preocupes.
Llegó a donde Valerio. Luego de apretones de manos, besos,
disculpas, la tarde era el personaje célebre, todos querían informarse. No era
común un accidente de aviación en el mar. Y descartada la tragedia, tendría que
aceptar los comentarios irónicos, el choteo, como un actor de la Grecia
antigua, la máscara que escondiera la realidad de sus sentimientos; y no
reprochaba semejante actitud, él también era así, pero pensó, dado el caso, ya
quisieran
ustedes haber estado en mi pellejo.
Valerio lo recibió, eufórico. Ven, siéntate, cuenta. El
grupo lo completaban Arzola y Cabrera con sus respectivas compañeras. Después
del saludo, Eduardo le dio a sujetar la cerveza, ya verán, se le había ocurrido
una idea, hoy tenía el teatro montado.
Fue hasta donde se encontraba el encargado de la música y le
pidió que apagara la grabadora, tenía algo que decir. Se situó en el centro del
patio y reclamó la atención, lo disculpara la Dirección y el Sindicato, pero
como todos al parecer ardían en deseos de conocer los detalles de lo ocurrido
en su viaje a la Isla de la Juventud, haría el cuento en público, no iba a
pasar la tarde repitiendo la historia de un lado para otro. Quería divertirse,
relajar la mente. Esperaba que fueran comprensivos.
a………………………………………………......................……………………………………….b
De la antología Hacer el cuento
Selección
de autores pinareños. Editorial Cauce. Año 2012
KWANSAS, BARAJAS Y ANILLOS DE HUMO
Por quinta vez, a horcajadas sobre la cama, Raimundo forma
el solitario. A medida que saca las cartas, se va dando cuenta de que en esta
ocasión tampoco lo conseguirá; sin embargo, insiste. As de bastos fuera. Sota
de oros, cuatro de espada, cinco de copas. Un tres de espada. Menos mal,
piensa. Lo coloca debajo del cuatro de oros. Repite el ciclo y nada, se ha
cerrado el juego. Recoge las cartas y se vuelve hacia Ignacio, que en la litera
contigua se entretiene haciendo anillos con el humo del cigarro.
—Dale agua a esa baraja, compadre, a ver si me das suerte.
Ignacio toma el paquete luego de colocar el cigarro en una
esquina de la boca. Raimundo mira el anillo detenido momentáneamente entre los
dos. Nunca he podido con eso, piensa, y la frase es una rampa de lanzamiento
hacia otras coordenadas en el tiempo.
Ignacio balancea el pie fuera de la cama como si marcara el
compás de una música que solo él puede oír y Raimundo recuerda esa posición
allá en Malanje, tumbado sobre la hamaca, intentando formar, sin lograrlo, un
anillo igual a ese que flota ahora ante sus ojos. Nunca voy a librarme de los
efectos de aquella historia absurda. Un destello en su mente. ¿Y si la contara?
Podría funcionar como un despojo, un exorcismo. Eso. Contar la historia.
Sacarla a la luz. Cambia de posición, se sienta de frente a Ignacio, que le
entrega las cartas y sopla el anillo que sube lentamente, largo como un
buñuelo, y se deshace contra una de las barras de la litera.
—Oye, Ignacio. Voy a decirte algo que ocurrió cuando estuve
en el aeropuerto de Malanje. No se lo he contado a nadie porque parece una
bobería, pero reconozco que me afectó bastante. Tal vez comprendas por qué no hago
pacotilla, ni voy a la candonga, ni converso con los faplas.
— Vaya, tiempo de confesiones. Dispara sin lío.
Raimundo pone las cartas a un lado, busca un cigarro y luego
de una larga pitada, comienza aquella historia que al final a Ignacio le
resultó un tanto extraña.
Nuestra compañía ocupaba la parte sur de la pista. Del otro
lado de la trinchera de contención, el terreno, cubierto de malezas, descendía
unos centenares de metros hasta la línea del ferrocarril bordeada por un
extenso bosque de eucaliptos. La ciudad quedaba a un lado del aeropuerto y la
línea era un camino de constante trasiego. A diario íbamos hasta allá y nos
sentábamos bajo unos arbustos para candonguear, admirar a las mujeres con niños
amarrados en la espalda y aquellos increíbles haces de leña sobre la cabeza,
conversar con los hombres, aprender el idioma. En fin, evitar el gorrión, pasar
el tiempo.
Juan Carlos, Mantilla, Heriberto y yo. El piquete de
siempre. Comenzábamos a relacionarnos con algunos de los que pasan
habitualmente por allí. José era uno de ellos. Yo lo había dicho: Voce vai me ensinar kimbundu. Todos los
días copiaba frases en una libreta. Serviría de algo en el futuro cuando
fuéramos por los quimberios. Hasta canciones aprendí.
Por aquel entonces, no teníamos mucho con qué candonguear.
Cigarros, latas de sardinas de cuando la última caravana, algunas prendas de
vestir: medias, calzoncillos, camisetas. Una vez José, con algunos tragos de
coporoto encima, quiso comprarme la chapilla. Medio en broma, medio en serio, lo
acusamos de unita. Lo llevaríamos preso a la milicia. Conocíamos muy bien como
era eso. Para la UNITA, estar en posesión de una chapilla equivalía a un cubano
muerto. Se pagaba bien. La acusación asustó a José. No, no, no, unita, no.
Estuviera loco, comprendieran los camaradas. Deseaba la chapilla como un
recuerdo de sus amigos. ¿Y querías comprarla? A nosotros no nos engañas. Juan
Carlos se quedó pensativo. Después nos dijo que sería tremendo negocio vender
chapillas, total, luego las hacemos de las bandejas de comida, que son del
mismo material. Te imaginas, a cincuenta mil cada una. Pero yo, ni pensarlo.
Eran nuestro carnet de identidad. Había que tener orgullo. Sería como vender el
alma al diablo. Con eso no se jugaba. A menudo, dábamos a la gente lo que nos
sobraba del almuerzo. Tú sabes el hambre que se pasa aquí.
Y esa fue la causa del problema entre nosotros. Yo quería
vender dos latas de sardinas para comprar un juego de barajas. Cuando José las
vio, me pidió que se las regalara.
—Este tipo está confuso —dijo Juan Carlos—, primero que le
vendiera la chapilla. Ahora que le regales la sardina. ¡Ya jode!
Yo quería trecientas kwanzas. El no tenía dinero. No nos
poníamos de acuerdo y le propuse un trato. Le daría las latas y dentro de dos
días me traería las barajas. El rostro de José se iluminó y Juan Carlos no
estuvo de acuerdo con el negocio.
— ¿Le vas a regalar la sardina?
— No, se las cambio por un juego de cartas.
— No te confíes. Estos negros son una trampa.
José intervino: no habría problemas. Juan Carlos movió la
cabeza y se encogió de hombros:
— Allá tú.
— No sigas contando, el prieto te jodió. Si tu socio estaba
claro. A ti nada más se te ocurre hacer tratos con esa gente.
La expresión de Ignacio le recordaba la sonrisa irónica de
Juan Carlos cuatro días después del negocio.
— Anda perdido tu amigo.
Nos encontrábamos en el lugar de siempre, bajo los arbustos.
Fue entonces que Mantilla propuso aquello de llevar a cabo una exploración en
la profundidad, según sus propias palabras. Ir más allá de los eucaliptos. La
zenzala. La misión metodista. Interesante, ¿no? A lo mejor nos tropezamos con
el tipo, le hizo un gesto con la cabeza hacia mí.
— Eso queda lejos —dijo Juan Carlos.
— ¿Tienes miedo? —Mantilla se había plantado delante de él,
provocativo.
—Yo no como eso, bróder, pero no sabemos cómo son las cosas
por aquí.
—¿Unitas en la zenzala? —Mantilla seguía provocativo.
—Nadie sabe —Juan Carlos se pasó la mano por el mentón y
luego contestó: —Está bien, vamos. Para que no te quedes con la duda. Mantilla
nos encaró. Da lo mismo, dije. Y Heriberto: No hay lío.
Salimos al día siguiente, después del almuerzo. Averiguamos.
Caminar hasta donde se acaban los eucaliptos. Tomar el camino a la derecha.
La zenzala resultó ser un lugar aburrido. Un montón de casuchas
entre matas de aguacate a ambos lados del camino. Algunas mujeres en sus
trajines domésticos, muchachos barrigones, curiosos, desconfiados. Cierto
recelo en el ambiente nos hizo seguir de largo.
La misión metodista ofrecía otro aspecto. Era como un oasis
en medio de aquel mar de hierba amarilla. Bellos jardines, árboles frondoso con
bancos alrededor que invitaban a disfrutar de la sombra y la meditación,
sobrias construcciones con portales de varios arcos, moradores mejores vestidos
que los de la zenzala y como allá, el mismo aire cargado de recelo y
desconfianza. Nos marchamos enseguida. No queríamos causar mala impresión, ni
parecer impertinentes. Quizás para la próxima.
De regreso, elegimos un sendero que desviaba a la izquierda
antes de llegar a la zenzala. A lo lejos, como referencia, se divisaba el
bosque de eucaliptos. Mantilla cantaba una de aquellas cómicas guarachas que
solo él se sabía: “Palo, palo, palo / palo palito, palo eh, eh, eh, eh / palo
palito, palo eh”. Heriberto opinaba que los metodistas debían recoger a los de
la zenzala y yo que sus motivos tendrían para no hacerlo. Y Juan Carlos: seguro
que no hay cama pa’ tanta gente.
Por fin la frescura de los eucaliptos y Heriberto propone
desplazarnos en silencio, preparados para tratar de cazar algún mono. Cara de
mono tienes tú, soltó Mantilla riéndose. Ni que los monos se cogieran como se
coge un pollo en un gallinero. Heriberto le tiró un manotazo que el otro
esquivó a tiempo y entramos al bosque en fila india. Juan Carlos a la cabeza,
seguido por Heriberto Mantilla y yo. Por el sendero se acercaba un hombre.
— No me lo tienes que decir. El tipo de las barajas.
— Mira quién viene por ahí el caballero de París.
El tono de voz de Juan Carlos era insidioso. José se detuvo.
Miró hacia atrás y de nuevo hacia delante. Obviamente, el grupo lo había
sorprendido. Sonreía, saludaba, se inclinaba una y otra vez. Todos me miraban.
—Sigan ustedes, es un problema mío.
José se deshacía en excusas mientras yo pensaba en lo que
iba a decirle, en la sonrisa burlona y la mirada cargada de ironía de Juan
Carlos cuando se le alejaba.
Me acerqué a José. Habíamos hecho un trato y lo había
incumplido. Me sentía molesto. Además, quería probar una tesis: confié en ti y
mira el resultado. Te esfumaste. Tal vez pensarías que nosotros nunca
pasaríamos del otro lado de la línea, ni saldríamos de nuestros dominios. Un
cambio de ruta resolvía el problema. Qué duro eres, creer que te librarías de
nosotros.
— ¿Nao, José. Agora o qué voce vai fazer?
Por su culpa, Juan Carlos me tenía jodido. Le pedí las
barajas. Nada trecientas kwansas, entonces. Ni hablar. Era un asunto perdido.
De ahí la idea de asustarlo. Ojalá nunca hubiera hecho tal cosa, descolgué el
fusil y lo encañoné. Me había ofendido, puesto en ridículo. El honor estaba en
juego. Y eso se pagaba caro.
—Prepárate a morir, José.
Al principio, no lo entendió. Movió las manos como si dijera
adiós y le recalqué que no era brincadeira y para que estuviera seguro cargué
el fusil. El ruido del cerrojo lo hizo saltar. No se oía ni el canto de los
pájaros y el ruido metálico subió hasta las ramas de los eucaliptos. Yo tampoco
pude evitar la conmoción. No olvido los ojos de José agrandados por el miedo,
el nerviosismo en su voz, voce nao pode,
voce nao pode, sin atinar a decir otra cosa. Le apunté con el fusil. José
cayó de rodillas. Era jodedera, lo confieso. Solo quería asustarlo y lo
conseguí. Pero estuve a punto de halar el gatillo. Por la imagen de Juan Carlos
en mis pensamientos. José dijo entonces que yo no podía disparar porque de
hacerlo seríamos iguales que los suda. La palabra me llamó la atención.
— ¿O que é suda?
Sudafricanos, bróder. Fue como si me hubiesen tirado un cubo
de agua fría. Eso no lo esperaba. Por un momento, la vista se me nubló. Bajé el
fusil, le puse el seguro y lo volví a colgar del hombro, con el cañón hacia
abajo. Solo alcancé a decirle, ve embora, José, ve embora y ojalá no te vea más
nunca.
—Coño, compadre, creí que lo ibas a matar de verdad. Pero si
la cosa quedó ahí, no sé cuál es tu problema.
—La comparación, bróder, la comparación.
—No entiendo ni jota.
—Olvídalo. Ni importa.
Raimundo ha salido a la línea férrea y camina con desgano,
las manos en los bolsillos, la vista fija en los polines. ¿Cómo es posible que
fuera capaz de una cosa semejante? El hecho de tener un arma no da derecho. A
eso llaman abuso de poder. ¿Pueden dos latas de sardinas tener más valor que la
vida de un hombre? Siento asco del fusil, deseos de destruirlo. Y si no lo
haces es por las consecuencias. Pertenezco al ejército, un ejército como
cualquier otro. ¡Ah, José! De repente todo ha cambiado. Un MIG 29 corre por la
pista y levanta el vuelo. Raimundo lo sigue con la vista hasta que se pierde.
Deben ser más de las cinco de la tarde y todavía se combate en Mussende. Esa
base UNITA ha costado trabajo. El cerco tiene varios kilómetros de radio,
dicen. Cubanos, faplas, swapos. Fuego y metralla por tierra. Fuego y metralla
desde el cielo. Recuerda la batalla de Cangamba. Entonces los cercados éramos
nosotros. El infierno compartido. La guerra, dios mío, qué gran mierda.
Lo estaban esperando a la entrada de la cabaña. Juan Carlos
fue el primero en preguntar: ¿Cómo fue la cosa, resolviste algo? Raimundo se
limitó a un bien para la primera parte de la pregunta y un sí para la segunda.
Siguió de largo y entró en la cabaña. Colgó el fusil junto a Ia mochila y se
tiró en la hamaca. Los otros entraron detrás y lo rodearon. Cuenta, compadre,
¿Devolvió el dinero?, ¿y las barajas?
—No pasó nada, señores, es un caso cerrado.
Déjenme tranquilo y no jodan.
Varios días se mantuvo Raimundo silencioso, apartado del
resto del pelotón. Tremendo gorrión, decía la gente, como si hubiera recibido
la noticia de que la mujer le pegó los tarros. Juan Carlos, Heriberto y
Mantilla sabían la verdadera causa: algo muy grave le había sucedido con José
para que andara de esa forma. Hasta dieron una vuelta por el bosque, pensando
lo peor. Con los días se le fue pasando, aunque su mirada ya no era la misma. A
nadie contó la conversación con José y juró no volver a la línea. Sin embargo,
faltaría a su palabra.
Hacía una semana que había comenzado la construcción de los
refugios. Mientras tanto, para ir resolviendo, improvisaron chozas a lo largo
de la trinchera. Juan Carlos, Mantilla, Heriberto y Raimundo encontraron unas
planchas de zinc y levantaron aquello que bautizaron como Ia cabaña. Adentro
clavaron unos postes y colgaron las hamacas. Cuando Juan Carlos entró Raimundo
intentaba, sin conseguirlo, hacer un anillo con el humo del cigarro.
Fue hasta un sitio y mientras registraba en la mochila, le
dijo: Oye, Raimundo, José te busca allá abajo, en la línea. ¿Qué José?, había
contestado, sin prestar atención a las palabras de Juan Carlos, que se le paró
delante: No te hagas el bobo. Raimundo recapacita, su pensamiento andaba
ocupado en los anillos de humo, que debía ser truco de las películas. Claro,
que José podía ser sino aquel condenado que había puesto todo patas arriba
dentro de su cabeza: la vida, los hombres, la guerra, la política. Se empeñó en
olvidar el asunto, pero por lo visto, iba a ser imposible. ¿Para qué querrá
verme José? Está bien, dice. Se levanta, coge la camisa, pero cambia de idea y
la tira sobre la hamaca. Juan Carlos se sienta en la suya y le entrega cuatro
cajetillas de cigarro: dáselas a Mantilla. Los ojos le brillan de malicia, su
socio José de nuevo en el ambiente, ¿no?, agrega, y suelta aquella risita que
tanto incomoda a Raimundo: Cualquier día me voy a enredar con ese tipo.
Fuera de la cabaña se despereza, estirando los brazos hacia
el cielo, despejado, de la tarde. Se encamina al lugar donde han puesto una
tabla para cruzar por encima de la trinchera y siente a su espalda el ruido de
un avión. El Boeing de las líneas aéreas angolanas ha despegado y mientras lo
mira piensa en el día en que dejará esta tierra para siempre. Y respira
profundo.
Sentados bajo unos arbustos, Heriberto y Mantilla conversan
con dos angolanos. Uno de ellos es José, que al verlo, lo saludó con muestra de
gran alegría. Raimundo no entiende esa reacción después de lo sucedido entre
ellos.
— Ainda voce esqueceu,
José?
— Nao, primo, mas eu quero te dar isto —y le muestra
un paquete de barajas.
Raimundo lo mira y chasquea la lengua, molesto.
Muito obrigado, dice, já nao preciso delas. Le entrega las cajetillas de cigarros a Mantilla
y se va sin despedirse de José, que se rasca la cabeza con aire confundido.
a………………………………………………......................……………………………………….b
Del libro De
la ciudad, una estación poética
Antología.
Ediciones Loynaz, 2002.
SALIERI
Mozart entre la tos y la
fiebre
escribió su gran misa
mientras por las calles de
Viena
un encapuchado de sonrisa
sarcástica
se frotaba las manos.
Yo lo he visto entrar por la ventana
rondar
mi lecho
acabar
con el sosiego
cuando
la noche se convierte
en
el peor de los enemigos.
Qué difícil escapar entonces de ese Salieri
frotándose
las manos por las calles de Viena
mientras
Mozart entre la tos y la fiebre
escribe.
Siete columnas sostienen
el milagro de la tarde
siete flechas del Dios niño clavadas en su costado
siete cadenas sujetan el
horizonte a la piedra de mi pecho
sueño
de la luz sobre la piel del agua.
Cuerpo de la lluvia
cuerpo de mujer enamorada
mira tu hijo
árbol
de agua peregrina que se alimenta
con pedazos de nube
transparencia del sueño que anida su diamante
bajo
mis ojos.
a………………………………………………......................……………………………………….b
37
Árbol de agua peregrina
siete diosas que aman a
deshora
siete caminos traza la luz en mis pupilas.
De mis manos brotaba la
luz y rodaba
como dado de Job sobre las
multitudes
crucé un bosque muy denso
para ir donde mi corazón
del otro lado
aguardaba humeante de
alegría
creí haber llegado al
origen de los sueños
y resulta que me balanceo
sobre la tela de los
inquisidores
ahora estoy despierto y
quisiera
compartir la paz que emana
del rostro de mi hijo
cuando duerme
ser un hombre que mira la
televisión tranquilo
mientras espera un simple
amanecer sobre las cosas
ahora estoy despierto y me
alarman
esos vidrios que se rompen allá
dentro
de mis ojos.
a………………………………………………….....................…………………………………….b
Comentarios
Publicar un comentario