Isbel Díaz Torres
(Pinar del Río, Cuba,
1976) es Licenciado en Biología, miembro de la
Asociación Hermanos Saíz (agrupación
de jóvenes escritores y artistas cubanos), colaborador destacado del Grupo Ala
Décima y graduado de
la primera promoción del Curso-Taller Historia y Práctica de la Creación
Poética (2003-2004). La compilación poética que reúne a los egresados de ese
curso bajo el título Bienaventurado
el árbol que camina, publicada por Ediciones Extramuros, se inicia
precisamente con textos poéticos suyos. Ha merecido varios reconocimientos por
su obra en versos, entre ellos el Premio
“Palma Real” 2003, de la Casa de la Cultura Cubana en Torino, Italia; Mención
Premio “David” 2004, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba; Mención “1º
Juegos Florales del SXXI, Montevideo, Uruguay” 2004; Tercer Premio IV concurso
nacional Ala Décima 2004; y el Premio
Especial Ala Décima en el IX concurso Regino Pedroso (2004) con su poema Alegato del
epígono. Ha publicado
en varias revistas y periódicos nacionales, así como en boletines digitales y
sitios web. Su libro de poemas Oboe vio la luz en el 2005 por Ediciones
Extramuros.
Ha sido incluido en la Antología de Poetas
y Artistas Cubanos, Diana Edizioni en 2009[1].
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Selección publicada en www.artepoetica.net
Hoja
Oh pedaço de mim
Oh mitade amputada de mim
CHICO BUARQUE
Oh, pedazo de mí.
Oh, mitad. Oh,
canción amputada.
Una hoja de
silencio. Otra hoja. El otoño.
Tus ojos -que no
son esa estúpida imagen-
se han cerrado un
segundo.
Tus ojos, con su
retina y cristalino y humor vítreo y lágrima,
miran mis ojos que
te miran, rectamente, a los ojos.
Otra hoja de
silencio.
Cuento las
nervaciones que recorren tu mano derecha,
suben por el
brazo, se pierden en el piano de tu hombro,
cuento las
nervaciones como si sumara silencios de corchea... con puntillo...
no sólo para saber
cuándo llega el sonido nuevamente,
el momento áureo
de la entrada,
sino para contar
tus venas, tus silencios, tus ojos cerrados.
Oh, pedazo de mí.
Lastre que tira hacia lo profundo.
Yo sólo miro tu
larga belleza, ese quiste fosilizado en el aire,
tañendo una cuerda
tan fina como la gota de esperma en su caída,
y mi mirada es la
búsqueda de atriles gemelos,
que cruzan sus
varillas, sus trípodes viriles.
El otoño, que no
existe mas que en Austria o Viena,
descansa sobre el
mar de tu faz.
El otoño es cuando
las hojas caen, como tus párpados bajo mis lágrimas,
y la clorofila se
torna amaranto y amarga. Ah, mar. Amar.
Oh, mitad. Tajo en
la noche. Pez que abre su simetría
para convertirse
en el duplo de sí mismo. Piscis.
Cuando embarques
ya no habrá paridad.
Caín habrá caído y
luchará por subir y derribarlos a todos,
pero el duplo, el
espejo, la hoja sin envés
¿logrará
acendrarse en su charco? ¿medrar?
Oh, pedazo de mí.
Oh, mitad. Oh,
canción amputada.
Una hoja de
silencio. Otra hoja. El otoño.
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Tenue
Es muy difícil tener un
buen estilo en el acto de declararse vencido.
J. LEZAMA LIMA
Tenue. Dedos en la
espuma. Tu silencio tenue
mesando mi espalda
amontañada en esta noche.
Tus dedos tenues
que perforan, que escriben leves
el perdón en mi
espalda, leves, las escrituras.
Podías salvarte en
el discurso inteligente,
morder el símbolo
pútrido de la respuesta,
pero tu mano se
adentró en lo oscuro, sin peces,
pero tu mano
regresó de muy lejos, sola
tajó lo oscuro,
fue estrella que alumbró el pesebre.
Nadie lo vio. Fue
el mugido de la res perdida.
Se acoplaron las
partituras de tu hombro –verdes–
con mis cuerdas
–patético morado– a la espera.
Nadie supo que se
tejía un arco caliente
de hormigón y
azafrán, como una losa a trasluz,
pero yo te leía,
yo era un mago que emprende
la marcha hacia
Belén, era un derrotado ciego
que acaricia el
báculo inscripto que lo convierte
en ciego, en
lector de lo oculto sobrepasado.
Yo miré el gato
pasar, gato tenue en mi frente,
y me afilé los
colmillos, y corrí a morirme,
y corrí al hueco
en tu costado, tu flanco inerme
que ardía como
clavos o lanzas embriagadas,
el lado oscuro de
cualquier cosa, cualquier gente,
¡ay, dios! la
muesca de una evaporada mentira,
y recé allí los
versículos, mirando al Este:
el tálamo donde
maceramos nuestro amor
y recé, recé el rocío oscuro de tu vientre.
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Oboe
Adagio del
concierto para oboe de Bach
Alarga como pico
cantor y rezuma
–clavicémbalo por
sombra–
cerca del lecho de
tintas.
Anuncia un buen
dios, un amado dios
que se enciende en
la penumbra
como carbunclo
palpitante
y se devuelve de
todas las esquinas,
de la verja
oxidada en los adioses,
del transcurrido
atardecer.
Infiltra por las
mangas aquel perfume doloroso,
aquella brujita
ineficaz
que floreció tras
la lluvia
como trino en el
vergel donde retoña el oboe.
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TOCAR
Yo que nunca
aprendí a tocar guitarra,
y tenía las uñas
largas, de gran concertista,
de trasvesti en
resaca tremolante,
uñas largas para
el Aria de Bach
sonando como un
nintendo desafinado,
como una mezzo en
su última presentación,
Yo, que nunca
aprendí a tocar guitarra,
y hacía vibratos
con el tubo del ómnibus,
como si la
guitarra fuera en realidad un cello,
un clítoris que
lograba potenciales de accción bajo mis yemas,
el timbre de la
puerta que suena en el espamo imprevisto.
Yo nunca aprendí.
Yo cargaba con mi
instrumento
como quien tiende
una playa ante los otros,
y los invita a
sentarse, a tomarse un jugo de mango,
los invita
a escuchar a
Mozart, o Haydn, o teleman...
pero no había
música más que en mi impúber mosquitero,
en las gasas por
donde me escapaba.
Caminaba por 250,
doblaba en 27, y
el tema entraba en
las cuerdas graves,
como al final de
Aranjuez (segundo movimiento, el que se sabe la gente...)
el tema entraba,
bien marcado, bien lento,
y yo me preguntaba
si serían blancas,
o un ritardando,
o una metástasis
que ahoga al guitarrista que nunca seré.
Yo, que nunca
aprendí,
miraba la música
como quien mira un animal triste,
de ojos redondos,
un animal sin
barcos, sin alfiles listos, sin luz;
y por entre sus
toldos veía un vapor, su ascenso lunático
que me perdonaba
la envidia,
me perdonaba mi
ausencia de los tálamos fundadores,
mi ausencia de la
audacia y las escalas cromáticas,
de Darius Milhaud,
y Mozart, y de mi propio jugo de mango...
mi ausencia de la
esquina de Aranjuez y de los premios,
yo, que nunca
logré afinar la prima,
que nunca aprendí a tocar guitarra.
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Sor Juana
Ah, cómo el regalo
te llevas así,
impostando la
lluvia ascética en los arcos
que los gritos más
largos absorben.
¿qué verso
crucificas?
Cómo ha quedado
ella en la penumbra de dios
asesinando
uno
a
uno
los trocitos de
pan
sin escuchar el
aria que se alza
después de la
salida del recuerdo. Los recuerdos.
¡Arden para
alumbrar las estancias más frías!
No está el gorrión
picoteando sobre el oboe
hace años.
No está la mano
tras la oreja, suave, no está
cuando cayó el
cabello arrebatado
a la justa voz.
Vuela el virrey,
el confesor, las plumas azules,
el mar nunca cerca
del pubis vuela a besar al pelícano
y pareciera que la
mujer de mojarse se abstiene
más que con sus
propios efluvios de pez,
más que con la
oración mágica por los barrotes soplando.
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Brujas
Sólo errante puedo estar
con todos los que amo.
OCTAVIO SMITH
las brujas me
miran la sombra
y en poses
adormiladas traducen el vaticinio,
del ojo y de la
brasa entendedoras,
de mi vulgar flema
que las órbitas circundantes abarca.
no siempre serán
nocturnas y pestilentes
¿quién no tuvo su
aquelarre?
¿quién así blasona
de tan estéril inhalación?
en tiempo de estío
recogerse al sibil
es muerte. pobre
madre mía. cómo del puerto
no saber más que
los dulces pilotes,
nada de la soga,
del escaramujo, del sargazo.
en la marcha el
verso encontrarás,
en la
consuetudinaria marcha hacia la noche.
pero las brujas me
placen. oh cruces, oh cruces...
y como el sol las
ramitas chispean
–ignorar pues de
los palimpsestos el azufre–
cálidos han de
resultar la estrella y el eclipse
como cálido es el
cisco, humeando el tenue hogar.
desciendo la tapia
para acceder a las brujas,
sus osarios, sus
vasijas, sus venenos esclarecedores.
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Desde el
Comienzo
Allegro del
concierto para laúd en Re de Antonio Vivaldi
Da Capo.
Solo de laúd en
metal,
danza de las pajas
en el cobertizo, antorcha,
ligados agilísimos
en los dedos tres y dos .
Da Capo, Vivaldi,
comunica el
alfabeto a la danza,
(no hay danza sin
retorno
ni pie rozando las
baldosas)
comunica el verso,
que es el mismo del inicio.
La armonía se
hechó al lado, ahora puedes hablar,
repetir el tema,
reposarte en las
notas intermedias, apenas un segundo,
y revolver toda la
cáscara con las cuerdas altas,
con las volutas de
los cornos, tan elegantes,
que saludan
sacándose los guantes y el tricorne .
Da Capo.
Forte en los violines,
forte en las maderas,
forte, finalmente, en el laúd nacarado y
mínimo.
Forte Vivaldi, para el vecino luctuoso y el
vecino procaz de los altos,
detalla el
alfabeto,
comunica las
cortes barrocas al barroco de este sol vergonzante,
las encrespaduras
templadas de tu solecillo
tráelas a estas
horas elementales de la isla.
El día parece una
música.
Abrir los ojos (en
crescendo)
besar (primera
nota del laúd, una blanca, si esto fuera posible)
constatar el día y
volver a cerrar los ojos (el tema se repite pianissimo)
incorporarse,
mirar la luz, decir un verso (segundo tema en messo forte)
recibir entonces
las aguas (entra, ahora, la orquesta).
Parece una música
el día, un concerto grosso de calores y luz,
un gorrión se baña
en el oboe;
las velas se
derriten en el cuarto de cartón y zines,
vigiladas por una
pareja de cellos nerviosos;
la marcha de los
sábados se regodea en sus metales verdeolivos;
una taza de miel
en las flautas, en el clave una sombra,
el órgano penetra,
como una huracán tierno en las carnes.
No es un tema con
variaciones,
es, mejor, una
fuga, una persecución de planos;
es como la mañana,
que sigue al amanecer,
que sigue a la
madrugada, que sigue a la noche,
que sigue al
orgasmo (breves segundas) de ayer,
y entonces,
Da Capo.
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LAR DEL RIMADOR
En hermético
acento, en isla, en dulce flauta,
con astros y
nombres, con antifonales trenos,
sobre espaldas que
ascienden, bajo fúlgidos velos
que al entoldar
descubren alguna voz sin jaula.
En fin, donde el
sol retoñe o el averno nazca,
y otros verbos
conjuren equivalentes sueños,
en cualquier
comarca mi planta y mi barco siembro
como si de esa sal
aves se alimentaran,
como si más que un
sitio, fuera el tiempo de oír
los sonidos, los
silencios, el rodeo gris
de mis duendes por
dentro, por fuera de las arcas.
Yo no habito estos
lares. Me demoro en las lindes
que se esparcen
cual gemas, y recojo las luces
con que adorno la
entrada, donde amadas se alumbren
las oscuras
cavernas del olvido, sin timbres,
sin remedos ni
giros que otro viento respiren
diferente a la
palma volcada en pleno lunes
donde danza su
altura, y muere cuando sube
al volcán de su
tierra: los sargazos recibe
provenientes del
tiempo sin poder amarrar
el aire que se
arriesga, la grácil voluntad
buscada en otros
lares donde el fuego no existe.
Pero ¡avante!,
concurre, visita de mi mano
el sur, el
aneblado rincón que desconoces.
Con tu propia
espina avanza en mí con tus dotes,
recurre a tus
venablos, si quieres, o a los dados,
ningún arma es letal
en mi pecho, y el faro
que descubres
respira, es mi verso, es la noche
fulgurante del
ciervo, o quizás el oboe
en su silbo,
desnudo, clarinando su parto
en las albas: tú
mismo. Tu poder y estrechez
se fusionan en mí.
Soy y no soy la red
que acoge, soy
espacio para arder, soy un arco.
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ÉXODO
Voy a sacarlos de este
país y a llevarlos
a una tierra grande y
buena, donde
la leche y la miel
corren como el agua.
Éxodo 3.8
De
los naufragios conocerás,
de
las artes como piras que consumen,
y
no encuentro qué estrella darte en tu éxodo,
cómo
empaquetar mi umbral –madre para las lluvias–
entre
tus colecciones y libros apuñalados.
Cuando
Egipto dejes de respirar y sus arenas
en
la espalda de algún amante encuentres,
cuando
frente a un mar cualquiera nombres:
Egipto,
Ítaca, Colón,
ya
no sabré dónde esconder la culpa:
esta
tierra pequeña donde la leche y la miel escasean tanto
y
tanto escasea el ala.
No
existen pertrechos luminosos en este junco,
sus
bordas, las aguas que corta,
son
los desiertos de Shur, del Sinaí,
todas
las arenas hasta Canaán marcándose en tus plantas.
Subirán
soles forasteros hermanos de mi sol
que
dejarán otras marcas en tu capa
y
la sal cristales distintos formará en las cavernas
que
alguna vez entreví,
cuando
vomitabas tu desarraigo y tus flores y tu abuela-reina
que
escaló también en mí, sí, con su voz
que
eras tú sobre la cama de todos nosotros.
¿Cómo
se despiden las aves, los cuadros de las paredes, las mantas?
se
miran en el silencio quizás, y sin romper nada zarpan hacia el tiempo,
como
unos reyes elfos que desconocen la muerte,
como
unas botellas vacías y sin filos.
Conocerás
de los naufragios, entendámonos,
no
habrán asideros mejores que tus versos hincando el suelo,
como
hoy,
y
esas bestias salvadoras habitarán siempre el país
que
cargas a la espalda, con sus panes, pero con sus traiciones.
Soy
uno de esos monstruos que te apoyan,
que
salvan, cuando miras, el paisaje más despejado para tu frente,
pero
me destierro sin moverme en este recinto,
como si quedaran átomos limpios en este espacio tras tu
fuga.
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GLOSA DE LA
DISTANCIA
Una dulce nevada está
cayendo
detrás de cada cosa,
cada amante.
Una dulce nevada
comprendiendo
lo que la vida tiene de
distante.
FINA GARCÍA MARRUZ
Me separa una
noche y dos no puedo
atisbar la
ensenada que persigo,
quedo así varado
bajo el postigo
del ventanal
dentro del ruedo quedo.
No sofoca a mi
espíritu este enredo
mas lo torna navío
mendicante
buscador del
auriga que al levante
conduzca ¡y que a
mí el resquicio no esconda!
puedo vislumbrar
que no es fútil blonda
lo que la vida
tiene de distante.
Y esa distancia
ese espacio amoroso
que condena al
orgullo del escriba
tornando en
cancionero su diatriba
de verbos y así su
agonía en gozo
esos kilómetros en
que al reposo
y a la intrigante
luz sin furia asciendo
no consiguen
cerrarme no dependo
para vegetar de su
breve escarcha
mas voy sin
pretender sobre la marcha
una dulce
nevada comprendiendo.
¿Qué venablo ungido
atraviesa diana
sin cada vez atroz
matar la pluma?
No sabía dónde el
matador suma
su víctima dónde
la resta o gana
mas juzgaba sin
coto y era vana
mi justicia mi
índice diletante
que apuntaba al
hombre nunca al instante
donde fugaces
cruzan luz y muerte
No sé mas algo hoy
gano al suponerte
detrás de cada
cosa cada amante
Resucito en la
nube en la marea
en el oro que
destinta la tarde
en los sitios
donde de común arde
mi hogar donde el
crepitar de una tea
alumbra todo por
zurdo que sea
por leve o bajo
que resulte Entiendo
No me quemo en fe
estéril sólo atiendo
a la miseria en
que navego y ando
sólo acierto a
tocar el musgo cuando
una dulce nevada está cayendo.
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En la noche
¿Dónde te veo? ¿En
las letras del bardo?
¿En la sola
tristeza de mi roca?
Te veo donde te
veo: en la boca
de la noche, en el
miedo, allí te guardo.
Cargar con el
amor, con este fardo
tremendo, angustia
que no desemboca,
llevarlo a
cuestas, lento, a mi poca
altura... (respiro
hondo... me tardo...)
Llevarlo allí,
ponerlo como un pan
en la mesa,
sembrar mis surcos todos.
¡Ah, Dios! Si
pudiera moldear tus lodos
con su nombre, su
semilla al imán
que gira en mi
luz... pero no. Mi afán
es verlo en la
noche, de todos modos.
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MARPACÍFICOS
Dos patrias tengo yo:
Cuba y la noche.
¿O son una las dos? No
bien retira
Su majestad el sol, con
largos velos
Y un clavel en la mano,
silenciosa
Cuba cual viuda triste
me aparece.
JOSÉ MARTÍ
Al buen Carlos
El éxodo de los
marpacíficos me deja una mancha en la pupila.
Es como cuando
llueve, y el nido sarandeado por el último ciclón
cae de la Seiba,
apagando una rama
en la madre,
describiendo una
calandria rota.
El éxodo de los
marpacíficos
responde a algún
ciclo astral,
algún movimiento
externo que empuja,
como las heladas
que ahuyentan a los patos salvajes,
como el saltito
del alma dándose en pleno rostro contra los barrotes.
Algún movimiento
externo, que siempre es interno,
nos hará el favor
de alejar a los marpacíficos,
y podremos tomar
tranquilamente el vino de 5 pesos,
porque carlos y su
polen no vendrán a jodernos la existencia,
porque su nido
disuelto en el alero no es el centro del universo.
¿dónde se va
cuando se va al hielo,
cuando se abandona
el Tropical Island para adentrarse en la nieve?
No sé. ¡Por Dios,
que no lo sé!
Mas tampoco
conozco la Seiba con marpacíficos y girasoles
que debiera crecer
en mi patio,
ni las listas que
me incluyen y excluyen,
ni conozco el tamaño
de mis costas;
sólo sé que los
marpacíficos emigran y se retira su majestad el sol,
mientras la Seiba,
viuda y triste,
apaga su rama sin nido, en la noche.
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DIOS
Eras como un pequeño
dios con una palabra
Mirta Aguirre
La soga ha tirado.
Triste.
Prosaicamente. Badajo que rompe su silla turca
para sonar ese
medio tono imposible.
La soga pende
coqueteando con los 90 grados,
como un dardo
indeciso contra el núcleo,
y traspasa los
protones y los neutrinos
y la más roja de
las drupas.
El niño del
camello me ha roto el corazón.
Ha tirado el
juguete plástico contra el piso, duro,
hierro contra
cristal,
y se ha olvidado
de todo –prefiero pensar que lo ha olvidado–
arranca la cabeza
al cowboy de Toy Story
y mis cuerdas
vocales son un alambre,
un metal que se
oxida bajo la cama
donde ruge su
dardo, contra el núcleo,
el riñón de Bloom,
la pastilla de
jabón sucia en el chaleco.
Prefiero pensar
que ha olvidado
cuando yo tiraba
de sus piernas para traerlo a la luz,
cuando yo lo
amamantaba, agua en cestiño,
cuando yo lo
amamantaba, de cara a la luz,
lo amamantaba,
como un caracol
que ofrece su espiral, su palabra, al silencio,
¿Cuándo la miel
necesitó dulzura?
pero el sol nunca
ha pedido permiso para secar la arena,
el sol afina sus
cuerdas en pleno réquiem
y grosero se
acurruca en el vientre del niño:
la playa más sola,
el agua más sola, más triste.
Era como un
pequeño dios,
y su horror a los
tribunales se curvaba hasta la pasión,
y el camino que
unía las dos bases del arcoiris
era el camino de
la locura, un estallido ensordecedor,
inaudible como un
caballo sin crines,
una frecuencia
altísima,
que laceraba su
almohadilla, su mano en la oreja,
y el camino
enloquecedor es la soga donde cuelgo,
es el ruido en mi
garganta
posada bajo un
arcoiris como una mariposa,
Isbel
Díaz Torres Poemas www.artepoetica.net 16
es un estertor nunca definitivo,
es
quizás una forma de vivr.
Era
como un pequeño dios,
un
Aleph disfrazado, pensaba,
pero
los dioses tienen barbas blancas
y
bajan la mano lentamente, sobre la cabeza del león,
los
dioses,
los
que tejen el Nilo y se petrifican en la selva y son macho y hembra
y
mueren a los 33, y navegan hacia el poniente tirados por alces de oro,
ellos,
que ahora mismo dónde están, dónde preñan...
qué
oración los hará favorables,
qué
plegaria habrá de rozar su túnica, pequeño dios desnudo,
que
se va para siempre porque es el único modo de irse,
porque
esta Arcadia, esta Atlántida oscura siempre fue demasiado,
y
él,
él
era como un pequeño dios,
sin palabras.
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