Juan Ramón de la Portilla
(Pinar del Río, Cuba, 1970).
Narrador, poeta, ensayista, crítico literario. Ha publicado, entre otros: Sólo
las palabras (poesía) 1992; Olvida ese tango (cuentos) 1996. Resultó ganador
del premio Cirilo Villaverde en el concurso de Novela de la Uneac 1999, con La mujer de Maupassant. También publicó Veredas tropicales de la
escritura (ensayo) y El manisero y otros cuentos (relatos). Cuentos suyos han
sido incluidos en antologías y en diferentes publicaciones periódicas.
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del libro “Olvida ese tango”
Cuento. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1996.
Rolling Stones
Pobrecito el viejo, compadre, me
dio lástima después de todo lo que me reí, cómico de verdad con aquello de que
la ciudad otra vez se estaba llenando de monstruos, traición, él había dedicado
su vida a exterminarlos y ahora los veía por doquier y la gente como si nada,
ingratos, desleales, olvidadizos, él no se quedaría cruzado de brazos, no, se
defendería con palos o a patadas o con ésto, miren, y sacó una piedra del
bolsillo de la camisa: ¡Historia, esta piedra es parte de la historia! A esas
alturas ya nadie dudaba que el tipo estaba loco, loco, pero no borracho, vestía
bien y lucía limpio y decía ser el jefe de la escuadra que derribó al último de
los monstruos, un águila rojiblanca, volaba y volaba pero mis hombres y yo al
fin pudimos cercarla y le reventamos el cuerpo, y esta piedra, mírenla bien, se
la arranqué del gaznate. Curiosos y curiosos, y qué algarabía, qué gritos, ni
que se tratara de un concierto de Aerosmith con Steven Taylor. Pero en eso
apareció la patrulla y el problema se puso feo, tan feo como Mick Jagger, y lo
cargaron y todavía gritaba monstruos, acaso no lo entienden, han regresado los
monstruos. Pobrecito el viejo, compadre, me dio lástima después de todo.
Nada hay más semejante al hombre
que una piedra. Una simple piedra de cantera o un trozo de pedernal o un
guijarro. No el adoquín que campea en las calles y plazas de antaño sino la
dispersa en el camino, la encontrada al azar, en un tropezón. El devenir de la
humanidad puede historiarse por las disímiles formas que ha cincelado en su
entorno. Pero la relación es aún más misteriosa que las atracciones del imán o
la devota búsqueda, por los alquimistas, del peñón filosofal. Su peso breve, su
tamaño exacto para guardarla en un bolsillo o cerrarla en el puño, su extraña
solidez: ni metálica ni terrosa. Lo digo yo, que he tenido una piedra en la
mano, y no he sabido qué hacer con ella.
La empresa editora del gobierno
revolucionario facturó dieciséis millones quinientos mil libros (Declaraciones
de Alejo Carpentier a la periodista mexicana Elena Poniatowska). Les advertí
que afilaran los machetes, es una loma endiablada, pero pobre del que no
llegue, una orden, es una orden, andando. Salinger: Levanten, carpinteros, la
viga del tejado. Y agárrense como puedan, nadie sabe con tanta palma enana y
esas raíces que no siempre calan hondo. Instituido el servicio militar
obligatorio. ¡Qué extraños los otros mogotes vistos desde arriba! Parecen
elefantes blancos. En todo grupo hay un tonto, un embelesado, un intelectual.
También un negro. Risas. Se funda la organización para la unidad africana.
¿Alguien habló de discriminación racial? Böll: Opiniones de un payaso. Porque
allá lo tienen, semioculto por la vegetación, difuso entre humedades y neblina,
pero perfectamente reconocible desde la carretera, justo a la entrada del
pueblo, compañeros, un pueblo que se enorgullece de sus diarios esfuerzos.
Segunda ley de reforma agraria. Allá el enemigo, nuestro enemigo, agresión
permanente, escupitajo, recordatorio de una época ida. Muere el papa Juan
XXIII, lo sucede Pablo VI. Época denigrante, sumida en los mayores absurdos. El
ciclón Flora azota la provincia de Oriente. Consumismo feroz, miseria
galopante. Los Estados Unidos establecen contacto por radar con Venus. Julio
Cortázar: Rayuela. Una altura respetable, linda la cintica de asfalto, magia,
sierpe, hilo de agua, no puedo ya seguirla, aparece y desaparece, pichón al borde
del nido. Y los mogotes perdiéndose a lo lejos, idénticos en principio, luego
incorporando los detalles de cada nuevo proyecto. El gobierno revolucionario
construye el museo de la prehistoria, se exhibirán fósiles de esta región. Los
soviéticos determinan en seis mil millones de años la edad aproximada de la
Tierra. Y como complemento a la obra del museo, se pintará sobre un paredón de
la Sierra de los Órganos el mural más grande del mundo, en el que se plasmarán
las diferentes eras geológicas. Las manos en las cuevas, tres vueltas en el
mismo tronco y un nudo corredizo. Julián Grimau, anarquista, es aniquilado en
España. Por supuesto, se edificarán otros moteles para el disfrute del pueblo.
Arreola: La feria. Rebote de un machete en la roca. Sobresalto, imprecación y
caída del machete en una hondonada donde bullía una capa similar al guano
podrido, una colonia de cucarachas, alacranes, escarabajos. I Want to Hold your
Hand subiendo en las listas norteamericanas, pronto será el exitazo, el número
uno en todo el país. No importa, es sólo un machete. Voluntad, compañeros. Esa
afrenta, ni un minuto más. Hubieran llamado a la fuerza aérea. Rowinski: La
hora de los vencidos. Pero qué cosas se les ocurren. Un
helicópterorororororororo, se descuelgan dos combatientes, uno al flanco
derecho, otro al izquierdo y punto. No tienen ni que bajar los militares, un
pase en caliente, si la nave está artillada. ¡Basta, pendejos, al que se raje
lo tiro! Vargas Llosa: La ciudad y los perros. Hablando en sentido figurado: lo
tiro debe significar una amonestación, apelando a la verguenza y los cojones
machacados porque alguien como usted no merece ser un joven rebelde, no lo
viera yo en la Sierra Maestra, senderos de chivo y desbrozando monte. Un bobo,
un embelesado, un intelectual. ¿Sentido figurado? Con la furia que gasta... Se
crea un enlace directo por teletipo entre Washington y Moscú. Rectitud,
autoridad, y ya sé que no son tropa regular, blandengues, ya sé que hurtan el
cuerpo y piden un descansito, jefe, el enemigo no se irá. No, al enemigo lo
derribaremos hoy, cueste lo que cueste. Evtushenko: Autobiografía precoz. Una
agresión, una burla en las mismas narices del pueblo, en las entrañas del valle
de Viñales, el más hermoso del orbe. Hay que contemplarlo con detenimiento, porque
su paisaje es cambiante, caprichoso. La luz del amanecer lo revela con matices
violáceos, que parecen envolverlo en velos sutiles que flotan sobre el verde
oscuro de los farallones, con un toque de suave dulzura, como de santuario,
como de oración que va ofreciendo amor (texto de una guía turística). Han
perdido varios metros de sogas, hachas, mochilas, cantimploras, pero ya casi
ganan la cima. Exhaustos, quemados por la rozadura frecuente con el cascajo y
la roca, aún lanzan garfios contra el monstruo, que se llena de marcas como
disparos, y se prohiben las pruebas nucleares en la atmósfera, en el espacio y
bajo agua, y el jefe los arenga el enemigo, muera el enemigo, el símbolo del
imperio y la reacción. Por fin logran sujetar una cuerda y déjenmelo, lo voy a
rociar con dinamita. Y coloca los cartuchos a un costado del monstruo, enorme
cartel rojiblanco, justo al término de la frase TOME COCA COLA, allí donde la
clásica botella, rebosante, ligeramente inclinada, invita a disfrutar el
refresco y visitar el famoso lomerío. Es preciso admirarlo de cerca,
identificarse con su magnificencia, dejar que su belleza penetre en nuestro
corazón con la melancolía del atardecer o en la eclosión de la mañana, cuando
el sol empieza a vestir de oros sus relieves pujantes (catálogo de una agencia
de viajes). Y vuelve misión cumplida, adusto, altivo, suficiente, como
corresponde a su perfil de jefe, y la BBC de Londres emite su nuevo programa
Ready, Steady, Go, y busca refugio junto a los otros bajo un recio saliente y piensa
te llegó la hora, maldito, y la Terechkova vuela al cosmos, y hace detonar el
artefacto explosivo, y es asesinado Kennedy en Dallas, y a la entrada del
pueblo se escucha un coro de ladridos y dos transeúntes abúlicos y una gorda
ama de casa ven saltar por los aires un amasijo de metal y follaje y polvo,
mucho polvo, y el jefe detiene una piedra que ha rodado hasta sus pies y la
guarda en un bolsillo de su camisa, recuerdo del año 1963, el mismo en que los
Rolling Stones graban su primer single, con canciones de Chuck Berry y Willie
Dixon.
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del libro La mirada entre los barrotes
Ensayo, Ediciones Loinaz. Pinar
del Rio, año 2000.
Jardín y el
Boom
Son
las siete menos cuarto de la tarde y corre el año 1935; afuera, por la avenida
cercana, pasan veloces autos amarillos y verdes, aunque el hoy, demasiado
cinematográfico de los recuerdos, nos los hagan grises, estilizados y llevando
a señores tocados con serios sombreros arrojando sombras sobre sus caras
adustas. El viejo Ford, que nunca muere; el Lancia cabriolet, bamboleante; el
torpedo provisto de imanes de las películas de Chaplin. Esos son los autos de Jardín, ese su tiempo, que no la focalización
de una época, y ahora imaginamos que además, por la ventana, se ve el cielo
encapotado y comienza a llover. Antes, mucho antes, al aplicarnos al texto,
hemos notado un subtítulo que ya lo cualifica, lo engloba, lo define, y
propende a la predisposición: Jardín,
novela lírica. Jardín, la prosa, la novela inaugural de una
poetisa.
Del
ventanal pluvioso a las primeras imágenes, domina el símbolo, escuela única a
la que Dulce María Loynaz confiesa la adscripción, mas como procedimiento
lingüístico únicamente y no a la manera, tan al uso en la vanguardia, de la
contienda verbalizada, de la escisión en bandos a favor de una metáfora, de un
adjetivo y hasta de un cierto balbuceo. Porque Jardín no es obra de la vanguardia, a
pesar de que sus fechas de redacción y culminación así lo indiquen. Nada hay
aquí de estructuras gaseiformes, como en su coetáneo Enrique Labrador Ruiz,
nada del desasosiego a ultranza o retro o iconoclasta de los ísmos que en su momento sacudieron Europa y
América, involucrando a figuras de la talla de Huidobro, Borges o Marinetti. Jardín compendia todo ese fermento
intelectual pero a la vez lo trasciende porque aglutina en una voz única, en el
modo de decir y sentir de Bárbara, y también, por supuesto, en su peculiar
punto de vista, el tránsito del ser humano por los relieves del siglo (ahora no
una mujer, tampoco una cubana), peregrinar que la sumerge en el psicologismo
propio de la mejor novelística rusa, con Dostoievski al frente, la confina al
callejón sin salida de la alienación, vía existencialismo, luego de agotar el
brillo del reconocimiento social, esa «Bárbara en el mundo», esas candilejas
que vislumbra desde el Euryanthe,
de la mano del hombre, del brazo poderoso del hombre, que también puede
significar la maquinización a donde apunta el siglo que debuta, la racionalidad
positivista herencia de los estertores decimonónicos, el realismo en suma, que
de alguna forma subvierte el presupuesto de novela lírica para instalar el
texto todo en una atemporalidad que sólo es posible descifrar desde la poesía,
desde ese mirar lánguido por la ventana del Vedado, en 1935, a las siete menos
cuarto de la tarde, cuando comienza a llover.
Jardín, empero, no fue dado a imprenta sino
hasta el año 1951: ¿Por qué entonces el rastreo en la época vanguardista, época
a la vez del mejor costumbrismo latinoamericano que aportó obras de la
reciedumbre de Don Segundo Sombra (1926), La vorágine (1927) y Doña Bárbara (1929)
si, a pesar de que sus fechas de escritura la ubican en esa temprana edad de
nuestro despegue novelístico, sólo ve la luz dos décadas más tarde? Quiero detenerme
en este problema del calendario, ya que considero se ha desvirtuado el trasunto
de la ubicación epocal de Jardín y,
aunque no en aras de emplazamientos teleológicos, a los que por lo demás el
texto se resiste, trataré de desvincular los dos «momentos de gloria» de este
jardín exuberante, el año 1935 en que fue sembrado, con una etapa de gestación
que hacia atrás llega a 1928, y el año 1951 en que la importante casa editora
Aguilar lo lanza en España. Habría que considerar un tercer momento o florecimiento,
en 1993, cuando, luego de la concesión del Premio Cervantes a Dulce María, se
publica la obra por primera vez en Cuba y es conocida por generaciones de
lectores y escritores hasta entonces refractarios a ella. Y es aquí (aunque tal
vez un poco antes, después del otorgamiento en 1987 del Premio Nacional de
Literatura en Cuba a la poetisa), que la crítica, en su mayoría, comienza a
interrogar Jardín, con el consiguiente afán, que
parece ser consustancial a la cátedra, de colocar la obra en su lugar en la
Historiografía de las letras. Sucede entonces algo curioso, pero que me luce
desorienta un tanto a la persona neófita en esto de las categorías
generacionales y los movimientos literarios. Enseguida me explico.
Generalmente,
al estudiarse un libro, nos remitimos a su año de salida al mercado. Así, al
afirmar, por ejemplo, que la noveleta El
pozo, de Juan Carlos Onetti inaugura en 1939 el fenómeno que más
tarde se conocería como Nueva Narrativa Hispanoamericana, nos referimos al año
en que salió de las prensas de la editorial Signo y no al tiempo, evidentemente
anterior, en que el gran uruguayo, también Premio Cervantes, se aplicaba a su
escritura. De hacerlo, ese manuscrito de El
pozo en
manos del entonces joven autor, visto en la distancia, de alguna forma
«atenuaría» la importancia, digamos, si no del trío famoso de novelas
telúricas, al menos del resto epigonal que luego continuó proliferando, con
mayor o menor calidad, o de los textos vanguardistas del lustro inicial de la
década del treinta. Truculento, ¿verdad? Pues en el caso de Jardín yo diría que incluso se ha
tendido a privilegiar en muchos análisis la fecha de escritura y no la de
salida al mercado, creo que como consecuencia de ese afán de exactitud de la
autora al firmar la culminación de la escritura el 21 de junio de 1935 a las siete menos
cuarto de la tarde, exactitud verificable al comprobar el original manuscrito
de Jardín, en poder del periodista y crítico
Aldo Martínez Malo, amigo personal de la poetisa. Asimismo, es constatable el hecho
en la correspondencia, copiosa, que la autora sostuvo en esos años con amigos y
escritores como Ofelia Rodríguez Acosta, Rafael Marquina o Ernesto Fernández
Arrondo, a quienes va imponiendo de sus progresos y dificultades con Jardín. Este epistolario, dividido en dos
etapas (1932-1942) y (1972-1992) fue publicado en coedición por el Centro
Hermanos Loynaz y la Fundación Jorge Guillén de Valladolid, circulando la obra
a partir de 1997 en Cuba y España simultáneamente. Hago sucinta referencia a
estos detalles para evitar la suspicacia, justificada además, que pudiera
provocar el disloque de fechas entre gestación y publicación de Jardín, en el sentido de que mientras un
texto permanece en manos del escritor es posible la revisitación con ánimo de
pulir y enmendar; aquí, como vemos, no sucedió.
Retomando,
pues, el camino que le demarca cierta crítica, y siempre con la intención de
elogiar, aportando cuanto adorno sea encontrable, al punto de convertir el
jardín en un gran «friso noveau», se ha establecido que en la época (de
escritura, por supuesto) nada hay comparable producido por mujeres, si se
exceptúan La última niebla (1934)
y La amortajada (1938)
de la chilena María Luisa Bombal e incluso, ya en un plano mucho más genérico,
se habla de sus excelencias simbolistas, existencialistas, barrocas,
surrealistas, se la equipara a la Trilogía de la Tierra, se la ve antecedente
del «Viaje a la semilla» de Carpentier, se tilda su poético y pálido realismo
de maravilloso y hasta se la considera precursora de Cien años de soledad (1967).
Y sí, hay un poco de todo eso, a qué negarlo, mas yo prefiero la cautela a la
exaltación, que puede rayar en lo hiperbólico, y me atengo a la fecha de
publicación de la obra en los inicios de la década del cincuenta, en la justa
mitad del siglo, línea que demarca dos etapas complementarias, cierto, pero
bien diferenciadas, de nuestro desarrollo narrativo. Hasta 1950, aunque siempre
teniendo en cuenta el fenómeno usual en literatura por el cual las obras y los
movimientos a veces se solapan y ocultan, transcurre una suerte de prehistoria
o período formativo en el que se toma conciencia del hecho narrativo como algo
consustancial al ser nacional (Serían, ejemplificando, en Cuba, obras como las
de Carlos Loveira, Miguel de Carrión y parte de la de Lino Novás Calvo, y en
América, la Novela de la Tierra o la de la Revolución Mexicana.) y al mismo
tiempo se impone la certeza de que a lo anterior, precisamente para moldear ese
ser nacional o continental, es menester una elevada categorización del vehículo
artístico. Es el tiempo en que accedemos a la Modernidad, proyecto humanista
que parte del XIX eminentemente poético que concluyó con el Modernismo de
Nájera, Casal, Martí y Darío, y cierra en los sesenta del XX con el tan
controvertido Boom.
Jardín, desde su triunfal, pero efímera
irrupción, no apuntaba a otro lugar que a ese movimiento formidable por lo
renovador en cuanto al trabajo lingüístico que dinamitó estructuras espacio -
temporales, concepciones clásicas para entender las formas del relato e instaló
definitivamente nuestra narrativa en el mundo. Pero, para que algo así
sucediera, para que deslumbraran en una serie impresionante El siglo de las luces (1962), La ciudad y los perros(1963), Juntacadáveres (1964), El lugar sin límites (1966)
o Cambio de piel (1967),
era obvia la existencia de un sustrato rancio, tradicionalista, plagado de
naturalismos contra el que reaccionar, pero a la vez eran imprescindibles
algunos asideros, nunca puntos de arranque sino jalones como los que
constituyeron las Ficciones (1944) de Borges, La invención de Morel (1940)
de Bioy Casares y, claro, un poco más atrás, El
pozo y
cuentos como «La noche de Ramón Yendía» del cubano Novás Calvo o «Sombras suele
vestir» del argentino José Bianco. Todas ellas, en mayor o menor medida,
participan hoy del reconocimiento como antecedentes ilustres, cuando ya se ha
disipado el eco de los estallidos del Boom y
toda la pirotecnia del marketing a él asociado deja en la distancia el saldo
favorable de lo ganado para el patrimonio de la Modernidad latinoamericana. Ya
en la temprana fecha de 1967, el periodista argentino Tomás Eloy Martínez lo
apuntaba:
No es
improbable que dentro de mil años Güiraldes y Rómulo Gallegos y Azuela figuren
como palimpsestos perdidos de la infinita historia literaria; que Macedonio
Fernández y Arlt y Borges, sean apenas la semilla natal de un mundo cuyos
padres se llamarán Cortázar, Vargas Llosa, Onetti, Guimaraes Rosa, Carpentier.
Nunca sabremos a ciencia
cierta por qué Dulce María Loynaz demoró tanto la publicación de Jardín, pero al final creo que no es asunto
ni siquiera de segunda importancia cuando la tenemos anclada reciamente en ese
inicio de los cincuenta, como pórtico de la nueva novelística. Es comprensible
(es demostrable aún, con un poco de fatiga) esa canonización mutable que ha
sufrido y sufre Jardín, debido a su naturaleza polivalente.
Barroca, existencialista, surrealista, realista... Más lejos, pero también
rozándola y no sólo porque la autora tenga el Premio Cervantes, está el Quijote, que es una novela de caballería,
pero al mismo tiempo no lo es, por sus visos paródicos referidos a este género.
Es por ello que prefiero, en el caso de un texto como el que nos ocupa, pasar
por alto los deseos de encasillamiento y remitirme básicamente a las palabras,
al lenguaje. Porque Jardín es una novela del lenguaje y, por
extensión, una novela del Boom.
Establecido
ya este presupuesto, que desarrollaré a continuación, anoto el hecho, que no
deja de ser curioso, de la ausencia de Jardín para
la crítica sesentista que se ocupó del Boom,
enfrentando al principio opiniones muy autorizadas que trataron de neutralizar
e incluso descalificar estas novelas renovadoras, tildándolas de pastiches,
calcos, joycismos o pantagruelismos metafóricos. Pues estos críticos, de
indudable valía, sin los cuales sería impensable entender desde su misma
esencia esta estética emergente, ya que en muchos casos compartieron proyectos
editoriales con los escritores o fueron, sencillamente, sus amigos, jamás
incluyeron la novela de la Loynaz en alguna de las varias nóminas que propuso o
autogeneró el Boom. Y digo «autogeneró» por el hecho de que
este fenómeno literario tuvo como protagonistas, en su mayoría, a
escritores-intelectuales que, a su manera, y desde su dualidad de
narradores-ensayistas, pugnaron por hacer inteligible el asunto en que estaban
inmersos. Así topamos con la Historia
personal del Boom (1971) de José Donoso o los
redescubrimientos que, poniendo en juego el prestigio e influencia alcanzados,
practicaron Vargas Llosa con respecto a Martín Adán, Borges con su coterráneo
Macedonio Fernández o Cortázar con el uruguayo Felisberto Hernández. Nadie
reparó en Dulce María Loynaz, quizás debido a que los autores antes citados,
con la excepción de Roberto Arlt, que en los años treinta sí logró una relativa
publicidad, habían sido relegados a sus fronteras nacionales o al culto de una
élite. Es de extrañar, sin embargo, este olvido, por dos razones de peso;
primero, el texto en sí, Jardín como
propuesta lingüística única en toda la década que divide el siglo; y segundo,
lo visible de la personalidad de la autora, que para la fecha ya era
considerada una de las cinco musas de América, junto a Gabriela Mistral,
Delmira Agustini, Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou. Dulce María, además,
llevó una intensa vida social en Cuba, Estados Unidos y España en esa década en
que también publicó su libro de viajes Un
verano en Tenerife y su anecdótico poema Últimos días de una casa(ambos en 1958), fue
propuesta por la Mistral para que se le concediera el Premio Nobel, dictó
conferencias en importantes universidades y asistió a eventos culturales de
primera magnitud donde figuró muchas veces como invitada de honor o fungió como
presidenta; por si fuera poco, Jardín fue
publicada por Aguilar, una de las editoriales más importantes del momento y la
prensa especializada no dudó en calificar a la novela como uno de los
acontecimientos más relevantes de las letras en idioma castellano en la primera
mitad del siglo. En España, los críticos del periódico ABC la reseñaron
oportunamente y halló además justa resonancia en la sensibilidad de los jóvenes
intelectuales. En Cuba, personalidades de la talla de Emilio Ballagas y José
María Chacón y Calvo no la pasaron por alto y en sus elogiosos comentarios y
artículos la equipararon al Enrique
de Ofterdingen de Novalis o a El castillo de Otranto de
Walpole. ¿Cómo concebir, entonces, ese posterior olvido? ¿Por qué ni tan
siquiera críticos de la sagacidad de Emir Rodríguez Monegal o Ángel Rama
contaron con esta obra, con esta aventura del lenguaje? Pudieran aducirse, ya
que no la personalidad retraída de la autora en los cincuenta, los hechos de
que el Boom no incluyó a mujeres, más dadas a la
poesía, o el haber publicado una novela aislada en medio de su, ya para
entonces, extensa producción versicular. Pero esta situación acontece, sin
embargo, en un compatriota de Dulce María Loynaz, José Lezama Lima, un poeta
también de una sola novela, Paradiso (1966),
que, aunque con rattings de venta (y no me refiero, por
supuesto, a excelencias artísticas) inferiores a los de los cuatro autores
canonizados por el insólito fenómeno, y a pesar de ser la obra la summa de todo un cosmos poético, sí es
incluido, al menos en la periferia, del Boom.
Finalmente, la propia escritora, al colocar el subtítulo de que ya hemos
hablado, desestimuló probablemente cualquier indagación referida a lo anterior;
hoy, y a pesar de que la intención metafórica es evidente y palpable en muchos
capítulos de la obra, el lirismo de Jardín puede
ser valorado como lo que es: una de las muchas vías que exploró el lenguaje del Boom, la vía poética del conocimiento,
cultivada con éxito por Lezama Lima, José Donoso, Carlos Martínez Moreno,
García Márquez...
No hablamos aquí, sin embargo,
del lirismo posmodernista donde sí arranca la obra poética de Dulce María
Loynaz con Versos (1938), sino del producto ya
decantado que le reconcentra la voz y se la carga de agudezas e
intelectualismos certeros en Últimos
días de una casa. Es un lirismo que, en verdad, no lo parece, como
si la escritura asumiera una cierta impostura de trompe l' oeil. Abundaré con uno de los
motivos recurrentes en Jardín,
el mar, que es también motivo palpable en otros autores cubanos, desde Martí
hasta Cabrera Infante. Es bueno recordar, primero, que a pesar de ser Cuba un
archipiélago, los dominios de Neptuno no han sido fuente directa de inspiración
para los escritores cubanos. Hay raras y notables excepciones, como la novela Contrabando(1938) de Enrique Serpa y algunos
cuentos de Novás Calvo; aún así, ambientada en Cuba y su plataforma insular, la
mejor novela de este tema es El
viejo y el mar (1952) de Hemingway.
Pero
el océano es, entre otras cosas, patrimonio del lirismo, y en Jardín se muestra según un esquema
imaginario que pudiéramos vincular a las mareas, con su pendulear constante,
cíclico: Bárbara, unas veces, como Martí, odia el mar; otras, lo valora ajeno,
pero siempre la inmensa extensión de agua se le erige en el Límite, esté ella
en su casa y aspire como al descuido la brisa salobre, esté azotada por la
resaca en los acantilados o a bordo del Euryanthe,
mirándolo discurrir hacia otras tierras o hacia la suya, la de su morada. Por
el mar se accede en la novela a la metáfora, al símbolo; leemos en los primeros
capítulos:
Mar. Mar hondo y amargo. ¿El de sus ojos
acaso?
Esta playa vacía, con su mar
aperlado, hace pensar en paisajes vagamente irreales...
Bárbara ha limpiado el mar con su
pañuelo de encaje.
El personaje
femenino, con su curiosidad ancestral, poetizado ahora, también en los inicios
de la novela, al hallar la adolescente en la orilla desierta un salvavidas con
una inscripción desvaída: Southampton:
¿Cómo sería Southampton? Puño apretado de
casas sobre el mar, así sería, con olor a pescado y a sogas...
Aunque
las ideas son conclusivas en sí mismas, el estilo adquiere rango de poética, y
se erige en pórtico de la Tercera Parte, que utiliza la técnica epistolar, como
antes se había empleado el recurso del retrato o cuadro cinematográfico para
delinear la época. Época difusa, empero, por lo desorientador de estos «Pedazos
de cartas rotas» donde el mar como que se repliega y uno intuye un cierto
patetismo que llega a las misivas desde el drama clásico, aunque sin lastrar
del todo el discurso de estos fragmentos, que son necesarios para ahondar en la
psicología de la adolescente a punto de "salir" al mundo y que además
acentúan la impresión de que Jardín es
una novela de formación, una bildungsromantotalmente
inusual para la historia de nuestra literatura, pues no sólo narra a Bárbara
sino que la poetisa, para mejor aprehenderla, apelando para ello incluso a las
fábulas y las leyendas infantiles.
He
aquí, sin embargo, que en la Cuarta Parte resurge el mar como puente que cruza
la protagonista hacia el mundo, con la llegada del hombre a bordo del yate Euryanthe. Bárbara, por fin, asumirá el
mundo, y asumirá con él el mar, consumándose así una expectativa típica de la
novela de peripecias, pero que el lirismo rehuye: ese juego del qué sucederá,
que se plantea desde las primeras líneas de la obra con el rechazo fingido de
Bárbara hacia el mar, ese virar espaldas con una pronta y sospechosa
indiferencia:
Bárbara pegó su cara pálida a los barrotes
de hierro y miró a través de ellos. Automóviles pintados de verde y de
amarillo, hombres afeitados y mujeres sonrientes pasaban muy cerca, en un claro
desfile cortado a iguales tramos por el entrecruzamiento de lanzas de la reja.
Al fondo estaba el mar.
Bárbara se volvió lentamente y entró
por la avenida de los pinos.
En
este fragmento, punteado de verbos, el lirismo se ha sumergido y sólo lo
intuimos supeditado a lo descriptivo: el color de los autos, los rostros de
hombres y mujeres. Está, sin embargo, el mar, aunque colocado como sombra
(presagio, quizás), siempre velado por obstáculos como la reja o la avenida
cercana. El mar sólo es observable al fondo, y aún Bárbara se vuelve
«lentamente» y regresa a su jardín. He destacado ese pausado accionar de
Bárbara para asumirlo como la diferencia única con relación al tema del mar
como telón de fondo en otra importante novela cubana, que fue publicada en un
año clave del Boom, 1967, luego de obtener el Premio
Biblioteca Breve de Seix Barral (por lo que casi nadie duda en incluirla en la
nómina de la Nueva Narrativa), Tres
tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante. Esta es
la novela de la velocidad, de lo fugaz, de lo transitorio. Veamos:
Subimos, para variar, por San Lázaro. No me
gusta esta calle. Es una calle falsa, quiero decir que a primera vista, al
comenzar, parece la calle de una ciudad como París o Madrid o Barcelona y luego
se revela mediocre, profundamente provinciana y al llegar al parque Maceo se
expande en una de las avenidas más desoladas y feas de la Habana. Implacable al
sol, oscura y hostil en la noche, sus únicos puntos de reposo son el Prado y la
Beneficencia y la escalinata de la universidad. Hay una cosa, sí, que me gusta
de San Lázaro y es, en las primeras cuadras, la sorpresa del mar. Atravesando
La Habana en automóvil en dirección al Vedado y si uno tiene la dicha de ser un
pasajero, no hay más que seguir la cadencia de las cuadras, voltear la cabeza y
ver a la derecha, fugaz, una bocacalle, un pedazo de muro y al fondo, el mar.
Más
general el ambiente en Jardín,
localizado estrictamente en Tres
tristes tigres, ambas obras están marcadas, no obstante, por el
espíritu cubano de la insularidad, espíritu del coto cerrado, ese odio al mar
de Martí, que Dulce María Loynaz ya había retomado en su poesía asumiendo el
tema de la isla (Rodeada de mar por todas
partes, soy isla asida al tallo de los vientos...*) o en
el caso de Cabrera Infante trasladando a su novela, además, el escenario de la
nocturnidad, el también martiano Dos
patrias tengo yo: Cuba y la noche. Cierro aquí el breve paréntesis
del pareo entre estas dos libros, para considerar de inmediato otro elemento
que también coloca a Jardín en el umbral de la Nueva Narrativa:
el tiempo. Pero quiero anotar antes que en lo relativo a la velocidad esta
novela de Cabrera Infante sí se constituye en la antípoda de Jardín, aún cuando en las páginas de la
segunda sea encontrable un capítulo como Prisa; en él no se narra ese escapar
de sí mismos en que viven, sin indagar los motivos, los personajes de Tres tristes tigres, a pesar de que el
intelectualismo se patentiza en muchos de los diálogos; Prisa, uno, tiene el
distanciamiento crítico de la mirada de Bárbara, que focaliza todo el capítulo
con su singular punto de vista, sin inmiscuirse, de manera completamente
reflexiva; y dos, atrapa todo el desasosiego de los inicios del siglo, así como
la carga finisecular precedente, no en balde se ha afirmado que el XX no
comenzó hasta después de finalizada la contienda bélica de 1914 al 1918. En
este sentido, esas páginas remiten a las grandes definiciones filosóficas de
estados de ánimo o de conciencia, como la propuesta por Henri Bergson en su
obra La risa (1898). Aún así, el acto de novelar
el fenómeno lo hace más interesante. El capítulo, además, es fundamental para
entender la categoría temporal de Jardín,
que si bien no acusa los montajes soberbios que cual maquinarias de reloj exhiben
obras como Pedro Páramo (1955)
o La casa verde (1966),
sí va más allá de la fácil linealidad, generalmente por el uso de la
retrospectiva, evocaciones todas que llevan el germen de la curiosidad:
Había en Bárbara, como en Eva, una inmensa y
antigua inocencia, al mismo tiempo que una avidez frutal, una actitud perenne
de nacer sin haber nacido nunca, de despertar sin saberse a punto fijo en que
noche había dormido su sueño...
La
adolescencia de Bárbara, narrada mediante los "retratos" y las
"cartas", transcurre con una lentitud que desbalancea luego, como en
torbellino, la información que el lector recibe de su madurez:
Fue necesario que pasaran los años y los
viajes y los hijos, para que los ojos de ella fueran perdiendo el afán casi
angustioso con que solían alzarse...
Así,
en breves líneas, nos enteramos de la maternidad de Bárbara, de su adultez, y
cuando parece que el capítulo, como el día (The day is done), y por ende la novela,
están cumplidos, cerrados para final, se mezclan espacio y tiempo, pero ahora
desde la "prisa" recuperada para continuar el intento de aprehender a
esta mujer inclasificable, esta vez con una inversión del punto de vista, para
que sea el hombre quien la describa:
En París, Bárbara se hacía ligera, fina y
leve como una rama de muguet de abril...
Burgos le reveló una Bárbara adusta
y señorial que él no conocía...
En La Habana, el sol en ascuas y las
casas de azúcar se la dejaron dulce y quemada, como el sabroso melado de
caña...
Precisamente
en el capítulo titulado The day is done, se recupera el mar, ahora como símbolo
temporal explotado al máximo por el uso del propio lenguaje poético y los
versos de Longfellow; de esta forma, también se consuma la bildungsroman, se disipa la Prisa de Bárbara
en el mundo y desde la borda del Euryanthe se
ven Las luces, el fin del viaje y de la trama, aunque, nunca estará de más
apuntarlo, lo conclusivo en Jardín se
anuncia desde la página de apertura, que está fuera del cuerpo de la novela,
como fuera se halla la coda donde campean por las ruinas de la casa aquellos
hombres del Sindicato de Trabajadores del Hierro. Es el recurso de la Caja
China, que fue muy apreciado por los autores delBoom.
Por
último, quiero llamar la atención sobre ciertas sentencias explicativas
desperdigadas a lo largo del texto, dispuestas para «contrarrestar» los efectos
líricos. Dulce María Loynaz, como todo gran novelista, no deja cabos sueltos. Tomemos,
por ejemplo, el hecho de que Bárbara habita, en una rara soledad siendo una
adolescente, una casona a orillas del mar, sin otras preocupaciones vitales que
las que le plantea su imaginación. Esto al comienzo resulta chocante, luego no
tanto, a fin de cuentas, pensamos, es una novela lírica, y en el terreno de la
poesía la razón tiende a replegarse. Pues he aquí que en el capítulo La fuga
topamos con esta reflexión del propietario del Euryanthe:
Bárbara no podía habitar sola aquel sitio, y
era indudable que no había conocido otro.
Al principio había pensado él en
alguna maquinación, en alguna intriga en torno a una herencia o a una bastardía
suficientes para mantener el aislamiento y hasta la ocultación de la joven. Se
trataría posiblemente de una de esas tantas menores de que habla el artículo
364 del Código Civil.
Maquinación,
bastardía, intriga... Son palabras que, contra el ambiente común de la poética
del libro, lo instalan en lo puramente novelesco. Ello constituye, además, una
inteligente subversión de la línea inicial del Preludio, pues si bien
convenimos en que esta es la historia de una mujer y un jardín, no nos parece
monótona, y mucho menos incoherente. Justamente contra la incoherencia (contra
los glosarios de términos; esos indigenismos o americanismos), fue que
reaccionó el Boom con probada eficacia, siempre
desde las posibilidades que ofrecía la palabra. En Jardín, debido al afán totalizador de su
arquitectura lingüística, se cumple con creces aquella «apuesta por el
lenguaje» de que hablara Carlos Fuentes refiriéndose a la narrativa de los
sesenta5. En un capítulo como El mundo es redondo,
la sentencia inaugural, de tan obvia, sobrecoge. Nos damos cuenta de que ya no
se trata del asombro o la curiosidad de Bárbara, sino del deseo de reinventar
una forma de decir, de fabricar una voz «otra», paralela a la cual corre una
suerte de declaración de fe en las infinitas potencialidades del idioma, y de
la poesía:
El mundo es redondo: Cuando un barco se
aleja por el horizonte, lo último que se pierde de él son los mástiles, el
humo, el punto más alto...
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