Nelson Simón González

(Pinar del Río, 1965). Poeta, editor y narrador. Entre sus títulos para niños y jóvenes se destacan: En el cofre de un pirata, editorial Hermanos Loynaz, 1999, premio La Rosa Blanca; Brujas, hechizos y otros disparates, editorial Betania, Madrid, 2000, premio Oriente y premio de la Crítica, 2004; Manuscritos de Pink Mountain, premio La Rosa Blanca, 2006; Maíz desgranado, premio La Edad de Oro, 2003; Preguntas de Rocío, editorial Gente Nueva, 2007, premio La Rosa Blanca y Cuentos del buen y mal amor, editorial Gente Nueva, 2008, galardonado con el premio de la Crítica Literaria. Ha obtenido numerosos premios y menciones en concursos nacionales e internacionales con su literatura para adultos.


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Del libro As de corazones

Editorial Cauce, Pinar del Río, 2010.

VALENTINA Y VALENTÍN

Alma,
ponte color naranja.
¡Alma,
ponte color de amor!
FEDERICO GARCÍA LORCA

La casa estaba en la cima de una pequeña colina y todos la miraban con respeto. Era una casa que inspiraba respeto. Vetusta. Gris.
Enorme para estos tiempos. Un amplio portal con robustas columnas la rodeaba. Cualquiera hubiera deseado tener un portal así para llenarlo de helechos, geranios, buganvillas y cómodas mecedoras. Pero Valentina, su dueña, apenas salía al portal. Hacía tiempo que estaba sola. Su familia, poco a poco, se fue marchando: a otras ciudades, al extranjero y otros habían muerto. Valentina seguía aferrada a sus cosas, viviendo una vida interior que nadie conocía pues nunca abría los grandes ventanales con balaustres. Nadie atravesaba el portón de la gran verja que rodeaba la casa para venir a visitarla. Los gorriones no volaban por allí ni anidaban en las tejas. Los gatos y perros vagabundos pasaban de largo como si ignoraran la presencia del silencioso caserón.

Una vez por semana Valentina salía a la calle para hacer compras y volvía con las bolsas de nylon cargadas de verduras, huevos, carne, leche, galletas..., todo lo necesario para hundirse en un mundo de
soledad y silencio parecido al de los astros.

Pero, inesperadamente, una mañana, oyó sonar el timbre de su casa. Hacía tanto que no sonaba que no reconoció de dónde venía aquel piiiiiiii, piiiiiii... sostenido. Volvió a sonar y Valentina se estremeció al descubrir que alguien llamaba a su puerta. Sintió miedo. Solo podía ser una mala noticia. Se asomó por el “ojito” de la mirilla y no vio a nadie. Entonces abrió con mucha cautela, la vida se había vuelto un tanto peligrosa y Valentina tenía una casa que era poco menos que un museo o un almacén de antigüedades.

En el portal solo había un perrito carmelita que movía la cola con insistencia y la miraba con ojos casi humanos. Valentina le acarició
la cabeza y decidió entrar nuevamente a su mundo de silencio.

Fue entonces que reparó en la nota colocada en una grieta de la puerta:
Pasar por la oficina de correo. Tiene un paquete postal.
No podía imaginar qué significaba aquello.

La curiosidad era tal, que Valentina decidió ir inmediatamente. Entró a casa, se cambió de ropa, tomó el monedero y las llaves y cuando salió al portal... allí estaba el perrito carmelita moviendo insistente su cola feliz.
La acompañó todo el camino. Marchaba delante y cada cierto trecho se detenía, la miraba con ojos casi humanos, movía la cola y continuaba como si supiera al lugar que se dirigía. Al llegar a las oficinas de correo se detuvo y esperó que ella recogiera el paquete postal. Valentina pensó que el perrito podía pertenecer al cartero que le dejó el aviso.
Preguntó a las personas que la atendieron pero todas coincidieron en que no conocían al dueño del simpático animal.
Camino a casa, volvió a acompañarla. La condujo hasta el portón de su verja, y luego de ladrar como diciendo “hasta luego”, se marchó sin dejar de mover la cola.

El paquete postal de Valentina no tenía remitente, por lo que no pudo saber quién enviaba aquella hermosa planta de geranios sembrada en un tiesto de barro y una pequeña tarjeta deseándole un ‘Feliz cumpleaños”.

Era tanta su soledad que ni ella se acordaba de su cumpleaños.

Recordó los tiempos en que el viejo caserón estaba pintado, lleno de vida y alegría: primero su esposo, sus hijos, las jaulas con canarios y periquitos colgadas en el portal, el patio central con la fuente rodeada de helechos y el granado que en las tardes se llenaba de gorriones. Luego, con las nueras, llegó el bullicio, las largas conversaciones, los hermosos tejidos a crochet.
Más tarde, la casa se colmó nuevamente de risas y llantos de niños con la llegada de los nietos.

Valentina no recordaba cómo había comenzado todo aquel éxodo que la dejó sumergida como un astro en medio de un silencio estelar, inconmensurable. Por un momento fue feliz con los recuerdos. Su enorme caserón se llenó con fantasmas del pasado, con voces que ya no sabía distinguir. Fue hasta la ventana y colocó el tiesto. Cada día
esperó a que el sol declinara para regar las flores bermellón que ahora la acompañaban.

A la semana siguiente, al salir para hacer las compras, volvió a encontrar ante la verja, al perrito carmelita de cola feliz y ojos casi
humanos. Estaba como esperándola y no la abandonó ni un solo momento mientras recorría los kioscos y compraba verduras, huevos; la carne, la leche, las galletas...

Antes de salir del mercado reparó, por primera vez, en un sencillo establecimiento donde vendían plantas ornamentales.
Había helechos azules, culantrillos, cuernos de alce; buganvilas moradas, blancas, naranjas; begonias, margaritas, chefleras enanas, gardenias, rosales florecidos, jazmineros. Valentina sintió unos extraños deseos de llevarlas todas a casa; pero tenía las manos cargadas. La vendedora se lo vio en la mirada y le dijo con una amable
sonrisa que sabía a invitación: “siempre tenemos’.

Valentina volvió a casa seguida por el que, al parecer, había decidido ser su amigo. Al llegar lo invitó a entrar pero él movió la cola y ladró dos veces como diciéndole “no” y “hasta luego”, para después marcharse.

En los días siguientes, la gente vio con asombro, cómo el amplio portal de robustas columnas que rodeaba la casa de Valentina, se poblaba de maceteros con todo tipo de plantas. Cada mañana ella iba hasta la plaza del mercado, y acompañada de su fiel perrito carmelita, regresaba con un helecho, una azalea, o un rosal nuevo.

Una tarde, después de regarlas, sintió ganas de sacar una vieja mecedora de mimbre y sentarse a ver caer la noche.

Otra mañana tuvo deseos de contratar unos albañiles que compusieran las vetustas y desconchadas paredes. Luego decidió comprar pinturas de colores alegres y contratar pintores. El gris caserón que, desde la cima de la colina, inspiraba respeto, se fue convirtiendo en una casa hermosa a la que, gustosos, volvieron los gorriones para anidar en sus techos de tejas.

En cada viaje que Valentina hizo en busca de pinturas, brochas o cemento, siempre marchó junto a ella, con absoluta fidelidad y
moviendo su cola feliz, el perrito carmelita.
Pero por más que le ofreció ricos manjares y lo invitó a quedarse, no logró que lo hiciera.
Después de acompañarla, la despedía con su habitual ladrido y se marchaba, zarandeando la cola al compás de su paso.

Llena de curiosidad, un día decidió seguirlo.
Hizo como si entrara a la casa y luego fue tras él.

Hacía un calor sofocante y el perrito andaba de prisa. Valentina nunca pensó que tendría que recorrer la ciudad de un extremo al otro para saber a dónde iba, cada vez que la despedía, su compañero.

Entonces lo vio subir, por un camino de chinas pelonas que conducía hasta una casa en la cima de una pequeña colina, y atravesar la puerta entreabierta.
Era una casa vetusta y gris que inspiraba respeto. Enorme para estos tiempos. Un amplio portal de robustas columnas la rodeaba. Cualquiera hubiera deseado tener un portal así para llenarlo de macetas con helechos, geranios, buganvilias y cómodas mecedoras.
Valentina lo siguió hasta la puerta e hizo sonar el timbre con un piiiiiii, piiiiiii sostenido.

Un señor con cara de tener una soledad inmensa, inconmensurable como la de los astros, salió a recibirla:
—Buenos días, me llamo Valentina.
—Ya lo sé, mi nombre es Valentín.

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del libro El peso de la isla
Ediciones Loynaz. 1994

El peso de la isla

Y ahora que soporto el peso de la isla,
que cargo con mi país
como quien carga una pesada cruz
o el más necesario de los equipajes,
no sé hacia dónde voy,
no sé lo que me aguarda si logro amanecer
y tocar otro día, otro peligro de humo en la garganta
haciéndome toser para intentar ser puro
en la espesura de un café demasiado mezclado
que puede no esperarme,
en un amor de bestia que se escapa
al verse acorralada,
de animal manchado
que inevitablemente se remonta
hacia su propia trampa.

La vida no es un sueño.
Es más la pesadilla de ir
haciendo los días poco a poco,
de irlos amontonando, lanzándolos
como inútiles piedras
hacia el fondo abismal de un viejo pozo
al que tenemos miedo de mirar,
miedo de ir a asomarnos y no encontrar
lo que esperamos,
lo que quisimos ser y no pudimos
porque la vida no es un sueño,
es más la pesadilla que nos van regalando,
es una casa mínima, impersonal,
una casa sin flores ni árboles frondosos
que protejan,
un número en el lugar del rostro
para ocultar la huella de los pájaros,
la sombra que sus patas dejaron
marcadas en mis ojos
dulces y venenosos como almendras.
Mis ojos de muchacha que intenta pestañear
y ser la eternidad,
verse entre blancos vuelos de domingo
caminando por una ciudad de casas nobles,
de aceras desprovistas de ese aire de muerte
que anda por mis aceras.

A nadie, más que a nosotros mismos,
debemos estos gestos tan débiles,
la gracia de la voz y el abanico,
el toque de la luna sobre el pubis,
estos cuellos de cisnes
tan frágiles y hermosos.
A nadie debemos el terror de esa vida
sobre una cuerda floja,
ni el traspiés,
ni la familia dispersa
que solo fue feliz en un retrato,
ni las cabezas rodando ensangrentadas
como rueda la res
en la innombrable claridad de los mataderos.

A nadie, más que a nosotros mismos,
esta nerviosa risa de bufones,
esta inmensa ceguera, este hueco del pan
encima de las mesas,
esta necesidad de ser como no somos.

Y ahora que llevo mi país
como quien lleva una corona de espinas
hiriéndome la frente,
es mi país el sitio más querido,
también el más odiado,
es el ruedo de muerte, es la desesperanza,
otro golpe de mar, su inminente presencia
en el dolido pecho
de aquellos que como pájaros tropicales
se alejan de sus costas
en busca de otras costas más íntimas,
en busca de otra luz más verdadera
que esta pesada luz
que ahora tiene mi isla.

¿Acaso es mi país un puñado de tierra desolada,
una tristeza de ojos pequeñitos,
silenciosa como la de los rinocerontes
que nos miran
desde su lástima de húmedo animal,
desde su libertad
de bestia de feria acorralada?

Y ahora que guardo mi país,
sus dudas, sus mentiras tremendas,
sus cielos desplomados,
el ácido y podrido olor de ese misterio
que brota de sus casas;
mis amigos perdidos, convertidos en sombras
lejos ya de la complicidad de mis hogueras;
¿quién recoge mis pasos, la vida que he perdido,
la vida que quemé con la inseguridad
y la nostalgia
de quien quema las secas hojas de un herbario?

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Poema mientras bajo la calle principal
                                                                                                                   a Nery Carillo

Si alguien me preguntara qué le falta a mi ciudad, ni siquiera tendría que pensarlo. No tendría que subir y bajar la calle mirando, con la fijeza de un catador de vinos, hacia un alero, en el que el musgo crece desordenadamente en un intento inútil de apoderarse de la luz; una puerta de cedro o de caoba, una gran puerta del siglo XVII seria y silenciosa como los familiares de un difunto; un amplio portal, cómplice y sombrío, lleno de esos fantasmas que el polvo y la cal van delineando en las fachadas, carceleras de otros fantasmas más humanos, un corredor en calma donde sin dudas se escuchará la voz de dos amantes rodeados de gorriones bajo el frescor y la nostalgia que traen las mañanas hasta el paisaje ya sin color de un patio de provincia.
Yo no tendría que andar entretenido, con ese aire de falsa ingenuidad que llevan los turistas de una a otra plaza. Ni siquiera posaría mis ojos, canarios de cristal, en el barroco bosque de figuras, que el tiempo, con precisión de orfebre, ha dibujado en una reja. No abriría mi boca ante el asombro de un detalle, apenas perceptible para un vagabundo. No me deslumbraría para decir amaneradamente: «qué delicado aroma se desprende de ese resetón Art-Noveau, suave como los lotos que flotan en el Nilo...», o, «esa columna jónica tiene la perfección del pecho de mi amante... », o, «en ese balcón Neoclásico relucen las huellas de oro, las delicias del ciervo que comía su mitad de luna encima de mi sexo... »
Todo rebuscamiento sería innecesario pues mi ciudad siempre ha sido exacta y triste como una puesta de sol cuando uno se encuentra lejos de su casa. La ciudad ha tenido siempre sus miserias. Sus rincones oscuros. Sus bosquecillos de carencias y mezquindades ardiendo en los segundos pisos. Sus lluvias que la diferencian de Estocolmo con nieve colgando de los puentes, Estambul y sus pájaros rojos sobre los minaretes, Luxemburgo o Londres o París tan sobrios en la niebla solamente atravesada por el paso inevitable de las horas.
Yo no tendría que mirar a un lado y otro lado, ni sentarme en el quicio de una acera buscando un nuevo signo, un gesto que transparente el alma de los transeúntes que recorren mi ciudad a las cinco de la tarde. Nada buscaría dentro de sus ojos cansados de esperar. Nada dentro de sus pechos llenos de toros dormidos. Nada dentro de sus bocas en las que crece la misma y siniestra canción.
Si alguien me preguntara qué le falta a mi ciudad, diría sin pensarlo que es la alegría de un parque o una pequeña plaza donde paseen tranquilas las palomas.
Una muchacha con una blusa azul que les dé de comer en el hueco de su menuda mano.
Y un banco de madera. Un simple banco donde me sentaría para intentar atrapar en un dibujo, la plaza, las palomas, la muchacha y la paz de su mirada: todo lo que para mí pudiera ser la libertad.

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Del libro Para no ser reconocido

Editorial Cauce, Pinar del Río, 2001.

PARA NO SER RECONOCIDO

Una y otra vez registro en los boleros de ayer
la placa del disco relampagueando
en el rincón más apartado de la sala
y nosotros encima
con el tranquilo racimo de sus cansadas voces
escondiendo el ruido de los pasos,
esperando una luz que nunca aparecía.

Hago amigos al fondo de los vasos.
Vuelvo a bajar la calle que nos lleva hasta el mar.
Trato de no ser reconocido
a la hora de la desesperación.
Simulo estar cortando cortezas en el río
y mi sombra, que es tan humana,
que es tan precavida y ladra como todas las sombras
se va al puente a moldear su vinagre,
su mascarilla de morir.

Me hago el ciego. Me gusta olvidar ciertos días del año,
ser mitad ingenuo,
mitad puñal que suda en los portales
donde presiento el polvo,
su dibujo al tropezar con el amor de los fugaces.
Digo no ver la lluvia,
un hierro ácido que nos cerca;
pero la siento lejos, en las peceras del hotel,
en los ojos que pedí prestados para abordar los trenes,
para reunir la leña de salvar a mi tigre:
necesitado animal que hallé meciéndose,
desangrándose sobre la cuerda
que nadie quiso atar, sin pasto,
sin casa donde ir
en el momento de parecer confiado.

Pongo todo el peso del barro,
una mano que limpie la escarcha de su tajo.
Cuido que los bejucos no atraviesen
el cristal de su reloj
y ningún rostro es tan dulce como el suyo,
ninguno entra en mí
y uno aprende a ser otro que no es el hijo único
ni es alguien conocido recogiendo uvas
a orillas de la cerca.
Uno aprende a olvidar la ingravidez,
las cenizas que aventaba en contra dei viento
vestido de Narciso.

Digo no ver la lluvia,
las noticias que el cartero clavaba en mi puerta
mientras yo escribía.
Nadie quiere saber en qué estación del año fuimos buenos
durmiéndonos al amparo de viejos retratos familiares.
Nadie va a llegar hasta el sitio en que dejé tendida mi
camisa,
va a ordenar los granos, las cosas más simples.
No hay quien ponga estas hojas a hervir a fuego lento,
quien encienda una lámpara
ni siquiera un mechero al entrar en mi casa.
Para no ser reconocidos
es que miramos al cielo de los discos.
Para no perderte de vista.
Para hallar nuestra luz,
es que caemos en el abismo
de los que intentan parecer normales.

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Carta inconclusa a Dulce María Loynaz
Ediciones Loinaz, 2002.
  
III

Todos mis grandes amores han sido enemigos del tiempo. Y heme aquí, detenido en mitad de mí mismo; separado, de todo lo que debió ser mío y perdurar, por un ejambre de insectos de oro y niebla.

Heme aquí, los recuerdos como restaurados abanicos sobre mi mesa y el alma fatigada de tanto andar, de tratar de asirme a un borde para mí necesario y que se toma efímero, fantasmal, doloroso cual peligrosa herida de cuchillo.

Mi alma viene a usted. Es un cachorro sin madre y apaleado, un cachorro con frío que busca calentarse en su regazo. Y usted es una casa cerrada, un rosal seco. Es la lejana luz, casi eco de sombras de una apagada hoguera que, en otro tiempo, crepitara, como si en ella ardiera el más bello esplendor de las hojas de otoño. Usted es otro tiempo que no puede ser mío y que contemplo ahora a través de un cristal.

Nada hay más parecido a la muerte que el tiempo. Y es que él lleva dentro de sí —como la flor el fruto—, la inevitable muerte.

El tiempo es mi enemigo y todo lo que he amado se va volviendo suyo, se va perdiendo en sus torbellinos con suavidad que espanta, y es él quien lo disuelve, lo confunde, lo hace perdurar cerca de mí, pero a la vez muy lejos, separado por un espacio que mi mano no puede atravesar, por un paisaje que mi ojo no puede definir, por un muro imposible de saltar para mis bestiecillas.

¿Qué existe al otro lado? ¿Acaso una pradera con diminutas flores blancas? ¿Acaso sea la nada? ¿Acaso está su rostro con toda la perfección de lo que ya no podemos poseer y aquellos otros que ahora se tornan dulces después los perdimos en un juego que nunca fue tomado en serio?

No puede mi mano volver atrás los días, repetir el número exacto de amantes sobre el parque; repetir los gorriones que una tarde se bañaban con el polvo lento que caía; repetir sus trinos casi palpables, mis palabras —estrellas que quemaban—, la tarde misma con todo el peso de su color sobre mi frente.

Son imágenes viejas, vividas y grabadas para siempre con el brillo y la piedad de un fresco de Miguel Ángel, en alguna muda pared de mi memoria, engalanada como una pequeña catedral en días de Navidad.
¿Y si yo no durmiera, si mis ojos se negaran a aceptar el límite, la sucesión de días y de noches, si intentara atravesar la corriente, cortar esta agua nueva del tiempo en dos mitades y remontarme por él hacia su origen con ligereza de pez arrepentido?

¿Acaso así tendría todo lo que he perdido, lo que debió ser mío y ya no existe, lo que me fue negado por no llegar a tiempo, lo que sería yo si no fuera este otro que ahora le escribe cartas?

Todo lo haría yo por lograr que mi corazón tenga un instante de paz. Por poner en su sitio las cosas que no supe colocar en su momento. Y ordenar mis amores, mis vasijas de barro junto al brocal del pozo, mis reptiles terribles, mi corazón detenido en mitad del camino.

Todo lo haría yo —y todo es poco— por evitar las lanzas y los dardos que, alguna vez, lancé tan ciegamente.
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del libro Las viles maniobras

Inédito.

IMPOSIBLES

Ahórcate un momento. ............................. Cuelga de uno de esos días
en que el país asfixia.
Cae y deja fluir la leche de tu carne
pasto para el gusano y el absurdo. ............................. Permanece.
.................... El sueño no basta. ...................... La escritura no libera tu espíritu.
La culpa ha de ser la misma
y a esta hora las vacas pastan sigilosas
en sus jugosos cuartones turísticos
bien diseñados, de un verde que deslumbra
y seduce. ............................................ Para ti la fiebre.
La cabeza que se parte de tanto pensamiento atascado
y tanto animalito fosforescente e imposible
que entra por los ojos.
El mundo ante ti, ....................... virtual, ....................... ajeno, futurista;
pero aclimátate en la cueva
donde sueñas aquello que ya soñaron otros hombres.
No alces la mirada. ................................................. Sé humilde
hasta en el modo en que te tiendes a contemplar el cielo.
Envejece con resignación
ahorrando el oxígeno y los días
que se deslizan bajo tus pies:
“se están vendiendo parcelas en la luna…”
“Dolly tiene otra hermana…”
“El Euro ha unido a Europa…”
“Por la calle Alcalá un millón de homosexuales
demuestran que las aguas de un río
nunca son las mismas…”
Las palabras no alivian. .................................... Son la cáscara
atascada en los remolinos del fregadero.
Entramos al milenio y creo oír las mismas voces.
Pedaleo en mi bicicleta forever siempre forever
azul pastel
y el cielo oxidado sobre tus párpados,
el plátano que abunda
y el sinsonte sin argumentos sobre la madrugada:
maneras de asumir la resignación y el sexo
cada vez más escaso y necesario,
cada vez más caro un minuto de tierno placer.
Asómate. .......................... Sé el gato que imperturbable,
en la ventana,
ve pasar la vida.
....... Ahórcate un momento. .................. Cuelga de uno de esos días
en que el país asfixia.

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