Orlando Valdés Camacho

Pinar del Rio, 1962. Licenciado en Economía. Especialista del Sectorial Provincial de Cultura. Ha obtenido varios premios y reconocimientos en Encuentros de Talleres Literarios en los géneros de cuento y poesía. Mención en el concurso “Hermanos Loynaz”, en narrativa 1994.

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de la Antología Retratos Nuevos

Antología de narrativa. Juan Ramón de la Portilla. Edición Hermanos Loinaz. Pinar del Río. 1995.


No podemos culpar a los que saltan

1 

Esa noche los nervios estaban a punto de noquearme, o lo habían hecho ya sin darme cuenta. No lo sé, los nervios son difíciles de conocer. Mamá también los padeció durante diez años, aunque no murió por ellos. 
Me subí al muro, en el punto exacto donde las olas no dejan lugar para el arrepentimiento, donde la humedad del salitre es un rayo cortante que lastima. Nunca hasta entonces lo hice solo. De pequeño papá me obligó a caminar por los bordes o me sostuvo sobre el vacío, porque según él, aquello era algo así como una prueba al valor: No llores, déjate de remilgos, te pareces a tu madre, tienes que convertirte en un tipo duro. – Decía con aquel aliento etílico que me quemaba la cara. Y mamá suplicante: Por favor, bájalo, vas a matarlo. Pero nada, papá es uno de esos hombres con la mente más embotada que un cuchillo de mesa. Siempre lo hizo para demostrar su poder, para humillarla en una discusión que todo el tiempo terminó igual: Yo más muerto que vivo entre las piernas de mi vieja, ellos con la dignidad hecha pedazos. 
El regreso era peor, lo hacíamos en el auto a tanta velocidad, que en ocasiones vomité sobre el vestido de mi madre. Ella nunca se molestó conmigo, sólo me abrazaba, soportando el hedor de mi bilis con la misma tranquilidad que soportó que muchas de esas noches papá la desnudara en la sala y la poseyera con rápidos movimientos y sucias palabras, mientras yo los observaba entre temeroso y fascinado, en un rincón detrás de las cortinas. 
Antes fue diferente. No lo recuerdo porque estaba así de este tamañito, pero algunas veces, en mi cuarto, mamá dijo que todo comenzó a cambiar cuando él regresó de la misión en África: Primero el recibimiento, la Medalla de Primer Orden, la Medalla del Valor, las fiestas con los amigos. Después la realidad, la demostración de que mi padre había regresado como un despojo humano... Por eso odio las guerras. 
Un día la borrachera llegó al límite, el muro pareció interminable y la noche no acabó en las ofensas ni el ultraje del sexo. El accidente se llevó a mi madre. Su rostro cubierto de sangre no pudo siquiera regalarme una despedida. Mi padre en cambio sólo  perdió las piernas. Yo, inexplicablemente, salí ileso... Pero basta, no vale la pena atiborrarte con el pasado, esas cosas se impregnan en la memoria y lo mejor es olvidarlas. Tú quieres saber qué sucedió la noche que me detuve en el borde del muro. Por qué un hombre cansado y sin esperanzas vaciló en el último instante... Espero puedas entenderlo. 
Era poco más de las once. El día fue difícil en la fábrica, también en la casa donde mi padre, huraño en el sillón de ruedas, me recibió con una andanada de groseras increpaciones... Encendí un cigarro, en realidad no quise, yo no fumo, pero los nervios son impredecibles, te obligan. Miré las aguas de la bahía, el buque con bandera de no sé qué país y pensé, con el pecho a punto de estallar, que el aire sólo me alcanzaría para unas pocas horas. Fue en ese instante cuando escuché la voz a mis espaldas; una voz diferente. 
- ¿Desesperado? 
Mi buen amigo, si alguien de pronto te sorprende de esa manera y al darte vueltas encuentras una figura imposible de describir, saldrías corriendo sin pensarlo dos veces. Yo, en cambio, me quedé, acepté el reto. 
- ¿Desesperado? 
- Un poco. 
- No te preocupes, terminarás pronto. No eres de esos que llegan destrozados por los accidentes o las enfermedades. Perteneces al selecto grupo de quienes me buscan por su propia voluntad, porque se agotan. 
La miré. ¿Una mujer? Sí, yo quise que lo fuera. Una hermosa mujer cuyos ojos reflejaron una luz amarillenta. 
- No pongas esa cara de tonto, más de una vez has deseado encontrarme. 
- No entiendo 
- Cuando tu madre se fue, cuando tu padre te humilla sin razón alguna. 
-¿Quién eres? 
- Soy la única salida, el descanso. 
Comprendí, y me pareció justo porque... Espera, amigo mío, dónde vas... Es difícil de creer, lo sé. De no haberme sucedido tampoco lo creería, pero no cierres el libro, por favor, eres todo cuanto me queda..... Además, son unas pocas cuartillas.... Gracias. 
Te repito, era real, palpable, la mujer que siempre soñé desde mi infancia. En ese momento rompí con mis fracasos, con la rabia de tener la boca cerrada, con los sermones del viejo cuando me decía: En esta casa no pone un pie una mujer. Nada de casarse, eres demasiado estúpido, te van a pegar los tarros. Tu obligación es cuidarme... ¿Comprendes ahora? Vi la posibilidad de ser alguien y me aferré a ella sin pensarlo. Vamos, sigue, sigue leyendo. 
- ¿En qué piensas? 
- No estoy pensando. 
- ¿Arrepentido? 
- No. 
- ¿Entonces...? 
- No quiero irme ahora. 
- Hace un momento estabas en el borde, listo para hacerlo. 
- Sí, pero... 
- ¿Entonces? 
Lo ves, es real, me presiona, sabe que estoy en apuros, que todos dependemos de ella... ¿Puedes ayudarme? 
- Déjalo, él no puede hacer nada mientras existas, está ahí sólo para leer tu historia. 
- Aún no la he escrito. 
- Lo harás. 
Tuvo razón. Este es el relato, lo escribo hoy, tres días después del primer encuentro. Sin embargo esa noche ambos sabíamos de tu existencia. ¿Te das cuenta de ese detalle, del alcance que tiene la imaginación del hombre? Te di participación en el cuento antes de escribirlo, y eso demuestra que no estoy loco...  ¿Verdad? 
- Ya me voy. 
- ¿Por qué? 
- Hay otros. 
El tono de su voz fue altanero, decidido, como el de mi padre. Me dio rabia, quise revelarme, someterla. 
- No, no te irás... ¡Vas a quedarte! 
- Imposible. 
- Te quiero besar. (Fue la frase más descabellada de mi vida, no se me ocurrió otra) Olvidas que estás ahí por voluntad mía. 
- Pero no soy real. 
- Sí lo eres. 
- Estás agotado. Tu infancia fue una pesadilla. Tu padre sigue dando órdenes, es un hombre con el alma muerta que aún cuidas porque le temes. 
- Por eso, tengo derecho a una aventura, la última. 
- Imposible. Represento el punto donde nadie quiere llegar. 
- No, eres la salvación, la salida. Lo dijiste hace un rato. 
Cuando pronuncié estas palabras di dos pasos hacia ella... ¿Mis nervios? 
- No te acerques. 
Su voz sonó hueca, insegura. 
- Quiero acercarme. 
- Soy yo quien debe llevar las acciones, quien te obligue. 
-Siempre hay una primera vez. 
- Estás loco. Ustedes los humanos poseen sentimientos demasiados... 
-¿Demasiados? 
-Peligrosos... Soy odio, miseria, la peste. ¿Cómo explicar lo contrario? 
-No lo expliques 
- Basta, esta conversación no puede continuar. 
-Pues lo siento, no moriré sin besarte, ese es el trato. 
Hubo un momento de silencio, ni las olas penetraron en las rocas para salpicarme. Una mirada de incomprensión medió entre nosotros... Se fue, de golpe.  Ambos estábamos frustrados, pero yo más. Yo con el sabor amargo de no lograr mis propósitos, de ser torpe, de ni siquiera poder suicidarme... Bajé del muro... ¿No es como para suicidarse? 
Así sucedió, mi amigo. Esa noche el mundo fue un hueco por donde me perdí con los nervios a cuestas, la vida a cuestas, mi padre a cuestas. Dos horas después estaba escondido entre las piernas de una puta que en cada sacudida tenía que darse un toque de marihuana. No me importó, mi mente estaba en otra parte. Y no fue una pesadilla, claro que no, sólo tuve miedo cambiar ese lado de la vida donde no sucede nada, sin antes regalarme un poco de felicidad... ¿Pesimista? Piensa lo que quieras. 
Fin de aquella noche. 


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2 

Es la misma hora, aunque la noche está más fría. Mi sombra al pasar se deforma en los charcos que reflejan la luz mortecina de las lámparas de mercurio. ¿Vendrá hoy? No lo sabes, y si así fuera, ¿cómo ibas a decirlo? De ese lado todo es más fácil, pero tiene sus limitaciones... Ayer mi padre se orinó frente a la cama. A menudo lo hace para obligarme a limpiar. También en la fábrica tuve problemas. 
Esta noche las olas son más oscuras. El viejo muro me reconoce y deja escapar su olor de mares y desperdicios. En el bar los amigos dijeron que estoy loco cuando les conté la historia, rieron como idiotas, con su aliento pestilente. Para ellos la única realidad es ir y venir por calles cubiertas de basura y de una nueva cultura americana, vegetar entre la fábrica y la cantina. Sólo hablan del alza de los precios, de la desesperanza, del bloqueo. Nunca ponen el dedo en la llaga, la de adentro. Tampoco se apuran en llegar a sus casas; donde sus mujeres usadas y grasientas no dan para más. Desconocen que el amor, esa fuerza que mueve la tierra... 
¿Quién se detuvo?... Debo haber sido yo. Eso de la fuerza que mueve la tierra es bastante cursi. Si quieres no lo leas, o mejor táchalo... A veces no sé lo que digo. Eso y el párrafo anterior no tienen que ver con este cuento... Te decía... Hoy sí lo voy a hacer. Al carajo el viejo, que se pudra, yo también tengo derecho, por lo menos a morirme cuando me de la gana. 
Este es el lugar... No estoy solo. Veinte metros a la derecha dos hombres lanzan sus anzuelos. ¿Serán pescadores, o personas que disimulan mientras esperan una lancha para irse del país?... Míralos bien... Son viejos, sus rostros llenos de surcos demuestran la secuela de una época difícil. Esa gente no tiene valor para irse de esta pocilga... Son pescadores... Me miran como si fuera un intruso. Pero no es así. Yo no soy nadie, son ellos los que me molestan, los indiscretos. Un suicidio es algo serio, exijo privacidad... 
¿Sabes? A las personas les gusta ser dominadas, acatar órdenes,  no moverse de donde los sitúan; como marionetas. En eso tengo mucha experiencia, siempre fui la marioneta preferida de papá... Hace frío. Me pregunto dónde estarás leyendo. ¿En el cuarto, bajo un árbol, en una parada de ómnibus, en una oficina, disponiendo si este cuento puede ganar un concurso? Bah, supongo que una historia como la mía no puede ganar nada, salvo un poco de lástima... Antes yo leía en cualquier parte, hasta que mi padre botó mis libros... 
Ahí se acerca una pareja. Se ven tan lindos, unidos... Pasan sin fijarse en mí, tampoco en los pescadores. Para ellos el mundo es el espacio que existe entre sus bocas, entre sus cuerpos cuando se abrazan. A propósito, ¿tienes novia, esposa, hijos, hogar?... ¿Es bueno tener hogar?.... 
Un auto de embajada pasa con ese arrullo de motor que tanto me gusta. En nada se parece a nuestros viejos carros de humo insoportable. Me siento en el muro y respiro. Por un instante pienso que la vida es maravillosa, a pesar de los problemas y preocupaciones. Pero son sólo unos segundos, mis nervios vuelven a la carga con la imagen de mi padre... Voy a hacerlo. 
-¿Desesperado? 
¿Es el eco, la imaginación, el mar? Los pescadores siguen en silencio, con la vista fija en el cordel que no se mueve. Es la misma voz... Está aquí. 
-¿Confundido? 
- Sí. 
- ¿Por qué? 
- No te esperaba. 
- Llevas media hora en este lugar. 
No lo comprenderás, amigo mío, su tono de voz fue suave, simple, como el de mamá. El mismo encanto en su rostro imposible de describir, ahora en cambio sus ojos no abrigaban una luz amarillenta, sino azul. 
-Sí, pero aún no estoy en el borde. 
- Lo sé, fui yo quien quiso venir. Los humanos siempre me dan igual, sean esclavos o presidentes, en cambio tú... 
- ¿En cambio yo...? 
- Eres distinto, sin ambiciones. 
- Yo sí tengo ambiciones. 
- Una sola, escapar, y para mí no es ambición, es la renuncia. 
- Tenemos un trato, ¿lo recuerdas? 
- Por eso estoy aquí. 
- ¿A dónde me llevas? 
- Eso lo decide Dios 
-¿Cómo es Dios? 
- No lo sé. 
-¿Ni siquiera tú lo sabes? 
- Dios es Dios 
La miro entonces detenidamente. Sus mejillas se colorean, sus labios carnosos aparecen en la línea de los míos. Y me domina el deseo de tenerla, de hacerle el amor sin importarme que estés ahí, leyendo lo más íntimo de nuestro encuentro. 
-¿Por qué te veo tan hermosa? 
- Todo es proponérselo. 
- Mi amigo también puede verte ahora. 
- Tu amigo puede y sabe muchas cosas, aunque aún no lo cree posible. 
- ¿Qué te hace pensar que me iré contigo? ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué no tengo miedo? 
- Son muchas preguntas. 
- Me duele el estómago, mejor nos vamos de una vez. 
- Aguarda, tenemos un trato. 
- Me siento mal... ¿Ese que está ahí no es mi padre? 
- No hay nadie. 
- Sí, es mi padre, y quiere hacerse.... Papá, si lo intentas juro que te mato –Grité. 
Los pescadores miran  sorprendidos. 
- De veras no hay nadie, son visiones. 
- Mi padre es malo; una vez llevé una joven a la casa y él se masturbó frente a ella. 
- Cuando venga por él voy a torturarlo. 
- Bastante tortura tiene ya sin sus piernas y su vida miserable. - A pesar de todo voy a torturarlo, se lo merece. 
- ¿Dónde está mi madre? 
-Tu madre fue una tonta sentimental, hubiera podido luchar y no lo hizo. No sé donde se encuentra. A todos los dejo en un punto del tiempo, Dios hace el resto. 
- Dios es un poco egoísta. 
- Dios es justo. 
- ¿Podré verlo? 
- Es una pregunta difícil. Los seres humanos mueren siempre con la misma duda. Todos en el último segundo quieren ver a Dios. 
- Mi padre no lo verá... Vamos al borde. 
- ¿De verdad lo quieres? 
- Se supone que tú me obligues. 
- Las cosas han cambiado, aún puedes empezar, tener algo lindo en la vida. Podría regresar dentro de cincuenta años. 
- No, vamos al borde. 
Es la una de la madrugada. El viejo muro respira por sus poros la humedad y el salitre de la noche. El borde me fascina, el borde salpicado por las olas, los recuerdos, la decisión de saltar. Estamos juntos, cogidos de la mano. Ella me dice. 
- Quiero besarte. 
- Olvídalo, no conoces nada de amor. 
- Un trato es un trato. 
- Te digo que no, no voy a forzarte a romper tus hábitos. 
- Quiero romperlos. 
- Pero es que.... 
- Quiero besarte, AHORA. 
Es el minuto más importante de mi existencia. Estamos a un centímetro uno del otro. La beso, la beso y mis labios sienten el sabor agridulce del último momento. Los pescadores, desconcertados por la inútil espera, me observan con aire estúpido. A ella no le importa. Me besa, me estruja, me hace levitar. Una a una pasan entonces todas las etapas de mi vida anterior. Escucho mi primer llanto, al médico cuando dice: Calma, ya pasó todo, tiene un lindo varón. Veo a mamá con las piernas abiertas, pálida por el esfuerzo, feliz. Tras un cristal papá le sonríe animoso, ya tiene un sucesor. Después los observo desde mi cuna hacer el amor con un montón de caricias. Por último las escenas de la llegada del viejo, las noches en el muro, el accidente.... La muerte me besa. La muerte... 
Un momento, no puedo saltar, necesito otro narrador, los cuentos tienen un final y yo no podré dárselo... ¿No te das cuenta?... Sí, tú. Conoces muy bien la historia, puedes hacerlo. Todo está en la mente, un esfuerzo y ya. De ese lado del papel siempre es más fácil... Buena suerte... Ah, se me olvidaba, si no te gusta el título puedes buscar uno que impacte, algo trágico.... Buena suerte otra vez. 
El borde me fascina. Los nervios están a punto de noquearme... Salto. 
E... ¿..... ¡..... La.... ¿...... Disculpen, aún no me acostumbro a la idea de que yo pueda... Esto es cosa de locos... De todas lo intentaré. 
Es un salto ingenuo, sin miedo. Detrás queda el muro con sus grietas salpicadas, historias repetidas, parejas que se besan el amor y la desesperanza. Detrás quedan los pescadores que corren al lugar del salto, mirando las aguas de la bahía que ya sepultan tu cuerpo. Detrás quedo yo, alguien incapaz de ayudarte, que no pude decirte que la muerte no es la salida, porque solo hace unas pocas líneas que existo. No, la muerte no es una ventana, aunque algo muy diferente piensan los nervios. 

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Del libro Los Condenados

Ediciones  Hnos. Loynaz. Año 1998.

EN EL MUSEO, TRES MESES ANTES

Es primero de Septiembre. Sol pronto a esconderse, nubes, calor, ambiente de incertidumbre, como todos los días. Anselmo camina por la acera, exhausto. Ha terminado una de esas reuniones donde las palabras suenan huecas contra las paredes de un salón repleto de cortinas, y los presentes miran el reloj, ansiosos de escapar de la falsa vorágine. En el cine, la vendedora de papeletas cabecea dormida. Anselmo cambia de manos la carpeta y sigue cuesta abajo, deseoso de llegar. En la esquina, el semáforo intermitente salpica de amarillo los cuatro extremos que convergen: La Casa de Cultura carcomida hasta los tuétanos, con el techo desplomado y un silencio fuera de lo común. Un timbiriche donde un puñado de vasos sirven para dar de beber infusiones a toda la ciudad. Una vieja cuartería de paredes manchadas y musgosas, puertas acuchilladas y tendederas que sostienen la miseria de varios niños desnudos, jugando con una bola de plastilina; cuartería de soportal sucio, que sirve de resguardo a los alcohólicos errantes. El hotel Vueltabajo, donde la gente lucha por adquirir la última rebaja extranjera. Anselmo continúa. Las tiendas nacionales, dos o tres a lo sumo, con sus empleadas taciturnas y las producciones plásticas que durante todo el día se ventilaron en el portal, sin venta alguna. Cruza la calle. Es un hombre mediano, trigueño, con cierto andar desprevenido. De niño soñó con ser un héroe legendario que le quitaba a los ricos para darle a los pobres, o un señor famoso ofreciendo entrevistas en televisión, autógrafos.
«Tiendas Panamericanas, su mejor opción» El olor de confecciones nuevas, el aire frío que sale cuando el portero, amigo del barrio hasta ayer, llama al siguiente de la cola. Anselmo apura el paso. ¿Quieres un jeans Christian Dior, socio, te lo dejo en diez? No, gracias. La Cafetería, La Casa por Comisiones, El Banco, «Cubalse» ¿Te conviene un par de zapatos de piel, brother? No, gracias. Anselmo escupe, se apura más. En la farmacia las dependientes charlan entre sí. Otro semáforo. El olor a mariscos de El Marino. Finalmente llega a su destino... El museo. En realidad sus sueños nunca se cumplieron, y desde hacía dos años era sólo eso, el Director del Museo. Mientras busca las llaves no puede evitar echar una ojeada en derredor. En las barandas, la juventud ociosa, pensativa, escuchando la música que sale del balcón de alguna casa. Detrás, en la pared, una cartulina con letras rojas: «No sentarse en las barandas» Al frente, dos turistas son asediados por un antiguo profesor de la universidad, que entre risas y ademanes ridículos trata de sacarles dinero. Anselmo siente asco, dolor, envidia, si no fuera las apariencias haría lo mismo. En el portal siguiente al edificio, un par de viejos recogen los alimentos que no vendieron. Mañana volverán, nuevamente con la etiqueta de «frescos» a probar suerte. Una loca con un dedo entre los dientes y otro en la nariz, se retiene riéndose con todo el que pasa. ¡Por fin las llaves! El se maravilla de como una puerta colonial puede enajenarlo del sistema. El patio con enredaderas, los pasillos, el silencio, la libertad de estar solo. Anselmo, como de costumbre, empuja cada una de las entradas. Un tanto por seguridad, un mucho por haber sorprendido la semana antes al administrador con una «niña» sobre la mesa. ¡Qué clase de hembra! Disculpen, no sabía: No hay problemas, Osorio, continúa, cualquier cosa estoy en la dirección. Mentira, dio la vuelta por la oficina del lado y atacó el hueco detrás del cuadro del Valle de Viñales. ¡Qué mujer! Por suerte estaban sobre la mesa, en una cama Osorio no tenía escape. Espero que la traiga otra vez. Ahora revisa los baños, el cuarto de limpieza, el almacén. Un escalofrío conocido le recorre el espinazo. Allí, entre las colecciones, las arañas, el olor a polvo, está ella. Esbelta, desnuda y fría como siempre. Durmiendo en el rincón más apartado, donde la luz llega lejana, erótica.
Todos los museos tienen piezas que se guardan trescientos cincuenta días y se exponen al público quince (motivos de conservación) Ese era el caso de Kíria, estatua de mujer cuyo origen resultaba incierto. Se ocupó hacía tres años en casa de una familia rica, después de abandonar el país. Los muy incultos no dieron tiempo a preguntarles y ahí mismo se perdió el hilo genealógico de Kíria. Llamaron a los expertos: por los detalles y el tamaño parece la imitación de un cuadro europeo. -dijeron- Claro, en esto influyó el mármol de Carrara. Así se presentó desde entonces todos los fines de año. Para Anselmo en cambio, es una figura de un metro sesenta, con vida propia, cautiva, actuando sobre su estado laboral y emocional; que le arranca sensaciones nuevas de hombre voluptuoso. Una figura que admira, busca, toca...sí, eso que ustedes imaginan. Un día el éxtasis lo sorprendió allí, entre los muslos de alabastros, con la lengua húmeda sobre la punta del árido pezón y las manos aferradas a la espalda. Cuando terminó se sintió sucio del episodio, mezquino. Pero después de una semana el remordimiento fue un vago recuerdo. La escena volvió a repetirse una y otra vez, como un adicto cuya salida existencial sólo alcanza su máximo relieve en aquel goce impúdico. Nada de aberraciones ni vicios, es un tipo normal. Treinta y ocho, esposa, hijas. Sin embargo los tipos normales también tenemos debilidades secretas, manías, defectos. Bah, dejemos eso.
Anselmo se detiene junto a Kíria. ¡Si la vieran! Le pasa el paño. Ella agradecida, le brilla. Él la mira, le gusta hablarle en aquella quietud donde puede escucharse las cucarachas correr en el interior de las gavetas: Me voy «Nena», sólo vine a saludarte. Tengo que hacer un informe para entregarlo mañana. Le da la espalda. Un paso, otro. Pero no, se queda, la tarde ha sido dura, aburrida como todas. Un poco más de paño en el vientre, quita la partícula de polvo en el cuello, y la erección llega electrizante, indetenible. Y la ve mover los párpados libidinosa, abrir los brazos, palpitar el mármol. Y la acaricia, la penetra por aquella pequeña abertura entre las piernas, sin importarle que sus encías se lastiman con los senos blancos y duros de Kíria. Si su esposa pudiera verlo así, no diría que es un flojo, que todas las noches se duerme con un libro sobre el pecho. Al final suspira, sonríe satisfecho. Después se va. No sin antes despedirse desde la puerta con un guiño de ojos.

Han pasado dos horas. La luz blanca en el techo hace que la sombra de su cabeza se refleje sobre las cuartillas, que una a una, amontonan en la parte derecha del escritorio. Escribe voluntaria, mecánicamente, como si no le importara aquel texto conocido de memoria. Piensa en Kiria, otra cuartilla. Esos informes ordenados a ultranza surten en él un efecto desestabilizador; no se qué de rabia impotente. Otra cuartilla. Piensa en la andrajosa con el dedo en la nariz. Otra más. En él mismo, su última visita al psicólogo lo afectó en extremo. Mira las hojas. ¿Y si no termina el informe? El jefe se pondrá colérico, es muy exigente con eso de los papeles. Otra...más. Sin darse cuenta Anselmo cabecea, el mismo anterior lo dejó sin fuerzas. Pasa las manos por los ojos, bosteza. El bolígrafo comienza a bailar en una tercera dimensión lo hace indefinible, lo esconde. El se resiste, garabatea un poco más. Las últimas palabras de la reunión pasan vertiginosas por su mente: Mañana discutiremos cada uno de los informes, no quiero incumplimientos. Levanta los párpados, le falta tan poco. Pero no puede, la frente baja en cámara lenta hasta tocar el buró, víctima de la fatiga, del desprendimiento generado por el desinterés. Anselmo sueña.
«-Debes tener cuidado, estás al borde de una crisis.
Paseo la vista por la consulta donde todo es terriblemente blanco. Las paredes, la mesa, la bata, el médico, cuyos ojos son lo único verde Azul, rojo negro, que rompe la armonía del color. Siento que no estamos solos.
-Es cierto, doctor, mi vida no es la mía. Por un lado, esa maldita responsabilidad de caminar en la cuerda. Reuniones que no quiero, informes que no me importan, discursos para infelices como yo. Exigir disciplina, conciencia, sacrificio, mientras echo mano de cuanto recurso puedo para venderlo en la bolsa a través de terceros. La sociedad ha sufrido una mutación. Ya no es noble, limpia, inocente. Ahora te obliga a violar la propia ética del ser humano. ¿Qué puedo hacer? Por otro, mi vida personal oscila como un péndulo. Mi esposa se la pasa todo el tiempo imprecando: No paras en la casa, Anselmo, llegas de noche y sales de madrugada. Anselmo, soy una mujer joven, quiero salir, acostarme contigo todos los días. Anselmo los niños, la comida. Ella es así. A veces pienso que es quien debe estar aquí, en esta butaca, y sea usted quien le explique que sólo soy un jefe de quinta categoría, que hay cientos de personas en peores condiciones...
Por un instante los ojos del psicólogo se vuelven blancos y se pierden. Los busco, me desespero, pero después de varios segundos regresan verde azules, rojo negros.
-Tu crisis es inminente, los ratos a solas con Kíria lo demuestran.
-Tiene razón, un hombre como yo no se masturba o le hace el amor a una estatua que sólo le habla al polvo y las arañas. Sin embargo es tan hermosa, callada, sensual; nunca exige nada.
El hace una mueca.
-¿Crees en Dios?
-¿En Dios, acaso remediaría algo? La calle afuera es cruel, el encanto de permanecer inertes crece. Ha surgido la era de la podredumbre, del egoísmo, de la degradación de los sueños. Los sentimientos ya no importan. Es el dinero la única masilla que sirve para cubrir huecos. Sí, sí creo en Dios. Aunque no entiendo como una criatura con poderes celestiales permite un fin de siglo como este... Por eso Kíria, sus muslos, sus senos...
Me toco la frente, hay algo que molesta, pincha. El hace otra mueca.
-En estos casos lo más práctico es cambiar de trabajo, ambiente.
-Irse del país quiere usted decir.
-¿Por qué no vas a la Iglesia a mucha gente le resulta?
-Mi mujer asiste los domingos. Yo fui una vez el año pasado, cuando mi hija mayor estuvo enferma. De rodillas, junto a decenas de cristianos cabizbajos, amables, bien vestidos. Hice la oración esperando alguna revelación, escuchar respuestas invisibles, ver imágenes, pero no sentí nada. El Pastor me regaló una Biblia en la puerta de salida. Vuelva otra vez, en Cristo está la salvación. Me dijo. Seis días más tarde mi hija salió del hospital, gracias a los médicos, por supuesto.
- ¿Intentaste regresar?
- Sería una locura, estoy demasiado sucio para querer viajar el cielo...
De nuevo la sensación de que no estamos solos en aquel cuarto...
- Sí, me he dado cuenta, eres un punto negro en la consulta. ¿Por qué estás aquí?
- No sé. Tal vez por mi agotamiento mental, por haberme quedado dormido en la oficina sin terminar el informe.
- ¿Entonces admites estar soñando?
- Claro, no hay otra forma de explicar este blanco molesto, sus de colores. Además, en tales circunstancias... ¿Usted no oye ruidos detrás de la pared?...
Los labios del psicólogo se deforman, sus dientes son largos y filosos.
-No, en la consulta no hay nadie, a lo mejor en el museo sí...
Sudo, el dolor de la frente es insoportable.
-Le decía que en tales... ¿Quién anda ahí? no diga que no escuchó nada. Y ahora, ¿Por qué se ríe?
-De ti, de tu estúpido sueño.
-No es estúpido.
-Sí lo es. Y también lo son tus informes, tu esposa, el sexo con esa criatura de piedra, tu vida.
-Cuando despierte iré al almacén y volveré a hacerlo.
-Cuando despiertes Kíria no estará en el almacén. Seguirás siendo un tonto, un vicioso arrepentido...
Tengo rabia, curiosidad, miedo. En las paredes surgen manchas amarillas, rostros de personas desconocidas. La cara del médico es de un blanco morboso, sórdido. Está muerto. Mi mujer aparece en la escena. Grita, blasfema, pelea cuerpo a cuerpo con Kíria que, desnuda, parece mirarme en franco reproche... Ahora estoy en el hospital. Mi hija: No te preocupes papá, ya el peligro pasó. Por último El Pastor, con otra Biblia en sus manos, con aquel semblante de paz que penetra carne adentro, como un chorro de agua, arrastrando la contaminación enfermiza de mis venas... ¿Quién anda ahí? Me despierto.»

Anselmo abre los ojos, el bolígrafo le ha hecho un surco en la frente. De la boca ha salido un poco de saliva, humedeciendo la hoja final del informe. Está acostumbrado a este tipo de sueño, en los últimos tiempos cada noche tiene uno. Sin embargo experimenta la repugnante sensación de que esta vez, la realidad ha estado presente en su letargo. Mira el reloj, las diez y media. Abre la puerta. El silencio entra envuelto en una masa de aire fresco, húmedo. Todo parece normal. Anselmo recorre los pasillos, a su espalda las enredaderas simulan esconder cuerpos humanos. El almacén está abierto. Por un momento trata de recordar si fue él quien por descuido... No, la imagen del sueño le responde; él sabía que lo encontraría así. Enciende la luz. Los anaqueles perfectamente ordenados, las copas, los lienzos, la porcelana. Mira en los cajones, debajo de las mesas. Se resiste a llegar al sitio donde la luz gusta de jugar a los espectros. Por fin encara la realidad. Kíria no está. Sólo el polvo, pegado como liquen al piso, rodea el lugar que siempre fue de ella. Kíria se ha ido, sin despedirse, sin recuerdos. Anselmo quiere correr, vomitar, dar patadas contra el suelo, caer en un paroxismo y morir. Pero se queda quieto, vacío, hipnótico. Sin darse cuenta baja los párpados y llora. Da la vuelta y sale.

Ha comenzado a caer una fina llovizna. Los aleros asperjan los bordes de los pasillos. Entra en la oficina, recoge las hojas sueltas del informe y vuelve a salir. Los goznes de la puerta de entrada rechinan al cerrarse. La calle está desierta. En los portales, algunos hombres esperan que cese la lluvia. Un perro pasa mordiéndose la sarna del costado. El llega hasta la esquina y tira las hojas en el latón de basura. La cara que va a poner el jefe mañana. Al carajo el jefe. Anselmo sonríe. Caminar mientras llueve le hace bien.
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