Armando Abreu Morales
(La Palma, Pinar del Río, 1961). Licenciado en
Español y Literatura. Ha obtenido premios y menciones en encuentros debates de
Talleres Literarios Prov. Premio Hnos. Loynaz en 1989 y Primer Premio en 1991
en el género cuento. Premio Nacional 17 de Mayo en 1991. Indios
feroces de la Vueltabajo fue el libro seleccionado de Ediciones Loynaz para
el Reconocimiento La puerta de papel que
otorga cada año el Instituto Cubano del Libro a los mejores ejemplares del
sistema de Ediciones Territoriales en el año 2013.
Armando Abreu Morales, narrador, historiador e investigador, y quien fuera muy conocido por sus estudios sobre La presencia de Martí en La Palma y autor de otros títulos como El mito en la Vueltabajo fue además, Premio Nacional Pinos Nuevos en el año 1998.
Armando Abreu Morales, narrador, historiador e investigador, y quien fuera muy conocido por sus estudios sobre La presencia de Martí en La Palma y autor de otros títulos como El mito en la Vueltabajo fue además, Premio Nacional Pinos Nuevos en el año 1998.
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Del libro Ciertas
tesuras del odre
Cuentos. Ediciones “Hermanos Loynaz”, 1992. Pinar del Río.
Cuba.
LA HORA DEL CANCAMAN
A Segundo, para mi suerte, hermano.
En la inmensidad del Valle, sin contar el
crepúsculo y su caballo, sólo latían, a ras del suelo, el hombre y sus perros.
Y allá en el aire, en un punto cercano al Sitio, las auras; sobrevolando
lentas, en círculo, manchando el azul entre el boquete de los mogotes, las
auras.
La primera reacción del hombre fue un
escalofrío. Detuvo la bestia de un tirón. Miró los perros. Centella, habituado
a no ladrar, enseñaba los dientes, babeante, perro de proa, que sabe, y no
falla. Los otros tornaron a inquietarse y surgió un ronroneo sordo, gutural,
que fue acrecentándose hasta que el hombre ordenó silencio. Olía a negro. La
mano se le fue instintiva hacia la parte derecha de la montura, donde duerme la
carabina. Miró repetido a las alturas, pidiendo protección a Dios, buscando la
punta de los mogotes tupidísimos, martillado por la idea de que los cimarrones
me mataron la familia; y asesinó el vientre del alazán, y azuzó los perros, y
le parecía eterna la distancia y poca la presencia de la carabina entre sus
manos. Entonces tiró del guanabacoa, poseído.
Desde la semana anterior había salido para
liquidar las ventas del ganado. Los monteros vinieron para ayudar; doscientos
novillos y una punta de puercos eran demasiado para un hombre y sus perros.
Ocho hombres le acompañaron durante tres días en la casa y luego hicieron todo
el trayecto hasta Guanajay, la Villa Grande, justo en los límites de la
Vueltabajo con La Habana. Estaba alegre, luego de doce días de fatiga. La bolsa
venía repleta de luises. Ahora, de regreso, se detuvo en La Palma pagó a los
hombres y se despidió durante un rato en la fonda de Don Gerardo, isleño,
paisano de su padre, buen español, enemigo del desorden y de esa cierta
inclinación criolla por la chota y la irrespetuosidad. Durante su estancia en
Guanajay tuvo noticias frescas de la revuelta que estallara el año anterior en
el Departamento Oriental, y aunque trató de ocultarse la noticia en Vueltabajo
y el asunto era hablado sólo entre blancos, se veía a los negros inquietos,
mucho más que en 1851, cuando la intentona de Narciso López, porque ahora, decían,
los rebeldes liberaron a las esclavos y andaban juntos
por el monte dando machete y candela, allá, en
el Departamento Oriental. En la fonda conversó con el Capitán Pedáneo sobre qué
se sabía en Guanajay de la rebelión, pero éste lo tranquilizó con una razón
como un macetazo: Vamos, Cancamán, no desbarre
usted, esos infelices van directo al cadalzo. Y terminó su oporto con una
sonrisa segura, por su majestad el Rey, dijo, y que viva España. La otra ronda
los sorprendió enredados en asuntos de comercio, de las ventas del año, el
tabaco a punto y, por fin el Capitán Pedáneo preguntó, una a una por la salud
de sus cuatro hijas, y de Doña Isabel, su mujer. Deben estar bien
—dijo el Cancamán— a Dios gracias. Y al pensar
en sus hijas se sintió tranquilo. Estaban con su madre. La misma que el año
anterior, después de advertirle que podían robarle, tuvo el valor de vestirse
con ropas de hombre y escondiendo el rostro arrebatarle el producto de las
ventas en el paro del río, - apuntándole a la cabeza con un revólver, para
luego, después de los días, decirle en su propia cara que había sido ella sola,
Cancamán, carijo, y lanzarle la bolsa sobe las piernas cuando él mintió
diciendo qua más de diez hombres lo asaltaron en la aguada. Y las hijas estaban
con ella. Por eso estarían bien, a Dios gracias.
Don Gerardo limpiaba el mostrador. El Capitán se
levantó para acompañar a una pareja de la Guardia Civil, y Cancamán Rivera se
dispuso a marchar. EI gran reloj de pared marcaba la una de la tarde. La marcha
de cuatro horas no ha logrado borrarle el sabor dulzón del oporto, ni la
euforia del negocio realizado, y se siente feliz, y se palpa el costado. EI
monte es cerrado. La Cordillera se extiende en sus mogotes que, en esta parte
de la Isla, forman una muralla, saliendo a pico del suelo, sin más ni más y las
vías se hacen tortuosas, buscando las obras posibles entre el reguero de
peñascos, y los ruidos del monte y la soledad le hacen acariciar el caballo y
echar una mirada a los perros, que andan en grupo, oteando el horizonte. No es
nada aquí un hombre sin perros. Los puercos se crían en el monte y las reses; y
el monte esconde jíbaros, y cimarrones, y miedos. Y un hombre necesita a sus
perros. La soledad es buena para pensar en las ventas del año próximo
aseguradas desde ahora, allá en la Villa. La guerra le resultaba buena siempre
que se mantuviera lejos. Con tantos soldados venidos de España se necesitaría
tasajo, mucho tasajo, que era decir reses, muchas reses, mucha venta, y tocino
para el rancho de la tropa; y elucubraba esa idea hasta que las auras
sobrevolando la casa y la actitud belicosa de los perros le golpearon de
pronto, como una piedra. Aquellos montes escondían a los negros. Huían de los
cafetales de San Cristóbal, de los ingenios de Bahía Honda, y correteaban por
la Cordillera, hasta las lejanas serranías de Guane. Muchas veces encontró la
cabeza y el cuero de algún novillo en las orillas del río, cortados a cuchillo,
pero de cualquier forma, para un hombre con cinco mujeres en la casa era
preferible dejarlo así; la Partida podría venir, pero tendría que marcharse, y
luego, en la noche, ocurrir una vendetta. Con las reses estaba bien, pero
ahora, al mirar las auras sobre la casa y pensar en sus
hijas, cuatro macetones casaderas, y en su
mujer, y en los cimarrones, la sangre se le había agolpado en la cabeza y
picaba la bestia enloquecido, queriendo tomar los mogotes por la base,
sacudirlos, para que cayeran de sus alturas, para sacarlos de sus cuevas y
patearlos, machetearlos para siempre, hasta que no quedara más que polvo, y sus
ojos azulísimos de isleño no reparaban en las ramas que golpeaban su rostro, y
picaba la bestia, y picaba, y se tiró frente a la talanquera.
La casa estaba cerrada. En el lado exterior de
la cerca de púas yacía un perro. Un golpe de machete le había cercenado la
cabeza casi completamente y, sobre sus patas traseras, danzaba un aura. Era el
cadáver del Pinto. Más allá encontró los demás; tres perros magníficos, ahora
hinchados sobre la yerba. Quedó petrificado, observando la casa cerrada, con
dos auras coronando el caballete. Sus perros, sin embargo, subieron la pequeña
pendiente y comenzaron a ladrar.
Cancamán Rivera cayó de rodillas. Apretaba sus
manos sobre el machete y, poco a poco, fue consumiéndose hasta tocar la frente
con las piedras del sendero; sin valor suficiente para encontrar a sus hijas
destrozadas, semipodridas, desnudas sobre el piso. Aún no sabía, no podía
imaginar, que cuatro noches atrás bajó del monte un rumor desacostumbrado. EI
monte tiene sus ruidos, sus olores, y cada noche teclea una canción igual y
distinta; una melodía de quietud que se agolpa en el aire y acompaña a esa
soledad que se adueña, con las sombras, de las veredas, los caminos y las
casas. Ya había pasado la hora de comer, las mujeres, después de sus rezos, se
disponían a dormir. Doña Isabel atravesó el colgadizo. Su bata negra casi
barría el suelo de los aposentos, apisonados de cocó, cuando detuvo de golpe su
andar. Los perros estaban inquietos, no ladraban, estiraban las cadenas
a encontronazos, y tomaron un aspecto de fiereza
que se les reflejaba en los ojos y en la fina baba que comenzó a caer de sus
hocicos. No había duda de que olían a negro. Miró enderredor, pero sólo
descubrió
la sombra, más oscura, de la Cordillera y, allá
en lontananza, el murmullo sordo del río. Aspiró el humo del fino tabaco que
colgara entre sus dedos y soltó los perros antes de volver a la cocina. Atizó
las teas preparadas para la madrugada y, muy pronto, volvió a cruzar el
colgadizo, ahora rumbo a la sala, con un jarro de peltre colmado de café. Luego
de asegurar las puertas se volvió hacia sus hijas. AI cuarto -ordenó- que nadie
chiste, no quiero gritar aunque se acabe el mundo—. Cebó el viejo trabuco que
colgaba en la pared y besó tres veces el crucifijo de plata que usaba, recuerdo
de su madre, después de persignarse. De una gaveta sacó el revólver y lo
atravesó en su cintura.
Doña Isabel era Doña Isabel. Los perros
comenzaron a ladrar, los sintió correr, atacando; y luego un aullido, y otro, y
otro. Se acercó a la pared para mirar por un espacio entre dos tablas de palma,
contó los bultos:
eran seis. Ella también olía a negro. En el
cuarto, las niñas murmuraban en silencio una perdida oración y hacían promesas
a la Virgen de la Caridad. Doña Isabel oyó los pasos y un ruido extraño. No
tardó en comprender que estaban cavando. Hacían un paso bajo el durmiente.
En silencio, acercó un taburete hasta el punto
exacto de la pared; puso el trabuco en el suelo y tomó el hacha. Cancamán
Rivera no podría imaginar que su mujer bebiera café dos veces antes que
apareciera la primera cabeza. No podría pensar que, aprovechando los ruidos
evidentes que producían los cimarrones para penetrar; descargara el primer
golpe, certero, un seco hachazo, trozando el cuello en pleno, sin dar tiempo
siquiera para exhalar una queja. No podría imaginar que tomara al negro por los
hombros y lo trajera poco a poco, hasta llegar a
las axilas, lo arrastrara hasta el centro de la
sala antes de tomar otra vez su puesto, hacha en mano, seis veces, de la misma
forma. No podría pensar que su mujer apareciera en el cuarto de las hijas,
interrumpiera sus rezos rompiera con un ademán el terror de sus ojos y saliera
diciendo: A dormir; que aquí no ha pasado nada. Pese a todos sus años, vividos
entre los peligros del monte, atravesando las soledades del
Valle, Cancamán Rivera no podía imaginar que se
abriera, como ahora, la puerta de su casa; que apareciera su mujer, barriendo
la tierra con su vestido negro, lo mirara desde la altura de sus ojos ocres,
tintosos de un gris opaco, antes de decir: Vamos, Cancamán; acaba de llegar a
tu casa que tenemos visitas en la sala.
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REALIDAD Y FICCIÓN EN LA NARRATIVA ROMÁNTICA CUBANA:
PONERLE EL PUNTO A LA i
Publicado el 5 de diciembre 2008 en Revista Cauce.
Hace tiempo quería escribir
algunas consideraciones sobre ciertos asuntos relacionados con los orígenes de
la narrativa cubana, y el vínculo con su entorno histórico social. A partir del
encuentro con un importante libro (Noveletas Cubanas, Editorial Arte y
Literatura), compilación de siete piezas realizada en 1974 por Imeldo Álvarez;
y de mi “descubrimiento” de lo que evidentemente constituye un error de
información, pero que al leer el artículo publicado por Ambrosio Fornet en la
revista Cauce en 2005 (Año 8. No 2. pp. 5-10), confirmé la sospecha de que ese
error, más que un pequeño o circunstancial accidente, parece constituirse en
elemento sobre el cual podría haberse estructurado todo un andamio conceptual
que dañe la comprensión más acertada del problema.
¿Qué estoy diciendo? Pues eso;
que a partir del conocimiento histórico de la época, y solo en dependencia de
él, podremos comprender con mayor exactitud su alcance en el reflejo literario.
Esos decenios fueron
fundacionales, tanto en la narrativa como en algunas otras cosas relativas al
pensamiento y las ideologías. Sospecho, y me atrevo a asegurar, que el primer
período del XIX cubano no ha sido suficientemente estudiado ni entendido en la
magnitud necesaria desde los ángulos histórico y social. Hay lagunas y
lagunatos, viajes epidérmicos y ausencia de buceos al respecto, tanto en las
historias regionales como en la historia nacional. Sospecho también que no se
le ha dado la importancia que merece, en tanto fragua convulsa y complejísima
de lo que luego sería la cubanidad. Y de eso se trata, que no otra cosa es
nuestra narrativa en los orígenes sino balbuceos de cubanidad, intentos de
aprehensión del etnos, asombro romántico y descubrimiento, tanteo y suspiro,
lucha y reafirmación.
Pero, ¿hasta dónde reflejan la
“realidad real” los primeros narradores cubanos?; en verdad, ¿hasta dónde? Y
aquí es donde vuelvo a sospechar, y puedo para eso basarme en más de una obra.
El Guajiro de Villaverde, digamos, en que personajes protagónicos como El
Tatao, o secundarios como los Porlier o los Socarrás son probadamente reales.
Claro, nadie está negando aquí la fabulación de los autores, que además, ya se
sabe, son románticos empedernidos a los que hay que mirar, y en los que hay que
comprender, todo aquello de lo exótico y otras etcéteras; pero lo que considero
que valdría la pena repensar es hasta dónde podemos hablar de ficción creadora
de una realidad literaria y de reflejo literario y romántico de una realidad
tangible dentro de los textos.
Pero vamos a dejar quieto a
Villaverde y a centrarnos en Pedro José Morillas (1803-1881) mucho menos
estudiado, y en su relato El Rancheador; escrito en 1839 (pleno auge del grupo
delmontino) y publicado 17 años después (1856) en La Piragua, revista dirigida
por Luaces y Fornaris.
Para Imeldo Álvarez, con el
relato El Rancheador Pedro José Morillas rompe con el maniqueísmo romántico
contenido en las novelas del grupo delmontino, al introducir “…la crueldad y la
violencia de la lucha de clases en la literatura cubana”. Para Imeldo, El
Rancheador, “es un relato épico, concebido de modo que su propia estructura
sirviera para ilustrar la trágica condición de una isla en la que coexistían…
el esplendor del mundo físico y los horrores del mundo moral”. Dice que el
relato, hábilmente construido, pasa de describir un escenario natural “…al
relato de una espantosa matanza de inocentes y al anuncio de la ejecución de
una venganza implacable”. Nada nuevo “…dentro del variado menú de vivencias y
truculencias que exigía el gusto romántico”.
Recuerda Ambrosio Fornet que
también él había afirmado alguna vez que “con este relato la crueldad y la
violencia habían hecho irrupción en nuestra narrativa”; y añade ahora que “con
él irrumpió también la solitaria figura del héroe, concretamente del héroe
trágico…”.
Para Ambrosio Fornet, Morillas no
es un ideólogo del abolicionismo, y ofrece en su relato “anticipos” del
concepto sobre el cual —según Sarmiento—; tendrían que construirse en América
las literaturas nacionales: Civilización vs Barbarie. Eso, naturalmente, es
bien importante.
Y entonces desemboca en el
peligroso error de que hablamos al principio, al afirmar: “Valentín Páez, el
rancheador de Morillas, es una mezcla de ambos (de los tipos de rancheadores
que existían según el propio autor, el independiente y el comisionado por el
gobierno) pero con la particularidad de que rechaza toda recompensa monetaria
porque tiene una profunda motivación personal: quiere vengar un crimen monstruoso
cometido contra su familia por una gavilla de cimarrones”. Y lo tipifica como
“…el Vengador justiciero, héroe romántico de la estirpe de Edmundo Dantés,
aunque menos amable”.
Para rematar el error conceptual
(en el que cae precisamente por desconocimiento del hecho histórico concreto),
afirma que “Tropelías tan espantosas como las que cuenta Páez no parecen haber
sido frecuentes, pero Morillas “necesitaba ese recurso para darle dimensión de
profundidad a su personaje” y fuerza dramática a la alegoría del “odioso
destino” de la Cuba esclavista.
Por su parte Imeldo Álvarez, en
la edición de Noveletas Cubanas, de 1974, afirma en nota al pie (pp 34)
refiriéndose a Valentín Páez (el personaje protagónico del relato de Morillas):
“El personaje está inspirado en los famosos rancheadores que se destacaron en
sus correrías por el extremo occidental de la Isla: José Pérez Sánchez, Pedro
Torres, Ramón Machín, Juan Antonio Lantigua, Antonio Porlier, Francisco Estévez
y Domingo Carmona”.
¿Y qué dirían Imeldo Álvarez y
Ambrosio Fornet si supieran que Valentín Páez no es un personaje de ficción, ni
una sumatoria creada artísticamente sobre la base de otros personajes reales,
qué dirían si supieran que Valentín Páez no es ni siquiera un rancheador
típico, y que la historia que cuenta Morillas no es un producto neto de la
creación literaria ni de la fiebre romántica? ¿Qué si las truculencias y el
dramatismo de la historia no fueran solo una necesidad del gusto romántico,
sino el reflejo de un referente real, de una historia bien vivida y bien
sufrida?
Porque Valentín Páez sí es un
personaje real, y su historia, (esa de la cual Morillas refleja una parte)
también lo es.
A mí llegó la historia hace
muchos años por la vía de la tradición familiar. Me la contaba mi abuela como
sucedida a uno de sus antepasados (aunque en eso se equivocaba, porque su
antepasado era otro individuo, contemporáneo de Valentín Páez, que durante
muchísimos años estuvo comisionado por el Teniente Gobernador de la Nueva
Filipina para perseguir “cimarrones y malhechores”, y cuyo nombre era Juan
Ignacio Rivera). Luego hallé la historia en la tradición oral, y luego tuve en
mis manos los papeles del gobierno y los diarios (aún inéditos por cierto) que
por supuesto fiché íntegramente, así como la testamentaria de Valentín Páez y
otros documentos relativos al personaje.
Por eso al leer el relato, —y
conocer algo de la historia real—, me preguntaba: ¿hasta dónde elaboración
romántica? ¿hasta dónde reflejo de la realidad? Creo que —acto creativo de por
medio—, puede ser mucho mayor de lo que se piensa el nivel de incidencia de la
realidad en la narrativa romántica cubana de esta época.
¿Por qué casi todas las acciones
que se desarrollan en esas obras tienen como escenario las zonas occidental de
La Habana y oriental de Pinar del Río? Esa es una pregunta que sería bueno
responder, y daría mucha luz sobre el asunto.
Pero antes de ofrecer más datos
quiero comentar algo que he podido comprobar y de lo que me he dado cuenta no
se ha entendido en su verdadera dimensión.
Pensar que “Tropelías como las
que cuenta Páez no parecen haber sido frecuentes…” es desconocer la realidad. O
¿De qué época estamos hablando? ¿Qué imagen tenemos en la cabeza? Porque en
realidad esas primeras décadas del XIX cubano tienen un signo distintivo: el
horror. Y este elemento está signado por una condición especial: la violencia.
Y la violencia genera violencia (blanca y negra). Ni los blancos eran angelitos
piadosos ni los negros querubines enternecidos. Mientras los blancos pudieron,
arrancaron a los negros del África y los sometieron a una esclavitud que hoy
nos cuesta trabajo imaginar, acercarnos al grado de sufrimiento, profundísima
injusticia, depravación humanas y dolor que significó (tendríamos que sufrirla
24 horas para saberlo bien). Y cuando los negros pudieron descargaron toda su
ira concentrada y no quedó blanco para hacer el cuento (recordar Haití). Ese es
el asunto: violencia ilimitada, desenfrenada, ubicua y todopoderosa. Dependía
al final de en manos de quién estuviera el mango de la sartén. No era un tiempo
de suspiro enamorado, era un tiempo de grito. Y quede claro que no hablo aquí
de las motivaciones de cada clase para ejercer esa violencia, sino del efecto
bárbaro que resulta de la mecánica social esclavista. Lo demás es engañarse,
edulcorar la realidad, como regar con almíbares perfumados un campo de abrojos.
Que esos esclavos huidos tuvieran suficientes razones para convertirse en
demonios, es una cosa, que los blancos esclavistas fueran demonios permanentes,
es otra; aunque al final creo que nunca hay suficientes razones para asesinar
niños, ni blancos, ni pardos, ni morenos.
Pero de que la violencia en la
época no era sólo un pretexto literario para imaginar truculencias con que
satisfacer el gusto romántico, sobran ejemplos. Ahí está, si no, el asalto a la
hacienda Luis Lazo por los Indios Feroces de la Vueltabajo en 1802, en que,
asociados a un grupo de negros cimarrones, mataron a una mujer con sus siete
hijos “…contando el que le sacaron del vientre.” Hay constancias documentales
de la época, en que se recogen cimarronas que ahogaron a sus hijos pequeños
para no ser descubiertas por sus llantos; u otras que abandonaron sus criaturas
a los perros de los rancheadores para poder escapar en la persecución, (como la
infeliz criatura que recogió el rancheador Francisco Estévez antes de que sus
perros la devoraran, y luego pide al gobierno quedarse con ella, porque él
tenía una esclava fugitiva que dice estaba embarazada).
Pero esos son solo ejemplos. Lo
que sí debe estar claro es que las tropelías y los actos de barbarie sí eran
frecuentes (¿Cuánta barbarie sufrieron los miles y miles de niños esclavos en
esas primeras décadas?) Estos hechos sí eran reales, y no una “invención”, ni
un “recurso necesario” para darle fuerza o dimensión dramática a un personaje
literario y satisfacer así el gusto romántico. ¿Hasta dónde es “alegoría” la
violencia y hasta dónde realidad en la narrativa cubana de esa época? Yo creo
que, lejos de “inventar” truculencias violentas, en el reflejo de la violencia
los escritores románticos de los inicios de nuestra narrativa se quedaron, en
verdad, bastante cortos.
El caso de Valentín Páez es
ciertamente un caso singular, y son curiosas algunas coincidencias entre el
relato de Morillas y la tradición que me ha llegado por la vía familiar. Estas
coinciden, por ejemplo, en las motivaciones que tuvo este hombre para hacerse
rancheador, y en este caso ambas coinciden con la realidad histórica: la
venganza. También coinciden en que hacía su trabajo de gratis, lo que es muy
posible que en la realidad hiciera Valentín Páez en su primera campaña contra
los cimarrones, pero no en las posteriores, en que sí cobraba las comisiones
del gobierno. También coinciden la noveleta, la tradición, mi abuela y los
papeles oficiales del gobierno en que fue Valentín Páez el que destruyó el
palenque donde se abrigaban los cimarrones que dieron muerte a su hermano y a
sus hijos pequeños, y que la documentación recoge como el “Gran Palenque de la
Vueltabajo”. Solo difieren en que mi abuela y el resto de la tradición oral
ubican este palenque en el Pan de Guajaibón, y los documentos en un parage
denominado Las Lladas.
Creo que no estarían de más
algunos datos sobre Valentín Páez. Este hombre era natural de El Guatao, hijo
de don Juan Páez y doña Rosario Boligán. Se casó con doña Manuela Núñez Fleitas
en la Iglesia de San Francisco de Asís, en El Guayabal, (esta era una Iglesia
Auxiliar) en 6 de julio de 1798. Valentín Páez nació alrededor de los años
1775-1780, y murió en 1839, de “…muerte violenta”. Tenía al morir “…como
sesenta años…”, y su partida de defunción se encuentra en el Libro 3 de
entierros de españoles, folio 134, No 1106 de la Parroquia de San Rosendo, en
la ciudad de Pinar del Río
Es posible que después de vivir y
casarse en El Guayabal, pasara a vivir a Guanajay para 1801, porque allí
aparece en ese año el bautizo de su hijo Francisco José. Vive en el Partido de
Los Palacios en 1810, porque allí fue asaltada y quemada su casa, en la
hacienda Arroyo del Toro, el 8 de febrero de ese año, suceso en que murieron
tres de sus hijos y su hermano don N. Páez, porque su esposa pudo escapar
refugiándose en el monte con otros dos niños. Se traslada a Consolación del
Sur, donde aparecen bautizados sus hijos Valentín José (1811), Feliciano de
Consolación (1812) y María Tomasa (1813). Luego va a residir a Pinar del Río,
donde tiene al morir una vega de dos caballerías de tierra en Las Ovas, y otra
llamada “El Mamey”, en Ajiconal, así como varios esclavos.
Aunque no hemos podido encontrar
aún —y solo aún—, el expediente relativo a la actividad de ranchería de
Valentín Páez en el período de 1810-1814, sí sabemos que está realizando esa
labor desde el mismo mes de febrero de 1810, o sea inmediatamente después de
que su casa fuera asaltada y sus hijos asesinados, esto lo prueba un documento
enviado por el Teniente Gobernador de Nueva Filipina (Pinar del Río) al Capitán
General Marqués de Someruelos, donde le informa que tiene “…varias partidas
sobre la sierra…” y saber por referencias, que he encontrado en otros diarios
de rancheadores de 1819, que fue Valentín Páez quien destruyó el Gran Palenque,
localizado y destruido en el mes de marzo de ese año de 1810. Tenemos, además,
sus diarios e informes del período 1815-1819, y sospechamos que en 1839, ya
anciano, todavía pudo estar dedicado a esta labor, debido a su “muerte
violenta”, pero eso es algo que no hemos podido confirmar.
De esta manera, e
independientemente de que Valentín Páez sea solo un caso, que a la vez de ser
sui géneris en sus motivaciones toque la “casualidad” de ser el prototipo
tomado por Morillas para su novela, considero que la importancia del asunto no
radica únicamente en el hecho específico de una obra o un personaje
determinado, sino que sería muy esclarecedor, muy positivo para los estudios de
la cultura cubana, tomar en cuenta la intención de pensar un poco en las
consideraciones que hemos expuesto, sería muy productivo —por la luz que puede
arrojar—, mirar el asunto a través del prisma de la profundización en los
estudios sobre esa época y sobre esas regiones específicas. Tal vez de esa
manera comprenderíamos mejor muchas cosas, quizá sea un trabajo arduo, pero de
lo que sí estoy seguro es de lo mucho que ganaría la cultura nacional.
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