Marcia Jiménez Arce
(Pinar del Río, 1973). Además de poeta, narradora, es autora de una
galardonada obra para la niñez y la juventud que, entre otros títulos, incluye
el libro de cuentos Nicoco el tamborero, Premios Chicuelo y La Rosa Blanca, y
el cuaderno de versos De congo y carabalí, Premio Calendario.
En Nicoco, el tamborero recrea el típico ambiente de la vida colonial
en la que un niño tocado por la magia de su tambor anda y desanda la aventura
de descubrir la amistad, el amor familiar y el de sus semejantes, aprendiendo a
discernir entre el bien y el mal para salvar sus sueños; el luminoso encanto de
la libertad.
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Del libro Nicoco, el Tamborero
Ediciones Loynaz, Pinar del Río, 2009.
Les voy
a contar del niño que eternizó el tambor, uno de los instrumentos musicales más
antiguos y pegajosos. Nicoco lo llamaba su abuelo Tá Nicolá, único pariente que
conocía al cumplir siete años, maravillosa edad para hacer cuanta travesura se
nos ocurra, y Nicoco era travieso, jaranero, pícaro. A pesar de la ausencia de
sus dientes incisivos y su delgadez extrema, era muy apuesto, tenía músculos
bien definidos, sonrisa de algodón y el tono achocolatado de su piel, daba
deseos de darle mordiscos. Con los pies descalzos y ligero de ropas, andaba
noche y día tamborileando en cuanto cacharro o tiesto se encontraba por los
rincones del batey.
Don Sacaroso Rosabal Bienbueno, dueño del ingenio El Abejero —famoso por sus
colmenares—, convencido de que Nicoco era un niño con aché, destreza y. talento
para la música, ordenó sacarlo del trabajo en los cañaverales y ponerlo de
guardián de la casa grande y sus jardines, advirtiéndole de otras obligaciones:
llevar los recados, los porrones de agua al mayoral, atender la pajarera,
cuidar con esmero los nidos de codornices y prestar atención a las colmenas
para, llegado el momento oportuno, castrar la miel y almacenarla en las
botellas de barro que reposaban en el sótano. Nicoco le dedicó a Sacaroso, una
sonrisa suave, como mota de algodón, sus ojillos oscuros se iluminaron de dicha
y el dueño no pudo evitar poner su mano ensortijada sobre la cabeza del
chiquillo, mientras fumaba su cachimba preferida, tallada del corazón de una
caoba.
Así
como se los cuento, tumbaquebaila, bailaquetumba Nicoco alegraba los días del
ingenio convirtiendo en mariposas los grilletes de los esclavos, en dulce
guarapo las lágrimas de los enfermos del barracón, y sus manecitas de niño
tuvieron el don de curar las profundas llagas del látigo con la fresca miel de
la tierra y bálsamos que maceraba con las yerbas del bien. Por los alrededores
se murmuraba que en El Abejero sucedían cosas misteriosas, encantamientos,
milagros para combatir el dolor y la desdicha, se decía que un niño de tambor
mágico rociaba sonrisas de ungüentos, oleadas de una música repiqueteante que
avivaba el alma y dejaba un zumbido de bienestar a todo el que la escuchase.
Transcurrían
los días sin que Nicoco hiciera realidad su sueño de tener un auténtico tambor
y sin desilusionarse, continuaba repartiendo música en toda clase de artefacto
qué apareciera por el batey.
Una
noche de cuentos en el ilé de Taita Nicolá, cuando se disponían a dormir,
Nicoco le preguntó a su abuelo algo que desde hacía tiempo revoloteaba en su
cabecita riza sin encontrar respuesta.
—¿Taita, y mis padres dónde están?
El anciano de voz gangosa, con sus noventa y dos años, lo miró con ojos plenos
de bondad y sin ocultar, la tristeza le dijo:
—Tú ta
sé hombrecito ya, yo tá contá tuitica historia. Y así contó Taita a Nicoco, que
a su padre lo llamaban Cacumba y era conocido como el Rey del Tambor allá en el
reino grande, en las lejanas tierras de África, y aquí en el reino chiquito de
esta isla, cuando hacía toque en el ingenio, una estampida de negros acudía de
todas partes al llamado de los tambores portando antorchas que iluminaban la,
noche, y mientras duraba la ceremonia de ritmos interminables, hasta las abejas
se estremecían en los colmenares.
Mariwanga
se llamaba su madre, curandera famosa a la que mucho le temían mayorales y
dueños de todos los ingenios cercanos, por su fama de bruja, -cuando lo único
que hacía era curar con yerbas del monte a los esclavos del barracón. Tanta
popularidad enfureció al antiguo dueño que, temeroso de una revuelta de
esclavos, los acusó de brujos y mandó a que les dieran un bocabajo y los ataran
a sol y sereno durante una semana. Sus padres eran tan venerados que alguien
los alertó y sin pérdida de tiempo se acimarronaron en algún lugar del monte.
Según
cuentan los güijes, se refugian en las lejanas cuevas de la soledad, donde
hacen sus ceremonias junto a otros que corrieron la misma suerte. Él era tan
pequeño que lo dejaron al cuidado del Taita.
Nicoco
estaba ensimismado escuchando la historia, ahora sus deseos eran tres: alegrar
los días del ingenio, tener un auténtico tambor y encontrar a sus padres.
El
viejo Taita se levantó con pasos cortos, arrastrando su cansancio y tarareó una
cancioncilla al toque de sus palmas dirigiéndose al altar.
Nicoco tá tocá tambó.
Nicoo quiere su tambó.
Aea, aea,
Chungansú, ea.
Una
vez allí, de rodillas, envuelto en una nube de humo y con el chacaracachá de su
maraca invocó a sus dioses negros que, aunque invisibles, acudieron al llamado
dejando sobre el altar un precioso tambor de ébano carbonero y cuero reluciente.
Nicoco se frotaba los ojos para saber si estaba realmente despierto.
Cuando
su abuelo se dispuso a obsequiarle el instrumento, el niño dio un salto y salió
corriendo del conuco al jagüey, del jagüey al algarrobo y del algarrobo a la
ceiba, erguida caprichosamente en el camino que da al lomerío.
Sin
aliento se acomodó junto al tronco, con el corazón repiqueteante como un
tamborcillo. Entonces la voz sabia y dulce del monte se escuchó:
—Toma ese tambor, que es mágico. Llevarás la alegría a los bateyes de la isla.
Nicoco,
asintió en un temblor, y la voz sabia continuó, susurro mezclado con la brisa
de la noche:
—
Cuando toques, hazlo con sinceridad, alegrarás la laguna, el barracón y hasta
la casa grande. La música te llevará por los senderos del monte hasta las
cuevas del silencio donde encontrarás la felicidad.
Nicoco, animado, cogió el tambor y percutieron sus manecitas sobre la
superficie nueva. Un delicioso retumbar se esparció por los alrededores,
parecía el eco de un llamado, ráfagas musicales creaban la algarabía de cuanto
animal merodeaba en la noche.
Nadie
durmió en el ingenio, hasta los señores estuvieron inquietos con tanto
jolgorio. Las vibraciones despertaron un torrencial aguacero, que se prolongó
hasta el amanecer.
La mañana respiraba el olor a tierra húmeda, el rocío dejaba destellos en la
hojarasca de los trillos, una larga trenza de esclavos se internaba en los
verdes mares de caña. Nicoco caminaba pensativo, entre el graznido de los patos
y el aleteo de las gallinas, hacia el portón de la casa grande donde, agrupados
y cuchicheando, estaban los domésticos; unos llevaban palanganas de agua
limpia, otros toallas, o recibían las últimas órdenes del médico del pueblo, a
quien se había llamado con urgencia. Ña Tomasa, la nana gorda y negra apareció
en el umbral con los ojos llorosos.
Nicoco
le preguntó asombrado.
—¿Qué está pasando Ña?
—Niño José Manué ta malo, ta blanco como la-leche, no come ná hace dos lunas,
no agunta ná en la tripa suspiró la negra dejando el bulto de ropa de las
fiebres en un cesto.
—Nicoco quiere ver al niño José Manuel, dijo en tono resuelto.
La
nana miró para todas partes preocupada, comprobó que el señor Sacaroso
acompañaba al doctor en el carruaje rumbo al pueblo, en busca de medicamentos.
—Tú no hagas ruido al señorito, aún está débil y tiene que descansar —sentenció
Ña Tomasa señalándolo con el dedo de modo enérgico.
Grande
era la cama de cedro labrada de figurillas oscuras, sobre los almohadones se
hundía la cabeza paliducha del niño José Manuel, un año mayor que Nicoco,
delicado y enfermizo; la escaza luz del candelabro dejaba ver su rostro de
pecas sudoroso, fatigad o por la fiebre.
Nicoco
le tomó la mano y entonó una canción que recordaba de su abuelo.
Drume
niñito,
por los campos
trotan los potricos
con sonaja y cascabel
traerán rica miel,
Drume
niñito
que la luna te quiere a ti solito
y un
melón te daré
si sonríes también.
Al
repiqueteo suave, del tambor, la canción de cuna de su abuelo invadió el
recinto provocando un efecto de bienestar inmediato. El enfermo abrió los ojos
y sonrió al tamborero.
Nicoco
le tocó el vientre duro y dijo:
—Niño José Manuel está empachao, niño José Manuel tiene la lengua blanca. -
Con sonora carcajada, nerviosa, Ña Tomasa dijo en
voz muy alta. -
—A este no le pierdo pie ni pisá, Ña es su misma sombra, Ña no creé ese
disparate. -
José Manuel confesó que en un descuido de Ña Tomasa; cuando colaba almidón de
yuca para el ropero de la casa grande, tuvo el tiempo preciso para escaparse
hasta la arboleda y recogió del suelo todo lo maduro: ciruelas, grosellas,
hicacos, canisteles, y lo que más le gustó, fueron los jugosos marañones.
Ña Tomasa abrió la boca como una verdadera sandía, en sus ojos se reflejaba la
alarma. Con las manos estrujaba nerviosa el delantal y un torrente de palabras
se atropellaron en su garganta, provocándole un temblor que hizo sonreír a los
niños.
—Niño ta ingestao de semillas, ¡niño testarú como novillo no le hace caso a Ña!
Señorito
ya no quiere a Ña! —repetía aborotando la casa con sollozos y las manos en
alto. Quedándose solos, Nicoco abrió su jolongo y sacó un frasquito de barro
con aceite ricino que el Taita recolectaba para sus malezas, le embadurnó el
vientre pasándole la mano una y otra vez como hacía en el barracón, después le
dio a tomar una cucharada solamente y le dijo: Con este remedio curarás, torna
miel pura y agua del manantial. Ve a jugar a la pajarera.
Esa
tarde José Manuel salió al portal, se columpió en la hamaca de su padre y se le
vio reír, escuchando a lo lejos un repiqueteo hermoso, el tucutucupá,
tucutucupá del tambor mágico de su único amigo.
Vuelos de tomeguines se alzaban entre las nubes pasajeras y el olor a caña
molida endulzaba el aire del viejo ingenio.
Un
día de amanecer claro y sin pensarlo dos veces, con el mismo dalequetumba,
tumbaquedale de su tambor, Nicoco tomó su jolongo decidido a aliviar las penas
de los hombres más allá del ingenio, su corazón le decía que eso estaba bien.
Los
rumores del niño mago corrían de boca en boca’ y los esclavos de los ingenios
más próximos lo esperaban ansiosos, con la esperanza de ser liberados de sus
pesares, de aquella tristeza que flotaba en todos los bateyes. Eran malos
tiempos, una nube gris apresaba los corazones.
Nicoco
llevaba días deambulando en el monte, la húmeda maleza le azotaba el rostro,
plantas trepadoras se adueñaban de los árboles creando túneles interminables,
las flores caprichosas buscaban la luz salpicando los senderos y eran tantas
que, en ocasiones, le resultaba sofocante el perfume y mareado se detenía para
respirar profundamente, entonces veía con agrado cómo sobrevolaban mariposas,
bijiritas, caballitos del diablo; los negros abejorros se apiñaban en el polen
de las campanillas zumbando al chocar unos con otros. Los tocororos en su ir y
venir parecían arco iris fugaces, los sonidos diversos daban a su oído la grata
sensación de la libertad. Frutas ocasionales flotaban sobre las frías pocetas
de los riachuelos, los mangos maduros caían solos al contacto del viento en los
ramajes, la miel llevada en su jolongo, densa y transparente, contenida aún en
los panales, le daba fuerzas para seguir abriendo la jungla que se alzaba a su
paso.
Era
noche cerrada cuando decidió refugiarse en la oquedad que ofrecía una vieja
guásima de tronco muy grueso, el hueco permitía un espacio cómodo para
cobijarse del sereno; apoyó su cabeza en el bulto, colocó junto a sí el juguete
nuevo y quedó rendido de cansancio. Lejos, alguien afinaba un tambor de caja o
bembé y hasta él llegaba el eco casi sordo del tuntun pa piti papá.
Como
por arte de magia, aquel lento percutir lo sacó del sueño, pensó en los güijes
de que tanto hablara el Taita en las noches de luna llena, que hacían eco de
todos los sonidos y guiaban a quienes se perdían, y sonrió esperando volverlo a
escuchar.
La
brisa movía las altas yagrumas, las viejas guásimas, cedros y güiras
cimarronas. Entre cada susurrar de los ramajes el toque era más claro y, sin
pensarlo dos veces, percutió en su tambor para comunicarse. Silencio en la
frescura de la noche. El niño insistió con fuerza en su propio ritmo y obtuvo
respuesta de inmediato; su corazón se agitaba de alegría, quería correr,
vocear, pero las tinieblas eran densas, sólo la luna clareaba de vez en cuando
permitiéndole avanzar hasta el centro de un centenar de cuevas iluminadas, era
el palenque de los cimarrones de que hablara el Taita en las noches de
barracón. Sus pies hoyaban las plantaciones de yuca, ñame, los interminables
surcos de boniato que el rocío hacía platear bajo la luna.
Con
cautela, Nicoco se acercó acuclillado por la guardarraya de los canteros de
yerbas aromáticas y medicinales, a punto de sollozar de emoción, tragó en seco,
bordeó el cultivo y se abalanzó en una carrerita risueña hacia las cuevas más
cercanas, donde habitaban negros de muchas cicatrices, de diferentes edades, en
cuyos rostros se reflejaba la bienvenida, ese mensaje que los ojos saben dar.
Mencionó los nombres de Cacumba y Mariwanga y señalaron a la cima del peñasco,
un anciano se adelantó y le dijo:
—Rey del tambor y reina que sana males, llevan encima los collares mágicos, los
collares de los dioses negros. Tú mira bien, es la última cueva del peñasco.
Nicoco gritaba de alegría tamborileando su llegada y rompió el silencio de la
noche con tal estruendo del tambor, que todos los esclavos salieron para verlo.
—Papá, mamá, su hijo está aquí... —Papá, mamá, su hijo está aquí...
Cuando
Cacumba y Mariwanga lo vieron, salieron a su encuentro con tanta velocidad que
los dos lo abrazaron a la vez y perdiendo el equilibrio rodaron por el suelo
entre risas, besos, lágrimas y pellizcos para comprobar que no soñaban. Luego
se sentaron para oírle narrar sus aventuras, saber de su abuelo, del reino
chiquito que abandonaron cuando el padre de don Sacaroso Rosabal dominaba la
hacienda a fuerza de cepo y látigos. Nicoco, satisfecho de haber cumplido sus
tres deseos, les pidió que regresaran con él al ingenio sin temor alguno, pues
don Sacaroso era muy bueno. Cacumba y Mariwanga, huidizos y desconfiados por
los años de aislamiento, dudaron durante varios días, discutieron el asunto,
consultaron a sus dioses y, finalmente, decidieron quedarse en las cuevas del
silencio, donde tenían algo seguro y también una nueva familia con la que
compartir la libertad.
Para
celebrarlo, organizaron un bembé que retumbó en todo aquel pedazo de monte.
Pero
Nicoco, aunque ayudaba a sus padres en el cultivo y el cuidado de los animales,
jamás se separó de su tambor, instrumento cuya alegría transformó aquel
terruño, repartiendo la magia de su arte.
Por
tal devoción, los dioses negros decidieron inmortalizarlo y lo convirtieron en
Añá, Dios del tambor, y aunque no lo vemos, él vive ahí dentro de nosotros, nos
azuza a bailar, reír, cantar, soñar y repiquetear en las mesas, sillas o algún
otro objeto que se nos ocurra. Por eso cuando sientas el ti ta, ti ta,
ti ta, tititata, tatatiti, de tu corazón puedes decirle a todos que
Nicoco anda cerca con el tumbaquedale, dalequetumba de su tambor, repartiendo
alegría por el mundo.
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