Agnieska Hernández Díaz

(Pinar del Río, 1977). Es también dramaturga. Miembro del Taller de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso de Ciudad de la Habana y de La Asociación Hermanos Saíz. En 2002 publicó Fiesta Solemne de Baco (noveleta), ganadora ese año del Gran Premio Vitral. Antologada en El Ojo de la Noche. Editorial Letras Cubanas, I 998; Nuevos Caminos de Eva. Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2003; Celestino de Cuentos (Holguín, 2003); e Historia Soñada, de minicuentos. Ha obtenido las becas de creación Mascarada, 1998 y El Caballo de Coral, 2002, y los premios, José, A. Baragaño de cuento, 2001; Celestino de cuento, 2002 y La Gaveta, 2003. Finalista del concurso de novela de la Editorial Plaza Mayor de Puerto Rico; ha recibido menciones en los concursos de Relatos Breves convocado por la Embajada de España, 2004; de Minicuentos El Dinosaurio y el Jose A. Baragaño, 2005.

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De la antología Trozos de la Verdad

Ediciones Loynaz, Pinar del Río, 2006.

TROZOS DE LA VERDAD

La Morsa no era amiga de nadie, pero la gente la rodeaba, la adulaban con tal de obtener el último centímetro de sus cigarros. Fumaba a toda hora, de día, de noche, mientras comía; en una mano la cuchara y en la otra el cigarro; un bocado, una fumada, una tos salida del fondo del pulmón, de esas que remueven todas las flemas del cuerpo. Era la única a la que no habían cambiado en la galera y todas las que estábamos ahí la conocimos desde el primer día que llegamos. Nadie entró a la prisión antes que ella; ninguna podía decir cuánto tiempo llevaba Morsa en la cárcel ni qué edad tenía realmente. Era una mujer sin años, de treinta en adelante tenía cualquier cantidad de tiempo, sólo que no era posible decir si cincuenta, sesenta, treinta y dos. Sus dedos estaban amarillos por la nicotina y esa misma mancha le rodeaba los labios. Los pocos días en que tenía que ahorrar los cigarros, no le daba la última parte a nadie; se comía la picadura que no creo que se diferenciara mucho de la papilla habitual.
Hablaba poco, dormía menos que las demás y tenía un juego de barajas que era la envidia del resto, por eso tampoco lo compartía con nosotras. La Morsa se sentaba en el piso y nos quedábamos pendientes de sus ases, reyes y todo lo demás. Cuando perdía al solitario se ponía furiosa. Las que lográbamos ver en el interior de su celda, le pedíamos que lo intentara de nuevo, con más calma e hiciera alguna que otra trampa para ganar. Algunas murmuraban, para divertirse, que la Morsa mató al marido porque tuvieron una discusión en medio de un juego de cartas, que los dos eran jugadores empedernidos y ninguno iba al trabajo, sino que apostaban entre sí, continuamente, ganando y perdiendo el mismo dinero y si alguno de los dos se quedaba sin nada, entonces el otro le cedía unos pesos para continuar la partida. Dicen que el marido de La Morsa se atrevió a hacerle una trampa; cambió una carta mientras ella iba al cuarto a atender al bebé y creyó que no lo observaba a través del espejo. Las jóvenes repetían la historia casi todas las noches, hasta llegar al punto impreciso: todas sabíamos que La Morsa había matado al marido; lo que no quedaba claro era cómo ni por qué.
Ahí se formaba la discusión, que si por las cartas, que si el bebé, que si la traicionó y que La Morsa espero a que él se durmiera para darle un hachazo por la cabeza. Unas agregaban que entonces lo cortó en trozos; otras, que lo quemó, que echó los pedazos en un saco y los tiró al río, que lo cocinó en una olla de presión. Siempre había alguien en desacuerdo con alguna de las versiones; la peste del cadáver tuvo que haber dado un kilómetro a la redonda y seguro que alguien avisó a la policía. Ahí se perdía la conversación; las mujeres sabían demasiadas historias sobre los policías y siempre había alguna que quería contar cómo dejó a uno con el pantalón del uniforme por la rodilla porque el muy estúpido se demoraba mucho en quitarse la pistola, el cinto, las botas apestosas.
Las más incrédulas defendíamos a La Morsa, diciendo que bastaba mirarle a los ojos para ver que todavía le dolía su vida anterior, por eso no hablaba. También la apoyaban muchas de las que estaban presas por haber agredido a sus esposos; les parecía bien eso de cortar en pedazos a un sinvergüenza que no tenía idea de por dónde salía el sol porque a esas horas ya estaba en los bares. Los hombres merecían que alguien los picara, principalmente esos que se entretenían al ver pasar a otras mujeres y deseaban a todas menos la suya; a esos, había que sacarles los ojos para que no tuvieran la oportunidad de mirar ni a su abuela. Las que entraban a la cárcel por estos motivos eran bien vistas entre las demás, o al menos nadie se atrevía a desafiarlas. Ninguna quería ser amante de esa que había matado al marido y, en su presencia, se evitaba hablar de hombres, de las maravillosas relaciones sexuales que estaban del otro lado de la prisión. A las que sí vapuleábamos era a las que le habían hecho daño a algún niño, como una que mató a su hijo de ocho años con el pretexto de que, el pobrecito, era anormal y le tenía la vida acabada; no podía dejarlo solo, se le perdía a toda hora, ningún hombre se le acercaba a ella por ese motivo y, los pocos que lo hacían, salían espantados al ver el pequeño monstruo. A esas les pegábamos cigarros encendidos en la cara, les hacíamos tragar sus algodones llenos de sangre, las sosteníamos entre dos o tres para escupirlas, ponerles mierda en la vagina para que se llenaran de todas las infecciones del mundo y nunca más pudieran parir ninguna otra cosa, ni siquiera un monstruo. Con La Morsa era diferente; habría sido una innombrable a no ser por esa historia que ella no contaba y que ninguna de nosotras sabía completamente. El único detalle preciso era que se había llevado al hombre en claro, de un solo golpe y que ella no era igual que cuando entró a la prisión; ya no tenía los ojos tan lindos ni era blanca de piel y con el pelo lacio. Oír hablar de esa cierta belleza de La Morsa resultaba macabro; una no se la podía imaginar como una mujer atractiva; bastaba mirarla para sentir cierta repulsión por sus manos callosas, las uñas sobre la carne ensangrentada de tanto morderse los pellejos, el pelo escaso y quebradizo sobre la frente, la piel áspera y de un aspecto sucio, asquerosa cuando comía con las manos en lugar de usar algún cubierto. De su celda salía un olor a orine nauseabundo, más pronunciado que cualquier tufo característico de la prisión; de ahí ese nombre tan peculiar, ese apodo por el que respondía sin molestarse. Olía a morsa, aunque nadie hubiese olido o visto jamás a una morsa; se desplomaba en su cama como un animal cansado y era torpe en sus movimientos, una morsa con todas las de la ley, que siempre dejaba escapar uno gritos en medio del sueño.
A veces utilizaba su cuerpo pesado para interponerse en alguna pelea; se paraba en medio de las dos que sentían deseos de matarse, alzaba los brazos y las mujeres quedaban separadas por una mole que no se atrevían a golpear. Se decía que La Morsa sentía asco por la sangre; otras opinaban que aquello era miedo, porque el día que se fajaron dos de las recién llegadas, La Morsa estaba comiendo como siempre, alternando las fumadas con los bocados y les gritó para que no buscaran problemas, estúpidas, si así nunca saldrían de la cárcel. Una le arrancó la oreja a la otra de una sola mordida, le dejó un hueco oscuro rodeado de hilachas de carne. La Morsa miró el resultado de la pelea, hizo una arqueada y los ojos se le fueron hacia arriba, se volvieron totalmente blancos, mientras ella caía entre sus propias piernas y se volvía toda de un color amarillento, pálida como un cadáver.
Corrimos a ayudarla y ni las que hacían ejercicios todos los días y tenían la espalda ancha, podían levantarla del suelo, así que hubo que atenderla allí mismo, a pesar de que volvió en sí muy rápido, quizás por el efecto del golpe. Esa noche, la fabulación creció entre nosotras; habíamos pensado en cualquier cosa menos en la posibilidad de que La Morsa se asustara con la sangre. Entonces cómo había picoteado al marido, cómo hizo para hervir los trozos, para lanzar el cuerpo al río. Todas hablábamos a la vez y nadie mencionaba el hambre o las ganas de fumar. Las más alejadas de nuestras celdas gritaban para preguntar si era verdad que La Morsa había muerto. Ella escuchaba los comentarios y hacía como que no le importaban. En realidad nadie se atrevía a provocaría; la respetábamos demasiado, sólo que el revuelo era inevitable. Por el pasillo se extendía una sola idea: La Morsa le tiene miedo a la sangre. Ese día la vimos vieja, cansada. Sacó las cartas y las revolvió sin fuerza; echó la partida de siempre, consigo misma y no manifestó que le importaba ganar. Ganaba porque las barajas eran las de siempre, el juego era el de todos los días y sabía las combinaciones de memoria. Nosotras nos dormimos muy tarde, mezclando una y otra vez el cuento de la oreja arrancada y de la mujer que casi se muere por culpa de la perra que la mordió, con todo lo que se relacionaba con el desmayo de La Morsa. Todo servía para conversar, todo era más o menos probable.
A La Morsa vinieron a buscarla una mañana para hacerle unos exámenes. Según muestras informantes, la subieron a una pesa, le hicieron la prueba del azúcar y le tomaron la presión y ella sin hablar; no dijo nada sobre la fatiga ni de su punto débil con la sangre. Por eso, al principio, nadie creyó que de verdad La Morsa estaba enferma; decían que era una justificación y que ella no lo sentía ningún miedo, que era carnívora, por eso se había comido al marido. Risas cada vez que nos imaginábamos al marido de La Morsa, que no debió haber sido muy grandulón cuando cupo en un saco y ella sola pudo arrastrarlo hasta el río. Hubo meses en los que nos conformamos con cualquier versión sobre su vida. Bastaba la llegada de una nueva a la galera para desviar nuestra atención; pero las historias se agotaban rápidamente. Al menos cada tres días venía alguien de la calle y, en menos de cuatro horas, lográbamos hastiarnos de su vida; la hacíamos repetir el cuento y después ya nadie quería oírlo nuevamente. La Morsa seguía intacta y su delito continuaba tan oculto para nosotras como el primer día. No creo que ella no supiera cuánto exagerábamos su historia; me atrevería a asegurar que disfrutaba ese cierto mito que la acompañaba y la había mantenido a salvo a lo largo de esos años. Ninguna se reía al verla rezar, aunque esto no era algo que La Morsa hiciera habitualmente, quizás una o dos veces por semana y si alguien le preguntaba, respondía que Dios no era tan bueno, así que no se le podía complacer con tanta insistencia.
A veces se sentía mal; no lo decía pero era evidente, ni siquiera tocaba las barajas aunque se lo pidiéramos para ver la partida desde lejos. Apagaba el cigarro antes de comer, sin alternar las cucharadas con el humo. En los últimos meses la tos se le había vuelto constante. Quizás por eso comenzó el rumor de que la iban a sacar de la prisión para que fuera a morirse a su casa, lo que era un alivio para muchas de las que estábamos allí. Cuando nos sentábamos a conversar, en el rato que nos sacaban a coger sol, siempre alguna tiraba al aire la posibilidad de que muriera La Morsa. Cómo serían las noches en la galera sin escuchar sus gritos durante las madrugadas, sus ronquidos, su tos llena de flemas, mezclada con las cien toses que formaban el coro nocturno. Con lo de su nueva enfermedad ya se sentía el miedo; era muy probable que, después de su muerte, usaran su celda para enviar ahí a las que estuviesen de castigo y eso sería peor que cualquier otra cosa. Cada mañana, disimuladamente, pasábamos la vista por su celda para comprobar si seguía vivita y coleando. Nos topábamos con su cara redonda y su tranquilidad de siempre. Se hablaba de ella más que nunca y ya algunas apostaban el modo en que se produciría su muerte: quedaría tiesa durante la comida, amanecería con la boca abierta y llena de hormigas, le daría un infarto y sus gritos serían espantosos. Para esa fecha, las versiones sobre su crimen estaban totalmente cambiadas; se murmuraba que había sido una mujer de mucho dinero, que nunca tuvo hijos, que el hombre al que mató no era su marido sino un pariente suyo y que si lo picó en trocitos. Entonces La Morsa había sido maestra, arquitecto, jugadora de cartas, profesora de marxismo y sabía tocar el piano y la guitarra; siempre fue gorda o una vez estuvo delgada y ahora era gorda por culpa de la dichosa enfermedad o por la comida de la cárcel, que era la misma que se usaba para alimentar a los puercos.
Nadie quería ocupar la celda de La Morsa cuando esta se muriera y hasta hablábamos en voz alta para que nos escucharan y le dieran la libertad para no verla morir, porque de que se iba a morir, de eso no le quedaba duda a nadie. Un día, durante la comida, La Morsa se atoró con algo y hasta pareció que iba a ahogarse; tosió, se puso roja por el esfuerzo y no le quedó más remedio que introducirse la mano en la garganta para vomitar el bolo de arroz que ya se había ablandado en su boca. Después escupió, revisó el vómito y nos mostró un trocito de hueso que se había filtrado en su comida. La sensación fue repugnante pero a ella no le importaba; eructó y siguió llevándose el alimento a la boca. Nosotras, acostumbradas a hablar continuamente, nos quedamos observándola en silencio, en espera de su muerte por asfixia. La Morsa alzó los ojos y dijo que si seguíamos con esa tontería de mirarla a todas horas, de espiarla continuamente, en cuanto se muriera mandaría a su espíritu a sentarse sobre nosotras y no lo sabríamos; los muertos nunca se veían, solo que no podríamos levantarnos del puesto porque ella pesaría lo mismo aún después de irse al otro mundo; su espíritu nos complicaría la existencia. Volvió a toser y gritó para que alguna de nosotras le alcanzara agua.
Como pasaban los días y ella seguía viva, a pesar de que a cada rato la llevaban a chequearse esa tal enfermedad, terminamos por adaptamos a la idea de que La Morsa podía morir en cualquier momento. Creo que cada día la teníamos menos en cuenta y hasta pasaba más de un mes sin que se mencionara su nombre en toda la galera. Una tarde, aunque no recuerdo bien si del año anterior o del otro más atrás, pero sí de que fue en febrero, la guardia se paró frente a la celda de La Morsa y le dijo que saldría de la prisión dentro de dos semanas. Muchas escuchamos la noticia y aplaudimos de alegría; extrañamente, no sentíamos la envidia de otras veces, cuando le daban la libertad a alguna y tratábamos de hacerle daño para que no saliera en Ia fecha prevista. La Morsa preguntó en qué año estábamos, sacó una cuenta con los dedos y dijo que nos dejaría su juego de cartas, siempre y cuando nos turnáramos sin que hubiese líos. Volvimos a aplaudir y la felicitamos; le preguntamos mil veces qué era lo primero que pensaba hacer cuando saliera y siempre contestó que se comería una lata bien grande llena de comida, hasta el tope, con bastante carne, fritas y ensalada con vinagre.
Esas dos semanas se fueron volando. Cada vez que teníamos la oportunidad nos acercábamos a La Morsa, de una en una, para arrancarle su secreto. Queríamos la verdad y no que se trataba de un simple homicidio, que había ensañamiento; eso ya lo sabíamos, pero por qué había picado al marido en trocitos, si era verdad que lo cocinó a fuego lento, si en realidad ella se comió la carne, si alguna vez fue una mujer bonita. A veces parecía que se disponía a hablar y, corno no lo hacía, contábamos los días que faltaban para su libertad. Quedaba muy poco tiempo y no encontrábamos la mejor manera de adularla; le regalábamos cigarros, parte de nuestra comida y ella sin hacer caso de la curiosidad. Creo que de alguna manera siempre nos despreció aunque era peor que todas nosotras juntas. Se había vuelto asquerosa y sucia, sólo para demostrarnos lo repugnante que le resultábamos y eso lo manifestaba con su silencio, con el respeto que lograba imponernos a pesar de que en tantos años nunca tuvo un problema en la cárcel. Comenzamos a odiarla porque no hablaba de su vida; no nos tenía en cuenta. Cuando saliera de la prisión se llevaría toda la verdad, hasta dejamos con esa idea falsa, casi infantil, que se reducía al hecho de haber creído, durante años, que La Morsa se comió al marido, envolvió los huesos en un saco y lanzó los mondongos al río. Una mañana logramos enfrentarla en el patio y éramos más de diez. Fue dura la tarea de lograr que alguien se atreviera a darle el primer golpe. Usamos a una recién llegada, a la que engañamos diciéndole que esa vieja era una penca, una cobarde que ocupaba el último lugar en la prisión y, si ella no se atrevía a desafiarla, ocuparía su puesto, le lanzaríamos nuestros desperdicios, la haríamos lavar toda la ropa sucia. A la nuevecita le dijimos que si no golpeaba a La Morsa, todas nosotras le caeríamos encima y ella, por supuesto, prefirió golpear a una mujer de edad indefinida, de hombros caídos y pocas ganas de hablar. No faltó más para que, después de Ia primera bofetada, nos atreviéramos a romper la barrera que siempre nos separó de La Morsa. Le caíamos encima, la mordimos en el cuello, dijimos obscenidades y todo con la amenaza de que acabara de contar su historia o nunca saldría viva de la cárcel. Cuando se acercó una guardia, La Morsa se incorporó y empezó a reír, al igual que todas nosotras, para demostrar que no pasaba nada. Esa noche, jugó a las cartas y perdió en las tres oportunidades en que lo intentó. La escuchamos gritar durante la madrugada y más de tres nos atrevimos a recordarle que el último plazo que le quedaba se le vencía dentro de cuatro horas. Le tiramos porquería, consiguió entrar en su celda. Esa, la nuevecita que fue la primera en golpearla, se convertía poco a poco en la jefa. A la mañana siguiente, cuando llegó la hora del patio, fuimos más de veinte alrededor de La Morsa. La recién llegada le dio una bofetada y le ordenó que empezara a hablar, sin omitir ningún detalle, sin callarse nada, ni uno de los trocitos de la carne del marido y cómo lo cortó, cuándo lo mató, así que incluyera también cuántos años llevaba presa y todo lo que se le fuera ocurriendo por el camino y que sirviera para engordar el cuentazo. La Morsa nos miró enfurecida, escupió y dijo que no le tenía miedo a nadie, menos a una chiquilla, a una que no sabía cuánto podía costarle esa gracia de meterse con una morsa. Iba a hablar porque no quería complicarse ahora que estaba cerca su salida de la prisión. Un día, cuando ella no era La Morsa sino una mujer normal y bonita, y en esa parte no pudo continuar; dos de las que estaban oyendo la versión comenzaron a pelearse porque toda la vida habían apostado lo que tenían a defender o a destruir la antigua belleza de La Morsa. Las separamos y continuó la historia. La Morsa rectificó; ella no era, para nada, la mujer más linda del mundo, sino una más, algo atractiva, graciosa, de buen cuerpo y buenas piernas, siempre un poco entradita en carnes. Contó cómo se casó con su primer novio y que sólo hubo un hombre en su vida; después tuvieron un hijo varón. En ese punto hizo una pausa, no quería continuar y la recién llegada tuvo que volver a golpearla para que se apurara con el cuentazo, ya nos quedaba poco tiempo en el patio. Enseguida volvió a escucharse aquella voz estertórea, llena de ronquidos y como con una falta de aire de fondo, que explicaba que su hijo estaba muerto; tenía dos meses solamente cuando ella y su marido despertaron una mañana y lo encontraron asfixiado. El niño se ahogó con las sábanas y las almohadas que estaban a su alrededor. A La Morsa se le salieron dos lágrimas grandotas que a nosotros nos produjo mucha risa porque nunca pensamos que la veríamos llorar. Luego agregó que todas las noches se levantaba más de dos veces para observar al bebé. Aquella noche se acostó muy tarde, estaba desplomada y no abrió los ojos ni un instante. Su marido lloró mucho en el velorio; podría decirse que más que ella misma, que sí pasó triste muchos meses y después dejó tanta bobería porque la vida era la vida y uno no se podía enterrar junto con los muertos. Ella se puso triste, de verdad, y aún así consideraba un tanto exagerado el sufrimiento de su esposo. Quisimos saber el nombre del tipo y La Morsa dijo Antonio, como si sacara esa palabra de la base de su cráneo, de un lugar al que nunca iba a buscar nada. Entonces Antonio le confesó un día, mientras jugaban a las cartas, que quizás él tenía la culpa de todo eso, de lo de la muerte del bebé. La Morsa lo miró con tremenda mala cara y él siguió explicándole que sí escuchó llorar al niño durante la madrugada y espero a que fuera ella la que se levantara a amamantarlo como tantas veces. Ella seguía dormida y él escuchaba el lloriqueo pero no tenía deseos de cargar el diablito a esas horas. El llanto no volvió a repetirse y Antonio pensó que el niño ni siquiera sentía hambre, que había sido parte del sueño.
La Morsa hizo una nueva pausa y en eso nos avisaron que se terminaba nuestro tiempo en el patio. La recién llegada, muy interesada en la parte del crimen, reiteró la amenaza que todas apoyamos. El motivo estaba muy claro pero queríamos el final del asunto, el asesinato, la mejor parte. Le dimos un par de bofetadas a La Morsa, no sin cierto temor, para que no olvidara su tarea del día siguiente, el último plazo que tenía para hablar.
A veces parecía que su paciencia llegaría a agotarse. La Morsa volvía a ser nuestro tema predilecto, ahora con cien motivos más para hablar de ella. La justificábamos, sentíamos una especie de lástima que nos ayudaba a darle el perdón que nunca encontró en la cárcel. Hablábamos mal de las prisiones, de todos los abogados y jueces, de los hombres que no se levantaban, durante la madrugada, corno si el hijo sólo le perteneciera a la madre que lo parió. Las que tenían hijos aprovechaban para mencionarlos en ese momento; decían la edad de los mocosos y suponían lo que estarían haciendo a esas horas en la casa de la abuela o la tía que había jurado cuidarlos mientras durara la sanción. Algunas apostaban cigarros al final del cuento; se disputaban la verdad entre sí y jugaban a adivinar el resto de la parte que aún no había contado La Morsa. De tantos años que llevaba presa, al parecer le tenían alguna consideración y por eso no le ponían compañía en la celda, tal y como ella demandaba. Esa noche, como tantas otras, escuchamos sus alaridos y ninguna de nosotras demoró en incorporarse para tratar de mirar al interior de su celda. Ya teníamos una historia sobre los quejidos durante la noche que no nos dejaba ignorar ese sonido tan familiar en la galera. Se extendieron sus ronquidos; sus gritos se hicieron cada vez más frecuentes y llamamos a la guardia, pedimos ayuda, chillamos todas juntas al suponer que La Morsa se apretaba la garganta con sus dos manos callosas. Sólo se escuchaba su respiración que poco a poco se convertía en un silbido apagado. La imaginamos roja, azul en la parte del cuello y con todas las venas dilatadas. Lo peor era que no encendían ninguna luz para que pudiésemos verla. Movimos las rejas, gritamos a coro para que alguien viniera a salvarla, a impedir que se suicidara, así porque le daba la gana, con tal de no contarnos la otra parte. Amenazamos a La Morsa con cien golpes más si es que se atrevía a matarse justo cuando empezábamos a disfrutar su historia. Se la llevaron sin encender siquiera una luz y sólo sentimos el traqueteo de la reja y la voz de alarma en mitad de la noche. Tal vez, quien sabe, La Morsa asfixió al marido con sus propias manos y por eso tenía experiencia en el asunto; tal vez se asustó cuando lo vio muerto y le enterró un cuchillo; tal vez vio la sangre y se asustó y puede que entonces lo haya cortado en trocitos. Tuvimos la sensación de que no nos había dicho toda la verdad cuando la golpeamos en el patio. Quién podía asegurar que no fue ella la que asfixió al niñito. Cuál de nosotras, sin ver nada podría asegurar que La Morsa en realidad se ahorcó con sus propias manos. Tal vez ni siquiera se mató o se quedó viva y la llevaron a la enfermería, la curaron y después le dieron la libertad. A lo mejor esos quejidos fueron el resultado de su lío con el azúcar en la sangre, porque lo que nadie podía quitar era que La Morsa estaba enferma. A lo mejor se murió porque le tocaba irse al otro mundo precisamente ese día. Gritamos para que nos digan si está viva, si le dieron la libertad, si en realidad mató al marido. Siempre gritamos a la hora de dormir para que no apaguen las luces porque quién sabe, a lo mejor su espíritu de morsa nos sale a alguna de nosotras una de estas noches.

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