Claro Misael Salcines Merino

(Santa Clara, 1942; Pinar del Río, 2009). Ha publicado dos libros de cuentos, Compañero de mesa (Colección Pinos Nuevos, Editorial Letras Cubanas, 1996) y Los adelantados del reyno (Colección Cemí, Editorial Letras Cubanas, 2002). Ediciones Loynaz publicó en 2007 su novela La familia Moreira. Cuentos suyos aparecen en las antologías Dorado mundo y otros cuentos (Ediciones Unión, 1994) y Cuentos habaneros (Colección Aura, Editorial Selector, México, 1997).


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Del libro Compañero de mesa y otros cuentos

Ediciones  Hnos. Loynaz, Pinar del Río,  2010.

EL INTRUSO
(Sobre un cuento de Jorge Luis Borges)

Los Nilsen, señor, fueron pobres como el resto de nosotros, pero de ningún modo dos seres humildes y conformes. En ellos perseveró un espíritu pendenciero que provocó no poco desorden en el pueblo. Fueron tremendos en cuestiones de mujeres, temibles en el beber y rencorosos en el juego. Hombres diestros con el cuchillo, siempre estuvieron unidos como uno solo en lo que viniese. Como dijo Borges, un conflicto con uno de ellos lo fue siempre con los dos. En ese sentido, el único error que se permitieron fue Irene Burgos (luego se mencionó otro nombre, pero ese fue el cierto; el que le dimos, Irene). No intento describirlos, sólo le expreso el recuerdo que conservo desde los tiempos de mi juventud. Dicho esto, le cuento lo que de cierto hubo en lo triste y difícil de sus destinos. Comienzo, pues, señor.
Fue un domingo, en lo de Emilio, donde supe del motivo que provocó el primer disgusto entre los Nilsen. Todo comenzó un turbio mes de octubre. Uno de ellos dejó el pueblo y estuvo un tiempo por esos rumbos de Dios. Su retorno fue menos imprevisto que sorpresivo, pues lo hizo con Irene; mujer de rostro corriente, pero con un cuerpo en su evidente plenitud. Puede que esté en peligro el buen entendimiento entre los Nilsen, comentó irónico uno del grupo. Y eso fue todo lo que se dijo. El exceso, entre nosotros, por ningún motivo se tuvo por decente.
El correr del tiempo confirmó lo dicho ese domingo en que conocí de Irene. EI menor de los Nilsen no entendió o no quiso entender el proceder del otro, que evidentemente no se lo consultó. Hubo quien pensó, incluso, que el otro ni le insinuó su intención de tener mujer. Lo creo posible, pues de otro modo no hubiese sido el Nilsen que fue. Después, y usted conoce cómo esto se corre entre el mujerío que no tiene en qué entretenerse, se supo que el menor, muy molesto, es de creer que ofendido, en discusiones que tuvieron entre ellos utilizó términos ofensivos sobre Irene. Y lo peor, no consideró ni le importó que estuviese presente, siempre fue como un ser invisible entre los Nilsen. Pero debo decirle que su misión fue lo que le sobró en todo el tiempo que vivió con ellos. No dudo que ese exceso de obediencia fuese otro motivo de furor en el menor de los dos. Yo pienso que Irene le llegó profundo desde un principio, pero no es de hombre reconocer ese hecho. De ese modo, señor, fue que entró Irene en el mundo hermético y violento de los Nilsen.
Tiempo después hubo como especie de un reencuentro entre los tres. Se les vio juntos por el pueblo, metidos en los convites de pobres que tuvimos por diversión o en los corrillos de gente sin empleo fijo. Irene en el grupo de mujeres y ellos dos en lo envites del juego fuerte. Fue por entonces que pudimos percibir en Irene como un despunte de ilusión. Como si se reconociese en su condición de mujer de uno de los Nilsen. Por ese tiempo reírse fue su costumbre y su mejor momento. Y eso fue lo poco que logró en su intento de ser feliz. Porque en esto que le cuento, siempre tendremos lo sórdido y monstruoso de su destino.
Lo que no previmos, esto se supo luego, fue que el menor sintiese un deseo irreprimible de poseer lo que por ley de Dios debió ser del otro. Y como ellos dos siempre fueron como uno solo, hicieron el compromiso, muy en serio, como todos sus negocios, de tener mujer en común. Conociéndoles del modo como yo los conocí, es como único esto se puede entender. Siempre estimé que los Nilsen vieron en su decisión el último recurso que les impidiese discutir y seguir viviendo juntos, según su costumbre. Desde entonces muchos en el pueblo les tuvieron bien poco, pero no lo dijeron. No conozco quién hubiese tenido el ímpetu suficiente; el respeto por los Nilsen siempre fue inconmovible. Por supuesto, señor, esto que le cuento no se consultó con Irene; no cruzó por sus mente ni por un segundo. Usted insiste en conocer lo que pensó Irene como mujer, pero eso yo no lo sé. Si protestó, si no lo hizo, si prefirió uno de ellos sobre el otro, no lo dejó entrever ni por descuido. Borges contó luego que el menor de los Nilsen fue el preferido, pero no lo doy por seguro. Ese secreto Irene se lo llevó consigo.
Después, como es lógico, sucedió lo previsto por dos o tres de nosotros, los del mentidero de los domingos, en lo de Emilio, se entiende. Mujer de dos, mujer de ninguno. Desconoceremos siempre el tiempo de posesión que decidieron entre ellos, pero tuvo que ocurrir lo predecible: uno se enceló en el otro. Soy orillero viejo y no es mi costumbre ceder testimonio por gusto, pero puede usted vivir convencido que el celo fue mutuo. Irene tuvo el don de promover en los hombres un deseo poco común, y sé muy bien lo que digo. Por resumen de todo, sobrevino lo que pienso que el señor supone: los Nilsen riñeron de nuevo. Lo hicieron con un furor terrible, como sostuvieron siempre sus rencores. Yo lo preví y lo dije, y no es mérito, pues en todo momento fueron dos criollos tercos y de índole difícil. Poco después se les vio coger por el rumbo de Morón. Irene se fue con ellos.
Estuvimos un tiempo sin conocer de los tres, pero sus destinos siguieron unidos con los nuestros. Primero fue el que visitó Morón y nos contó luego que pusieron sus predios por ese término. Otros fueron después y dijeron que los vieron juntos y felices. Los tuvimos, incluso, que por vicio de oposición sostuvieron versiones diferentes. Pero lo decisivo fue el tipo que llegó y nos soltó de sopetón que se ocupó con Irene en un burdel de medio pelo. Conocer lo cierto se hizo difícil. Yo mismo me dejé ver por Morón en un repunte de hombre curioso, que no lo soy. No niego que frecuenté ese pueblo desde entonces. Un tiempo después, en medio de rumores por el estilo, volvieron los Nilsen, pero sin Irene. Mucho se especuló sobre ese regreso y muy poco se logró en limpio. Con ellos dos todo intento fue inútil; hermético, como siempre.
En su momento les recibimos como se pudo. Hubo cierto remedo holgorio e incluso Emilio nos sorprendió, pues puso un poco de lo suyo, licor del bueno, y se bebió fuerte. Todos coincidieron en decir que no fue el vino hereje de siempre. Por supuesto, en medio del bochinche ninguno preguntó por Irene, pues los Nilsen volvieron serios, sufridos, como en un encierro de sí mismos. Pidiendo, sin decirlo, un olvido completo sobre todo lo ocurrido. Yo los comprendí mejor que otros y esperé, suponiendo que con el tiempo todos perdiesen el interés por Irene. De ellos dos no escuché ni un pequeño recuerdo que se pudiese concebir como un remordimiento. Pero como dice un viejo dicho, lo que viene torcido ni el poder de Dios lo pone derecho.
Ocurrió entonces, sin un motivo de peso, que uno del grupo se nos desbocó. No me lo explico. Ese infeliz siempre fue como un overo fino, de buen trote, pero no sé qué bicho le picó uno de esos domingos de tedio, en lo de Emilio. Como quien no quiere decir, pero dice, comentó de repente que siendo conocido que dejó el burdel y no se supo luego de su destino último, bien pudo suceder, y en ese momento, lo recuerdo, el hombre se persignó, que Irene hoy sólo fuese un reguero de huesos insepultos y perdidos, por esos senderos ocultos de Morón. Todo dicho sin intención evidente, como es lógico, pero con suficiente veneno dentro. Y ese fue sólo el principio. Se quebró de súbito el respeto el temor inconfeso de siempre por los Nilsen. Roto el sortilegio todos se creyeron en el deber de tener su versión de lo ocurrido o por lo menos, un simple supuesto, por ilógico que fuese criterio de uno u otro. Por no ser menos, expresé lo siguiente: si los Nilsen tienen un secreto, lo doy por bien protegido. No pocos ese domingo hubiesen puesto un dedo en corte por conocer el destino cierto de Irene.
Viendo acercarse el peligro, me fui de lo de Emilio, sin perder minuto, donde los Nilsen. Me recibieron bien, como corresponde entre gente que se conoce de mucho tiempo. No es presunción, pero pocos en el pueblo pudieron decir lo mismo. Les conté lo sucedido y me respondieron que no tuviese temor pues todo se hizo como corresponde. Con ellos dos siempre sentí seguro. Luego bebimos un poco y se conversó en el frecuente entre nosotros, sin efusiones ni excesos inútiles del mismo modo que lo hicimos en el encuentro que tuve con ellos unos meses después que se fueron del pueblo con Irene. Lo único que, en ese entonces, con el cuerpo de Irene inerte en el suelo en el rostro de los Nilsen no el horror por el crimen, sino por los destrozos que provoqué en él. Y me vi de nuevo en un bote poniendo todo mi empeño, junto con ellos dos, en el intento porque el cuerpo de Irene se hundiese como es debido. Y lo pudimos, señor, pues yo mismo le coloqué mi trozo de fierro bien sujeto en el pecho. De ese modo lo logré sumergir en el extremo del dique, donde se conoce que es profundo. Con ello le dimos el reposo definitivo entre musgos tiernos y que Dios me perdone.
Fue en el burdel. Seis veces le fui con el cuchillo; con ímpetu, señor, y con el desorden propio de un hombre enloquecido. Luego envolví el cuerpo con mi poncho, hice un bulto como pude y me lo llevé por el muro medio destruido del fondo. No me vieron. Entonces ejecuté lo previsto: monté en mi tordo, me dirigí por el rumbo del dique donde los Nilsen y les mostré el cuerpo de Irene. En pocos minutos les expliqué todo. Como supuse, ellos no se sorprendieron. Desde mis primeros intentos por Morón, los supe perdidos sin remedio entre sus espléndidos recursos de mujer. Por ese motivo les resultó imposible vivir lejos de Irene. Entendiéndolo como un destino, hicieron un desmonte, pusieron en orden sus negocios y de nuevo comenzó el infierno entre ellos tres. Por turnos, como siempre, se convirtieron en clientes del burdel, sólo con Irene, por supuesto. Por ese motivo, señor, comprendieron mi proceder. Fue un peso que les quité de encima, un peso enorme. O si lo prefiere, un destino que les evité. No lo hicieron ellos mismos no sé ni cómo. Un tiempo después de estos sucesos decidieron volver entre nosotros. Libres de Irene, pero no de su recuerdo. Con él murieron.
No fui un intruso, señor. No fui, como se dice, uno que llegó en el último momento y metió el hombro. Ni fue por dinero. Tuve mis motivos ciertos. En el primero de los recorridos por Morón, inquiriendo por los Nilsen, estuve en el burdel y me ocupé con Irene. Desde ese encuentro yo, que siempre le miré de lejos, no pude con su desnudez; con el recuerdo íntimo, profundo, de su cuerpo inquieto y ofrecido. Después, como de seguro usted supone, vinieron los errores propios del hombre perdido en su fervor. Pretendí ser el único, pero se negó. Y lo que hoy me sigue doliendo, señor, fue que se burló de mí. Un menesteroso, me gritó, que no tienes ni dónde morirte, que te soportó los sudores hediondos sólo por conocido del pueblo. En medio de ese envilecimiento no pude concebir otro futuro que no tuviese que ver con su muerte. Fue, pues, por sentimientos no muy difíciles de entender, de hombre humilde, pero los tengo.
De todo esto se supo luego en el velorio de uno de los Nilsen, suceso siempre propicio, por cierto. Fui yo mismo quien lo contó, no el menor de ellos, como se dijo. Por supuesto, en el velorio lo conté con omisión de los pormenores que se hicieron imprescindibles en ese momento, ¿comprende? Como usted seguro conoce, che Borges después describió los sucesos en un libro, con el esplendor de siempre, según los entendidos en esos menesteres. Tuvo, eso sí y lo digo sin ofender, sus imprecisiones, sus excesos. Esto suele suceder, sobre todo si no se es testigo y los hechos se conocen por terceros, en cuentos que vienen sin control, de uno en otro, como quien dice.
Como puede ver, soy un hombre muy viejo y por lo que conozco, no existe por estos rumbos otro testimonio posible de lo que le he dicho, por eso se lo he repetido hoy con todos los pormenores. He sido verídico, señor y solo espero que me perdone mi pobre estilo de orillero inculto.

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De la antología Hacer el cuento

Selección de autores pinareños. Editorial Cauce. Año 2012


UNA CENA EN PUTEOLI

Para María del Carmen Herrera


“…como siempre, las palabras de César fueron de buen gusto y de un sabor exquisito”. Marco Tulio Cicerón dejó caer el cálamo sobre el rollo de papiro, en el cual relataba al lejano confidente y amigo las principales incidencias de la noche anterior. Alzó su copa y tomó algunos sorbos, paladeando el licor con la parsimonia de los catadores. Debo aclararle a Sempronio que nunca bebo vino de la Campania por las mañanas y menos aún este excelente Másico tan bien añejado, pensó mientras colocaba la copa en un extremo de su mesa de trabajo. Un nuevo sirviente siempre constituye el inicio de una ardua labor educativa, expresó a media voz, y con un breve suspiro cortó el flujo de sus pensamientos. La cena ofrecida al dictador le había dejado un persistente dolor de cabeza, pero supo sobreponerse y volvió a coger el fino cálamo para terminar la carta a su entrañable Tito Pomponio Ático. Como era su costumbre, primero sopesó mentalmente el ritmo de la frase, su cadencia; sólo entonces se decidió a escribir: «Como se había purgado, comió y bebió con tanto apetito como alegría». Meditó de nuevo durante largo rato. Era consistente de que una parte importante de su prestigio como prosista descansaría en aquella correspondencia. Finalmente se decidió: “…ni una palabra de asuntos serios. Conversación eternamente literaria...”
La llegada de César y su comitiva a la apacible villa de Cicerón, cerca de Puteoli, alteró el ritmo cardíaco de su propietario, le recordaron los años recientes de la guerra civil. En la mañana de ese día, Cicerón se había presentado en la hacienda de su vecino Marcio Filipo, el suegro de Octavio, donde se alojaba César. Quería hacerle una invitación para cenar al viejo estilo romano que tanto apreciaban ambos. Pero no se imaginó que César acudiría con su escolta personal, además del séquito de esclavos, secretarios y colaboradores que lo acompañaban a todas partes. Por momento había olvidado que se trataba del Dictador Supremo Pontífice Máximo y sobre todo, de un hombre que estaba en la cúspide del poder personal. Pero Cicerón era un anfitrión experto y supo sobreponerse a la situación. Sonrió de la forma más natural mientras le daba la bienvenida en el exterior de la villa, y con un gesto de gran señor le indicó a su mayordomo, que ya estaba al borde de una apoplejía, que se ocupara de toda aquella gente y las ubicara como mejor pudiera. Con su habitual gentileza hizo pasar a César y al grupo de invitados que los acompañarían durante la cena. Con particular afecto saludó a Asinio Polión y al joven Octavio, con menos calor al impertinente de Marco Antonio y con la cortesía esencial a los que en privado denominaba la canalla de Dictador, Opio, Hircio, Dolabella, Balbo y dos o tres más de los que lucraban a su sombra. El jefe de la escolta no pasó del atrium, donde distribuyó algunas postas por el interior de la casa, y el anfitrión supo apreciar esta prueba de confianza del Dictador de la república romana.
Qué nos tienes preparado, Marco Tulio, exclamó César, a la cabeza del grupo que ya se acercaba al salón comedor de la villa mientras por una costumbre inveterada aflojaba el cordón de su toga, dejando que esta flotara libremente. Nada especial, estimado Cayo Julio, el verdadero placer de esta sencilla cena lo constituirá la lectura de un manuscrito que acabo de recibir de Bitinia, como algo de Menandro y unos poemas de Safo, de su primera etapa que se consideraban perdidos. Propongo que también se lea algún fragmento de los nuestros, añadió César, en el mismo tono ligero que llevaba la conversación. A continuación se volvió hacia su secretario, el esclavo Filemón, para dictarle en un susurro se supo qué orden administrativa o financiera que en ese momento había acudido a su mente.
Cuando hacían su entrada al amplio comedor donde ya todo estaba dispuesto para la cena, Cicerón sintió que lo tomaban del brazo y le apartaban de César. La voz velada de Asinio Polión le murmuró al oído: no le menciones a Mamurra. ¿Qué sucede? Acaba de fallecer en Roma y antes de venir para acá se lo comunicaron a César. ¿Le afectó mucho? En lo absoluto, pero no se lo menciones, y ambos continuaron la marcha hacia sus respectivos triclinios.
Mientras se acomodaba, Cicerón meditó sobre la compleja personalidad de su distinguido huésped. El marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos, se dijo a sí mismo, recordando la frase que escribían manos anónimas en la mayoría de los urinarios, prostíbulos y lugares públicos de Roma, y que los enemigos políticos del dictador no se cansaban de reproducir al día siguiente de ser borrada por sus partidarios. Sabía también que con el mismo vigor y decisión con que cabalgaba días enteros durante las guerras de la Galia, agotando a los más veteranos entre los centuriones, iba luego a compartir el lecho con aquel Mamurra, su ingeniero jefe de la campaña, y de cuya muerte había recibido la noticia con una aparente indiferencia. Sí, César era de una complejidad extrema: conocedor profundo del arte griego y prosista consumado en su lengua, pero, al mismo tiempo, con una vocación de poder como no había conocido la república y además de una capacidad para los detalles prácticos del gobierno que no dejaba de asombrar a sus colaboradores. Aunque él veía en aquel hombre, por sobre todas las cosas, al dictador del mundo y esto siempre representaba un desafío para sus íntimos o para aquellos que le frecuentaban al amparo de una vieja amistad política, como era su caso.
Cicerón pretendía ser un hombre muy crítico consigo mismo. Aceptaba que los dioses no habían querido dotarlo con una inteligencia creadora; no obstante, sabía que su mente estaba perfectamente estructurada para la interpretación, el análisis y muy en especial, para la exposición clara y elocuente de las ideas ajenas. Sobre esa base fundaba el nuevo proyecto literario que se proponía emprender: el estudio y la comprensión definitiva de la voluntad de poder en el ser humano. Necesitaba llegar al conocimiento preciso de los mecanismos interiores que operaban sobre el hombre y le permitían sobreponerse a la carga moral que se generaba, al tomar decisiones que tenían consecuencias a veces nefastas sobre otros hombres. Esta necesidad intelectual podía satisfacerla mediante el estudio sereno y minucioso de los grandes nombres del pasado, disponía de medios para ello. Su biblioteca era famosa y sus sólidos vínculos, incluso de amistad, con muchos de los hombres de letra de todo el mundo eran bien conocidos. Pero aspiraba a recibir la impresión de primera mano, del protagonista principal de los hechos cuando aún actuaba sobre el destino de los demás mortales. En ese sentido César constituía lo máximo a que pudiera aspirar. Pero se necesitaba una mente como la suya, que permaneciera despejada, lúcida, atenta a todo lo humano y lo divino, como le gustaba decir, y sonrió con socarronería mientras tornaba un sorbo del excelente vino siciliano mezclado con agua que le acababan de servir.
Fue en ese instante cuando percibió la mirada que César lo dirigía al mancebo de Tracia que actuaba como su copero esa noche. Al comenzar el efebo a escanciar el líquido, César Ie acarició suavemente la mejilla, dejó correr su mano por el hombro desnudo del muchacho y luego la introdujo entre la túnica y la espalda. Cicerón intercambió una mirada de entendimiento con su mayordomo, agradeciéndole en silencio su acierto en la elección del copero. A la vez comprendió que su momento había llegado.
Bebamos por Roma, Cayo Julio y por la majestad del pueblo romano. Mi querido Tulio, le respondió César sin apartar la vista del mancebo que ya se alejaba, para mí Roma es algo muy concreto más allá de eso que llamas pueblo romano. Pero bien, brindemos por ella, concluyó César. Bebieron y luego colocaron las copas sobre pequeños trípodes. ¿Quiere decir que para ti el concepto de pueblo carece de sentido? Quiero decir, estimado Cicerón, que pueblo, populacho, plebe, como prefieras llamarle, es un medio pero nunca un objetivo en sí mismo y por lo tanto, merece sólo la atención necesaria para alcanzar el verdadero objetivo: el poder. Pero te apoyas en el pueblo, Cayo, incluso te proclamas del partido popular. Sí, amigo mío, tienes razón, todos con mayor o menor fortuna tratamos de halagar al pueblo, lo alimentamos,  satisfacemos sus instintos, a veces los más bajos, pero en el fondo lo hacemos para poder actuar en su nombre con mayor libertad. Sin embargo, César, muchos de tus grandes discursos han sido para justificarte ante el pueblo o buscando su apoyo, como aquel, recuerdo, a que proclamaste a tu ilustre familia, la gens Julia, de origen divino, y las risas de Cicerón llamó la atención de algunos circundantes. Y no te has puesto a pensar, querido senador, respondió César, que si lo dije era porque lo iban a creer. La cuestión no es de carisma, de halago o de encontrar cualquier forma de aquiescencia en el pueblo; la cuestión esencial es de carácter educativo. Sí, no te asombres, educar al soberano, ironizó César, pero educarlo para que nos crea, nos siga y en definitiva, nos permita desarrollar el gran plan, la gran idea que todo verdadero hombre público debe tener.
Dicho de una forma más prosaica, que nos permita gobernar el tiempo necesario y suficiente para sacarlos de sus propias miserias, pero sin dejarles mucho margen de elección. Y no es un asunto de interés o de lucro personal, eso sólo lo piensan los mediocres, y César dirigió una mirada significativa a su alrededor, es cuestión de tener verdaderas ideas de gobierno y de saber calcular exactamente el tiempo necesario para desarrollarlas hasta sus máximas posibilidades. Algunos hombres públicos han tenido la idea, pero no supieron calcular el tiempo ni el momento, que también es importante. Perdona, César, pero en tu análisis no consideras a otros hombres que pudieran tener otras opciones posibles; así, pienso que tu sistema de gobierno carece del equilibrio necesario; concluyó Cicerón. Precisamente, amable Marco Tulio, ahí radica una de las claves. Las opciones siempre existirán, la cuestión radica en el grado de convencimiento que se tenga sobre las ventajas de la que uno propone. Cuando ese convencimiento se posee, entonces considero lícito apelar a cualquier medio, incluso, ese que tanta risa te ha dado, de proclamarme de origen divino. Me parece entender, intervino Octavio que había desplazado su atención hacia la conversación de ambos, que la cuestión consiste más en alcanzar la autoridad necesaria para actuar en nombre del pueblo, que la de tener o no el apoyo de dicho pueblo en todos y cada uno de los actos de gobierno. ¡Ya ves, Cicerón!, exclamó con júbilo Julio César, mi querido Octavio ya muestra el calibre de los hombres hechos para estas tareas. ¡Adelante, sobrino!, no te dejes intimidar por este viejo republicano que ya está pasado de moda, concluyó César en el mejor estado de ánimo.
La conversación con el ilustre senador se desarrollaba en un terreno en el cual César se sentía bien y en el que siempre había jugado sus mejores cartas: el campo de la especulación alrededor del hombre y de sus motivaciones más recónditas. Estaba convencido que no todos los hombres de gobierno poseían la capacidad, a veces se sentía tentado a decir: la magia, de saber llegar hasta las fibras más íntimas y ocultas de sus gobernados. A él, en cambio, la experiencia le había confirmado que poseía ese talento en grado sumo. Desde los inicios de la guerra en la Galia supo pulsar, con sin igual maestría, esa cuerda extremadamente sensible que el hombre común posee, y por medio de la cual es capaz de los mayores sacrificios. Recordaba ahora aquellos temibles bárbaros de la Bélgica, refugiados en lo más profundo de sus bosques y pantanos insalubres, a donde él había tenido que ir a sacarlos, obligando a sus legiones a los mayores sacrificios. A otro general no lo hubieran seguido, pero a él sí.
Al igual que en Farsalia, donde se decidió todo frente a uno de los mayores talentos militares de una república que había dado tantos, o en la querida Bética, frente a Cneo, el hijo de Pompeyo, contra el cual tuvo que batallar no ya por la victoria si no por la propia vida. Y siempre salió vencedor. Porque siempre supo, en el momento preciso, encontrar en cada hombre la fibra más generosa y sensible de su espíritu. Ahora recordaba que Cornelio Nepote, el historiador, había sonreído con sarcasmo cuando le contaron su respuesta al barquero que lo conducía en medio de la tormenta: ¡Qué temes, llevas a César y su fortuna! Pobre historiador, qué lejos estaba de conocer el lado misterioso de los hombres sencillos. Él no había hecho más que hacerle creer a aquel humilde pescado que por un instante tenía en sus manos los hilos del destino. Después de lograr eso, cualquier cosa era posible. Ese pobre diablo se había creído de repente un hacedor de la historia, es misma historia que luego Cornelio Nepote escribiría fría y eruditamente, narrando sólo los hechos relevantes sin llegar a comprender nunca su médula real, su verdadera índole cotidiana.
¡Brindo por el futuro rey de Roma! La voz enronquecida de Hircio reclamó la atención de los presentes. Este se balanceaba ligeramente en medio del salón, mientras sostenía en alto su copa en dirección a César. Sólo los más próximos apreciaron la palidez momentánea que cubrió el rostro del Dictador. Cicerón le observaba con suma atención. Creo que al amigo Hircio le ha afectado el vino de la casa, intervino Marco Antonio, a la vez que lo tomaba por un brazo para devolverlo a su asiento. ¡Déjalo!, exclamó César en medio de un silencio, agobiante, permítele que tenga su momento. Continúa Hircio… si es que sientes el deseo de hacerlo, concluyó César. Pero no pudo continuar. Se acababa de poner de manifiesto una de las facetas más atractivas de la personalidad de César. Daba la impresión que todo lo había dicho en un tono natural, más bien neutro; sin embargo, en el registro de su voz se apreció un matiz muy tenue, pero en extremo diáfano para aquel a quién iban dirigidas sus palabras. Esa ligera modulación de la voz fue capaz de paralizar un temperamento como el de Hircio. Marco Tulio Cicerón estaba fascinado.
Me acabas de dar una lección, César, sobre eso que llaman sentido del mando. El sometimiento de Hircio ha sido total. Amable Cicerón, ten presente que Hircio ha expresado lo que muchos piensan y creen que es mi deseo: la desaparición de la república como forma de gobierno. Pero te aseguro que no he reprimido al pobre Hircio por lo que ha dicho, sólo he defendido un principio que no puede ser violado sin detrimento de la autoridad suprema.
¿Cuál, César? Pensé que lo sabías, Marco Tulio. No, te suplico, César. Es muy sencillo, mi querido amigo, el conocimiento de la verdad debe ser consustancial al hombre que gobierna, pero no puede permitir que se le diga en público. Si eso sucede, desciende un peldaño en la consideración de quienes le creen infalible y todo descenso comienza por el primer peldaño. Por otra parte, mi estimado anfitrión, la infalibilidad es inseparable del poder absoluto, y distendiendo el rostro en una sonrisa, concluyó: ese es uno de los secretos del oficio que tanto parece interesarte y que yo te regalo como pago por tus exquisitas atenciones y la calidad de la cena. Ambos sonrieron y ordenaron que volvieran a llenar sus copas, esta vez con un sangriento vino de la Calabria.
Según la antigua costumbre, después de transcurrida la primera parte de la cena se permitió la entrada al salón de las mujeres. En primer lugar lo hicieron la esposa de Cicerón y su hija Tulia, a continuación las damas del séquito de César. La charla se animó sobremanera y este fue el momento que Cicerón aprovechó para solicitar de su mayordomo la presencia del declamador Dephilos, traído desde Roma para la ocasión. Los versos de Safo ejercieron un encanto particular en las mujeres, pero fue sólo la poesía de Ennio y de Catulo la que captó la atención del Dictador. Al terminar la lectura, César se volvió hacia Cicerón para hacerle un comentario.
Sin duda que Catulo es muy refinado, muy mundano, pero es demasiado griego. Esa es la tendencia de los tiempos, le acotó Cicerón, en Rodas y en Atenas se forman nuestros mejores talentos.
Tal vez, Marco Tulio, pero la verdadera esencia romana está en Ennio y eso es muy importante para la unidad espiritual de nuestro mundo. Y algo más, continuó César, en quien resultaba evidente el placer de aquella conversación, si nuestro idioma, como ya se aprecia en las fronteras, comienza a corromperse por el contacto con las lenguas bárbaras, quienes en el futuro deseen apreciarlo en su acepción más pura, buscarán en tus textos, mis Comentarios o en la obra de Lucrecia y de nuestros mejores poetas, y después de una ligera pausa, concluyó: Así, pues, la responsabilidad no sólo es personal por escribir un buen latín, sino  también con la posteridad, algo que, sin dudas, sé que te preocupa mucho.
Dicho esto, César se puso de pie, mientras se disculpaba con su amigo. La cena le había provocado cierto desajuste estomacal y era el momento adecuado para dirigirse al vomitorium. Ya había comenzado a caer la noche y una velada tan especial estaba convencido que se prolongaría un tiempo más. Necesitaba purgarse para continuar disfrutándola. Con paso firme se alejó de Cicerón, mientras un esclavo de la casa lo seguía a cierta distancia, llevando en una bandeja las plumas de ganso que emplearía el Dictador.
A su regreso Cicerón ya estaba impaciente por continuar la conversación. Esa última y generosa observación tuya, me incita a hacerte otra pregunta, querido Cayo, en lo que has llamado la gran idea que todo verdadero gobernante debe tener, ¿qué lugar ocupan los hombres que se desenvuelven precisamente en el mundo de las ideas? Aprecio que hay en ti una verdadera preocupación por el papel de estos ciudadanos en la república, continuó. Cicerón, cuyo estado de ansiedad era evidente, pero resulta, César que al hombre de pensamiento le resulta inherente la libre expresión… Y te preocupa cómo hacer coincidir esa necesidad, concluyó César, con los objetivos del gobierno personal. A continuación se secó el sudor que comenzaba a aflorar en su frente, tomó un higo de un plato y dirigió la más cautivadora de su sonrisa hacia su ávido interlocutor. Veo que por fin te has decidido a cruzar el Rubicón, dijo, mientras mantenía sus ojos fijos en Cicerón, pero al hacerlo has planteado una situación que está más allá de nosotros mismos, más allá incluso de cualquier voluntad de mando por fuerte que esta sea y que, si no me equivoco mucho, permanecerá siempre como uno de los grandes dilemas del poder. Como primera cuestión debes comprender que el poder absoluto, por el simple hecho de serlo, no puede estar exponiendo diariamente los resultados de la Obra a la crítica pertinaz y molesta, en el fondo, como toda crítica, de los que no participan directamente en las decisiones. Por ese, y otros motivos, he llegado a la conclusión que los hombres de pensamiento estarán siempre llamados a ocupar una posición muy específica: ser indispensables y a la vez, indeseables. ¿Cómo entenderlo?, te preguntarás. Pues, bien, los hombres capaces de expresar el pensamiento y la idiosincrasia de un pueblo, su esencia más pura, son sin duda indispensables. Si algo les está vedado a la mayoría de los mortales es la posibilidad de manifestarse en términos tales que merezcan el calificativo de verdadero arte. Por eso son pocos, pero importantes, los que logran hacerlo. Ahí radica su fuerza y por reflejo, la del conjunto de artistas menores que giran en su periferia. Sin embargo y aquí César tomó un respiro para organizar sus ideas, hombres con tales cualidades son los menos indicados para entender el poder y por ende, para influir en las verdaderas decisiones. Es precisamente esa riqueza de su mundo interior, ese vivir en comunicación con los fantasmas de su propia creación, los que le proporcionan la razón de su existencia, pero, a la vez, les limita la capacidad para apreciar el mundo real que les rodea. Pero no siempre, César no siempre, le interrumpió con brío Cicerón. Por la misma razón casi siempre, Cicerón, casi siempre. Entre las cosas que un gobernante no puede permitirse, continuó César, está el soltar las amarras de su imaginación; esto es, concebir el mundo como quisiera que fuese y no corno es en realidad. En esas rocas de la fantasía han ido a naufragar muchas naves del estado. Pero no me has contestado aún, le expresó Cicerón, que seguía con singular atención cada palabra de César. Así es, Marco Tulio, sólo te he aportado las bases de mi razonamiento, dijo César, a la vez que tomaba un sorbo de vino. La cuestión entonces se concreta en ¿qué hacer?, como me he preguntado tantas veces. En este punto debemos reconocer que somos presa de una contradicción. Negarnos la capacidad de mando en el hombre de pensamiento, pero, al mismo tiempo, debemos admitir su crítica desde fuera, aunque sea con un enorme recelo y no siempre. ¿Por qué? Porque no participa en las decisiones verdaderamente de fondo, porque desconoce los mecanismos ocultos del poder, capacidad que le negamos de antemano y así sucesivamente, hasta el infinito. En resumen, intervino Cicerón, y no sin cierto dejo de amargura, el indispensable —indeseable queda excluido de la participación total y por lo tanto, de la posibilidad de expresión total.
César se inclinó ligeramente para tomar su copa del trípode, mientras sus ojos relampagueaban de placer. Estaba disfrutando la incertidumbre de Cicerón. Entonces, mi apreciado colega, debemos concluir que al final mucho o casi todo depende de las cualidades personales del Dictador. Esta última frase de César terminó de desajustar el equilibrio emocional de Cicerón, no tanto por su contenido como por la majestuosidad que supo imprimirle. En primer lugar, continuó César, el Dictador debe saber comprometer, comprometer profundamente, pero no con los actos de gobierno que están sujetos a muchos imponderables, sino con la Idea. No eres capaz de suponer, porque tú eres una excepción, ya que has sabido ser no sólo cónsul y líder del Senado, sino también uno de nuestros primeros hombres de letras —el halago no dejó de surtir su efecto en Cicerón—, y no eres capaz de suponer, repito! las veces que he podido apreciar lo difícil que le resulta a los hombres de pensamiento honesto abandonar una idea que han abrazado y hecho suya. Viven de las ideas, por eso les resulta casi imposible desprenderse de ellas. También es importante prever, continuó César, que obviamente se movía en el tema como pez en el agua, que todo puede alcanzar un límite, a partir del cual el equilibro, pues de un equilibrio es que hablamos se rompe. Pero la cuestión de fondo, querido amigo, es quien rompe el equilibro, ¿comprendes? El Dictador, si es un verdadero hombre de Estado, dispone de medios más que suficientes para mantener dicho equilibrio por medios más que definidos. Recuerda que él puede hablar en nombre del pueblo, y aquí toca una fibra muy sensible en el hombre de pensamiento. Además, no tengo necesidad de decirte cuántas formas sutiles existen de mantener ese equilibrio por parte del Dictador. ¿O es que acaso no te interesaría, mi querido Cicerón, que yo te enviara, por cuenta del Estado, para revisar lo que quedó de la biblioteca de Alejandría, conociendo como conozco tu pasión por los manuscritos antiguos? Después de una pausa significativa César sonrió. Debes admitir, Marco Tulio, que todo queda entonces de parte del hombre de pensamiento y este, casos excepcionales aparte, es el más débil de los dos que pretenden sostener ese equilibrio. Puesto ante la disyuntiva de romperlo, comienza a producirse en él como un desajuste interior, un sentirse entre el Olimpo y el Averno, que viene a terminar en una autodestrucción o en el peor de los casos, en un completo desarraigo. Dejar de ser viene a resultar como dejar de existir.
A esta altura de la conversación ya Cicerón no podía ocultar su incomodidad. César había conducido la charla al terreno que le resultaba más favorable o al menos, a temas sobre los cuales había meditado largamente. Fue por esa razón que decidió poner las cosas en su lugar. Creo entenderte. Cayó Julio, pero sin embargo, todo se puede abordar desde otro punto de vista. Por ejemplo, los hombres de pensamiento, como hemos dado en llamarlos esta noche, por el hecho de serlo sienten la necesidad imperiosa de expresarse, pero deben hacerlo sin limitaciones, excepto las del decoro… Depende sobre qué y en cuáles circunstancias, le interrumpió César, ¿Qué ventaja nos traería, por ejemplo, discutir mañana en el foro mis planes secretos, hasta este momento, sobre la invasión al reino de Patria? Bueno, se apresuró a aclarar Cicerón, no me refería a cosas tan... Naturalmente, dijo César bajando el tono de voz, esto que acabo de decirte es de la mayor importancia para el Estado, espero contar con tu... Por supuesto, César, por supuesto.
Una sonora carcajada interrumpió el murmullo de Cicerón. Los presentes pensaron que César, contra su costumbre, había bebido en exceso, pero ninguno fue capaz de entender las palabras que dirigió en voz alta a Cicerón. Ya ves, estimado senador, de qué forma más sencilla acabo de comprometer tu deseo de libre expresión. Cicerón se puso de pie bruscamente volcando su copa sobre la mesa. ¡Eso es juego sucio, Cayo Julio!, expresó con indignación. Pero, ¿cuándo ha sido limpia la lucha por el poder mi querido Marco Tulio? Y otra nueva carcajada de César colmó los últimos rincones del animado salón de la villa de Puteoli.

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