Eduardo Martínez Malo

(Pinar del Río, 1954). Premio José Álvarez Baragaño de narrativa en 2003 y de ensayo en 2004. Tiene publicados el poemario Fantasmas Personales (1993); el libro de cuentos Los espejuelos de Lennon (2003); la novela El diablo vende billetes (2007); y Memorias de una poetisa: Dulce María Loynaz (2010), además de El mejor tesoro, (2010), narrativa infantil. Dirige la editorial Cauce.

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De la antología Hacer el cuento

Selección de autores pinareños. Editorial Cauce. Año 2012


LA DUDA

La escuela al campo comenzaba con la barahúnda de maletas, mochilas y cajas de cartón diseminadas por todas partes en espera de los camiones que no tardarían. Padres, madres, hermanos, de un lado para otro, mientras reparten consejos:
no te bañes con agua fría
si hay laguna cerca, no se te ocurra ir
ni pienses en montar a caballo
cuidado en la carreta
no te pares a la orilla
y nada de confianzas con los varones
yo te digo a ti que meter a las niñas en esto, como si fueran machos
no, si yo pienso en ellas haciendo sus necesidades en esas letrinas apestosas y me erizo
yo a la mía le digo que, si puede, vaya para el platanal
es mejor
muchacha, ¿y los guajiros rascabucheadores?
¿y qué me dices de las ranas?
¿y de los jubos?
Y esas literas tiesas, donde se acuesta cualquiera.
¿qué trabajo van a hacer?
Recoger tabaco y ensartar
por Dios…. ¿y qué me dices de la comida?
Ayer compré veinte Jatas de leche, si quieres te conecto lo que más me preocupa son los macharrandangos entrando en el dormitorio de las niñas menos mal que Ángela, la mía, todavía no piensa en eso

    Suerte que los viejos no vinieron hoy —Tony está mintiendo, le molesta que sus padres sean los únicos que no estén allí.
    A los míos no hay quien los convenza —Juaqui sonríe apenado—. Si los dejan se suben al camión como si uno fuera un fiñe.
    Mira que bien luce Sonia en pantalones, y como se le marca a Dania. Par de maravillas, shen —se relame Tony.
    ¿Por fin te la anotaste?
    Me dijo que sí, pero para después del campo; es parienta de la directora, no quiere meterse en candela.
—Estás pasma’o entonces.
—Deja eso; allá nos vamos a templar una pila.
—¿Tú crees que Ángela se ponga a tiro? Está buena.
    Esa es un venao. Me quedo con Sonia.
    A mí lo que no me hace mucha gracia es estar tres meses sin pisar la jungla de asfalto.
    La vamos a pasar bien, hacemos deportes.
—¿Verdad que le sabes a la lucha?
    A  lucha y al kárate.
    ¿Me enseñas algo?
—Seguro, mi socio. Allá tendremos tiempo.
—Mira ahí están los camiones, vamos a cargarle los bultos a las jebitas, así entramos en guara. Apúrate que nos dan el palo.

Después de ayudar a subir a las muchachas, todas hembrísimas a pesar de los pocos años: locura, pugilateo, roza roza de pelvis agresivas con nalgas quinceañeras que excitan al más pinto. Sale el camión.
Jodedera hasta el remoto campamento, cercado de interminables tabacales de un verde lustroso que hiere las pupilas.
Litera compartida.
Ventana que mira al baño de las niñas: esperanza de sorprenderlas en cuclillas, desnudas, jabonosas, como en las postalitas porno.
chen, esto sí es vida
vamos a partir una pila de jebas
locura en el tabacal
Francia
y vamos a montar caballos
y yeguas
bañarnos en la laguna
y partir una pila de jebas
por la noche el Gato se mete en el almacén
como el año pasado
y comemos jamón y tomamos malta
y partimos una pila de jebas
conseguimos un litro en el pueblo
pa’coger tremenda nota
y acordarnos que partimos una pila de jebas

Los golpes de un hierro contra una tambora inician el día, luego vienen los gritos.
¡¡¡arriba, muchachos nuevos, que se los comen los leones!!!
¡¡¡de pie!!!
¡¡¡qué dicen esos muchachos de acero!!!
¡hay chocolate y pan con mantequilla!
¡al final se puede repetir!
Y, desde la fila de literas, una voz de falsete, enmascarada, furiosa:
¡el coño ‘e tu madre, maricón!

A las cinco de la tarde, sudorosos, cansados, mientras afuera alguien se empeña en jugar voleibol, empieza el desfile por la ventana. Todo era un poco imaginado: los diez o doce metros que separan los baños, la penumbra en las duchas y el empuja empuja por los mejores puestos, no dejan ver nada: un trozo de muslo, fugaz, esquivo, el colorín de las toallas, y Ia reputísima Angela, medio desnuda en la misma puerta, sabedora, pícara, insolente.
Alguien sugirió cobrar el alquiler de la ventana. Los voyeur, aportarían latas de leche condensada, paquetes de gofio, cartuchos de galletas, y algún que otro pedazo de pudín.
Al principio funcionó, pero los que tenían novia les prohibieron se bañaran en aquella parte y a poco, acabaron las funciones. Hasta la reputísima Angela, sabedora, pícara, insolente, dejó de bañarse allí.

qué comemierdas, los muy singaos
en vez de guardarnos el secreto
que darle vitilla a un socio no es un dechave
como si no les fueran a pegar los tarros
comemierdas
pero les vacilamos las jebas
buenísimas
y qué nalgas
y qué tetas
las tetas no se veían
que sí
ni Ángela, carajo
ni Ángela
imagínate, ahora le da pena con las otras
los muy singaos

¿Y ahora qué hacemos? —Tony deja correr la vista por el tabacal que parece infinito.
Tienes que enseñarme a luchar —dice Juaqui después de una pausa y mira también hacia ninguna parte.

Practican en el surco.
—Te voy a enseñar a romper caída, aquí el suelo es blando.
Se abracan, se proyectan por turno, los cuerpos sin camisa unen esfuerzos y sudores; a Tony no le desagrada el perfume del amigo, de alguna forma se mezcla con el recuerdo de Ángela.
—Ángela sí que no cree en nadie, la jeba es dura de verdad. Voy a ver si puedo bailármela en la casa de tabaco. ¿Qué tú crees? ¿Te cuadra? Si se lo digo, te deja mojar también.
—Bueno, sí. Dale —acepta Juaqui y siente un vacío en el estómago. No sabe si está preparado para eso.
—Mira como es esta llave.
El cuerpo da una vuelta en el aire para quedar suspendido entre los brazos de Tony; el otro lo aprieta, y la presión es agradable, el calor, el olor mezclado.
Pasa el grupo de muchachos y les gritan:
    ¡Arriba, luchadores, vamos echando, es la hora de almuerzo; se enfrían los chícharos!
    Vayan caminando. Nosotros iremos después. Ya casi terminamos.
Los cuerpos chocan, resbalan, las piernas se trenzan, pero ninguno cae.
Nubarrón que borra el sol. Tony lo coge del brazo.
    Vamos de nuevo.
Se lanzan uno contra el otro. Las manos agarradas, las piernas tratan de barrer. Respiraciones fuertes, agitadas. Finísima llovizna que comienza, lubrica los cuerpos ya resbaladizos. El olor ácido y el perfume Ángela. Se detienen, todavía agarrados, se miran a los ojos. Juaqui siente algo extraño.
    ¿Nos vamos ya?
    Si tú quieres…
    Tengo que ver a Ángela para cuadrar la caja.
    Vamos entonces.
—¿También te gusta Ángela?
    Creo que sí.
    ¿No lo has hecho nunca, verdad?
Juaqui no sabe qué contestar. Se siente molesto. En el aula todos lo han hecho, o por lo menos así lo afirman.
No te preocupes, Ángela es una maravilla, te lo aseguro. Ella te va a enseñar.
Ahora el silencio tiene algo vergonzoso.
No se lo voy a decir a nadie.
¿Ni a Ángela?
Ni a Ángela.
Ángela dijo no:
—Hasta pasado mañana no puedo. Cosas de mujeres —y se va meneando el culito revoltoso, que casi revienta la mezclilla desaliñada del short.
Miradas lascivas que la siguen.
—Qué se le va a hacer. Tenemos que esperar.
A las tres el sol está duro, la sed golpea. La brigada se retira.
—Nosotros nos quedamos en la casa de tabaco con las jebitas —dice Tony.
Pero las muchachas no están.
—Yo quería joder un rato.
—¿Qué hacemos?
—Coger un quince y largarnos para el campamento.
¿Luchamos un poco?
—Venga.
Camisas al suelo. Cuerpos trabados en una danza. Pechos unidos, brazos contraídos, piernas que tratan de tumbar. Falta el perfume de Ángela. Acaso Tony lo eche de menos, pero Juaqui se conforma con el sudor agrio. Se desplazan. Juaqui pierde pie y arrastra el otro cuerpo que casi lo aplasta.
Quedan quietos, unidas las pieles sudorosas, cálidas, los ojos fijos en los ojos. Una mano acaricia, palpa el torso desnudo, tienta los pectorales, mientras la otra baja, roza entre los muslos el animal endurecido. Juaqui cierra los ojos. Es feliz. Tony piensa en las nalgas temblonas de Ángela, cuando gira a la derecha y se zafa el cinto antes de que los dientes del otro le muerdan su mano.
—No sé qué ocurrió. Yo pensaba en Ángela.
—Yo tampoco sé, pero nos gustó.
—No puede ser. No está bien.
—¿Por qué?
—Porque somos machos, cojones. No puede volver a pasar. La culpa es de Ángela que nos dejó embullados. Tenemos que pasarle la cuenta y olvidar esto. ¿Te imaginas si se riega en el campamento?
—Coño…
—Además, a mí me gustan las jebas.
—A mí también, pero me gustó. Vamos a olvidarlo, no debe ser. Lo de nosotros son las mamitas.
Juaqui palpa la entrepierna del otro que le deja hacer.
—Es temprano. ¿Lo hacemos otra vez?
Pasa un tiempo. Un tiempo largo y corto, y largo.
—Pero la última vez, que a mí me gustan las jebas, cojones.
De regreso al campamento caminan en silencio. Tony deja correr la vista por el tabacal que parece infinito, Juaqui mira también hacia ninguna parte.

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Publicaciones realizadas en el blog de autor:

Del libro Memorias de una poetisa

Ediciones Loynaz, 2010.

Dulce María Loynaz y Pinar del Río

Siempre tuve especial simpatía por esa provincia, porque amo su naturaleza, tan pródiga en ese verde apacible, algo oscuro, que dista tanto de las tonalidades violentas que ahora se empeñan en presentar como típicas de la naturaleza cubana. Mi frustrada novela sobre Pinar del Río, contenía un verdadero cuadro de nuestra naturaleza y de un pueblo cubano tales como son en realidad. Además, para mí es la provincia más representativa de Cuba, porque es la que cultiva el tabaco, el producto que nos da nombre en el extranjero, es considerado el mejor del mundo, y como tal es aclamado y buscado..
Además son tantos y tan bellos los recuerdos que me unen a Pinar del Río, esa hermosa tierra que yo he amado sobre todas las demás de Cuba, recuerde que allí en un íntimo hotel pasamos Pablo y yo nuestra luna de miel. ¿Existe todavía? Se llamaba Hotel Ricardo y lo evoco con inmenso cariño por tibio y acogedor. 
También recuerdo Viñales, valle hermoso entre los hermosos, sobre todo porque conservo la imagen pura, la imagen de cuando el hombre aún no lo había mancillado con su afán de modernidad y sus costumbres depredadoras. No sé por qué en lo más profundo, me reconforta que como me aseguran, todavía mantenga su naturaleza. Y Soroa, con una acuarela distinta, pero bella por igual... 
Y me viene a la mente la historia de la negrita pinareña, figura tierna y casi muda que animó mis inicios como lectora de versos. 
Sucedía que en mis primeras comparecencias públicas al subir al estrado, yo veía sentada en la primera fila a una muchacha de color que no hablaba con nadie, pero que atendía religiosamente a la lectura. 
Como lo comentara con algunos de los habituales asistentes, me informaron que ella llegaba de las primeras, siempre sola y sin entretenerse en saludos ni conversaciones, igualmente sola se marchaba sin cruzar palabra con nadie, una vez que el acto terminaba. Y para más despertar mi curiosidad, se me dijo también que venía desde Pinar del Río en la guagua, alguien agregó que era de Viñales. 
Aquello me conmovió y como único modo de premiar o aliviar su esfuerzo, a la siguiente vez que la vi, la abordé a la salida y le dije que para que no se tomara ese trabajo le iba a dedicar mi libro. En él podría leer y en cualquier momento, los versos que quisiera. 
Yo tengo su libro, fue la respuesta al mismo tiempo tímida y altiva. 
Un poco cortada por la no aceptación del ofrecimiento, le respondí: Está bien; pero yo pensaba que le alegraría tenerlo dedicado. 
No hubo más palabras. Sonrió débilmente y se marchó. Después de un breve viaje, la busqué entre la concurrencia cada vez mayor que asistía a mis lecturas, pero fue en vano. Nunca volví a saber de mi negrita de Pinar del Río. 
Muchas veces la he recordado y me pregunto ¿La ofendería sin querer? Ya lo dijo alguien, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. 
Muy agradecida estoy a Pinar del Río, porque me acogió con amor y justicia, a mí y a los míos sobre todo a ellos. Si la primera estancia fue inolvidable porque la hice del brazo de Pablo, la última, creo que a finales del 90, superó con creces a la otra. 
Nada de lo que viví esas dos noches habrá de borrarse de mi corazón; pero hay dos momentos que aunque olvidara lo demás, permanecerían vivos mientras yo viviera: uno, el de una niña sentada en primera fila que escuchaba mi conferencia con la seriedad y atención de una persona mayor e inteligente, y otro el desfile de los jóvenes cadetes marchando al compás del Himno Invasor, liderados por el saxofón, que es instrumento muy amado por mí. Es con el violonchelo, el que más recuerda la voz humana. ¿Recuerda los versos? El violonchelo sufre más, pero el saxofón es más apasionado. 
Amo a Pinar del Río, porque allí fue donde primero se reconoció la obra de mis hermanos y a mí, no se imagina cuanto hubiera dado por asistir a esas tertulias de la Casa de Cultura. Todavía están muy claras en mi mente (pocas cosas quedan ya claras en ella) el homenaje a Enrique en 1984, y unos años más acá, la inauguración del Centro que lleva el nombre de Hermanos Loynaz. ¿Se puede pedir más para amar a una tierra, a una ciudad como yo he amado a Pinar del Río?

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La Avellaneda en Pinar del Río

En septiembre de 1863, el matrimonio integrado por el coronel Domingo Verdugo Massien y su esposa Gertrudis Gómez de Avellaneda, se establece en Pinar del Río. Él, nombrado Teniente gobernador, llega el día 16; ella arriba el 28, por el puerto de La Coloma, proveniente de Batabanó en el vapor Cristóbal Colón. Con apenas cuarenta y cinco años, y a pesar de su arrogante personalidad, transparentaban huellas de los padecimientos familiares y propios. Recordemos el poema “La vuelta a la Patria”: 
“la voz oigan de esta hermana, 
que vuelve al seno materno 
-después de ausencia tan larga- 
Con el semblante marchito 
Por el tiempo y la desgracia…” 
El matrimonio se instaló en la casa de gobierno, frente a la Plaza de Armas, hoy Parque de la Independencia. Nuestros historiadores la sitúan en el mismo lugar donde actualmente se encuentra el edificio del Gobierno Provincial. Los vecinos más próximos, la familia Caiñas-Figarola, quedaban separados por un estrecho callejón de tierra, lugar donde los negros de los alrededores celebraban ceremonias religiosas. 
Me gustaría escribir, que Gertrudis Gómez de Avellaneda tuvo una vida cultural activa, fundacional en Pinar del Río, pero no fue así; la enfermedad del esposo lo impedía, reclamando su presencia la mayor parte del tiempo. Además, no existían tertulias a la manera delmontina; lo pinareño brotaba silvestre, sin influencias foráneas; las letras tuvieron cultores, pero aislados, sencillos e ingenuos, no contaminados con los grandilocuentes aires románticos que se respiraban en la isla. La camagüeyana, en su estancia en Vueltabajo, no coincidió ni con Cirilo Villaverde, ni con Joaquín N. Aramburo. 
Muy pocas veces, se le vio pasear por “la Alameda” parque largo, de forma triangular, enrejado, con bancos y árboles frondosos, que se extendía desde la actual calle Colón hasta la calle Obispo (hoy Celestino Pacheco). Temprano en la mañana, los vecinos la veían encaminarse hacia la iglesia de San Rosendo, atendida por el presbítero Antonio Llópiz, su confesor. Sostenía correspondencia con la duquesa de Torre, mediante el servicio de correos por carretera establecido con carácter semanal desde 1834, por el teniente gobernador José Callava y, solo recibía visitas de sus vecinos más cercanos, el licenciado Manuel Caiñas y su esposa Ángela Figarola. 
Realmente la ciudad no tenía mucho que ofrecer a una mujer que había visitado y triunfado en los elegantes salones europeos. Pinar del Río era entonces una villa de apenas cien mil quinientos habitantes, con cinco escuelas públicas y dos privadas; un hospital, una plaza de armas y una iglesia que aun no clasificaba como catedral. 
Silvia, la última descendiente de la familia Caiñas, custodio de la tradición oral familiar, refería que nunca fue a la opera italiana que se ofrecía regularmente en el teatro Lope de Vega (hoy José Jacinto Milanés), ni hacía vida social. 
Según testimonio de la familia Trinchería, cuyo hijo mayor, Joaquín, licenciado en farmacia atendía personalmente a Verdugo en su casa, la única personalidad relevante que visitó a la Avellaneda fue Tranquilino Sandalio de Noda. 
No existen documentos, solo las historias trasmitidas de padres a hijos, pero se cuenta que el sabio de cincuenta y cinco años, con largos cabellos, cerrada barba, levita negra, portando su inseparable paraguas, causó profunda impresión en la poetisa. 
Tampoco existe constancia de que la escritora colaborara con la prensa de la época, ni escribiera obra alguna durante su estancia. En realidad los cuarenta y tres días que duró estancia de la Avellaneda en Pinar del Río fueron lamentables, no solo por la quebrantada salud de Verdugo, también por frecuentes dolores de cabeza que ella padecía, junto a insomnio e inapetencia. 
El 28 de octubre de 1863, murió el coronel Domingo Verdugo. En la partida de defunción se lee: 
“En el Cementerio General de esta iglesia parroquial de término de San Rosendo de Pinar del Río y en veintinueve de octubre mil ochocientos setenta y tres, se dio sepultura al cadáver del Sor. Coronel Dn. Domingo Verdugo, jefe de caballería y Tnte. Gobernador de esta jurisdicción de Nueva Filipina, natural de la Laguna en la isla de Tenerife, una de las Canarias y vecino de esta feligresía, hijo legitimo de Don. Juan Nepuseno Verdugo, teniente de fragata y de Da. Ma. Del Pino de Verdugo: dijeron que tenía otorgado su testamento en la Villa de Madrid: recibió los Santos Sacramentos de Penitencia, Eucaristía, y Extremaunción; y tenía como cuarenta y seis años de edad y para su constancia lo firmé.- B” Antonio Llopiz (Rubrica) 
Sobre la muerte del Coronel Verdugo se tejieron leyendas. En el libro Cultura Cubana, Adolfo Bollero, recoge una anécdota que le hizo el señor Domingo Figarola Caneda, fundador de la biblioteca Nacional: 
“…según narraba la familia del licenciado Manuel Caiñas, quienes residían en una casa contigua a la de ella, la Avellaneda acostumbraba a tomar chocolate en horas de la tarde. Un día, el 28 de octubre de dicho año, al igual que otros, le sirvieron una taza humeante de esta bebida; pero como notara un extraño y desagradable sabor en la misma, olor que no llegó a definir, la rechazó. 
—No me gusta— exclamó apartando la taza. 
—Pues, dámela, mujer… la tomaré yo—intervino el esposo y, acompañando la palabra con la acción, ingirió unos sorbos de su contenido. 
A los pocos momentos caía como fulminado por un rayo, con violentos dolores que tuvieron un desenlace fatal para el pobre coronel Verdugo que moría entre convulsiones. 
El chocolate había sido envenenado…” 
Investigaciones posteriores han arrojado luz sobre el hecho, y el dictamen es que verdugo murió a causa del Tifus, muy propagado entonces en Pinar del Río. 
Existe una foto que era propiedad de la familia Trinchería, y que después estaba en las manos del escritor Gustavo Eguren, donde se ve a Verdugo muerto, vestido con traje oficial, sentado en una silla, y con la pierna derecha, descansando sobre el muslo izquierdo. 
La Avellaneda, sin familia alguna en este lugar, quiso llevar a La Habana los restos de su esposo. Llegaron a la capital el 28 de enero de 1864, y el mismo día se le dio sepultura en el Cementerio General. 
El 21 de mayo de ese año, la poetisa regresaba a España, envejecida, acabada por los sufrimientos, sin nada que recordara a la soberbia mujer de Amor y orgullo. 
Murió en Sevilla, a los 59 años, enferma, ciega, olvidada el 1ro de febrero de 1873. Su paso breve por Pinar del Río está estrechamente ligado al seudónimo que adoptó en su época de esplendor: “La Peregrina”. 

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Pedro Junco, un mito que persiste

En alguno de los artículos que Aldo Martínez Malo escribiera sobre Pedro Junco, nos cuenta como el arquitecto argentino Rodolfo Livinston, en visita a Pinar del Río, se asombró al conocer que Nosotros era una canción cubana. Ocasionalmente, fui testigo hace años, de una situación similar con un obispo mejicano, de Puebla, si mal no recuerdo, quien supuso que le gastábamos una broma al asegurarle que el autor del famoso bolero fue nuestro coterráneo. El anciano religioso aseguraba que la autoría de Nosotros, correspondía a un hijo de Méjico. 
Resulta totalmente comprensible, Nosotros, desde su estreno a cargo del tenor Tony Chiroldi, el 16 de enero de 1942, en el Festival de Música Cubana, organizado por Pedrito en el antiguo teatro Aída de la ciudad, comenzó a ganar terreno en la preferencia del público. 
En poco tiempo, Mario Fernández Porta, René Cabel, Rita Montaner, la Orquesta Aragón, Pedro Vargas, Las Hermanas Lago, Esther Borja, entre otros, contribuyeron a su difusión por el mundo. 
La prematura muerte del carismático autor y el sentido del texto, fundieron realidad y leyenda, el pueblo mitificó autor y canción. ¿Existe ―«mayor homenaje para un artista que historia y leyenda se fundan en torno a su obra?
Nosotros, ha sido interpretada por figuras tan diversas como Elena Burke, Omara Portuondo, Sara Montiel, José Feliciano, Luis Gardey, Pedro Infante, Lupita D´Alessio, Maria Elena Lazo, Servando Blanco. La Orquesta ases del Ritmo, dirigida por el maestro Pedrito Ruiz, hizo una inolvidable versión. La melodramática historia fue llevada al cine y la radio con aciertos y desaciertos; el popular bolero, se cita constantemente en la narrativa del continente.
El 3 de junio de 2010, frente al panteón que guarda sus restos, en medio del sentido homenaje que los artistas y el pueblo pinareño ofrecieron al compositor, evoqué lejanas conversaciones de sobremesa en el seno de mi familia, muy cercana a la de Pedrito. Recordé múltiples historias de amor y desamor, de entrega, de renuncia, que han circulado por la ciudad. 
¿Por qué el mito? —me pregunté mientras la Orquesta Provincial de Con ciertos interpretaba Nosotros. 
Evidentemente estaba el carisma, el magnetismo personal, el corte romántico de la historia de abdicación desinteresada que brota de la canción, reforzada por el, trágico desenlace de la enfermedad y, los acontecimientos en torno a la misma.
El domingo veinticinco de abril de mil novecientos cuarenta y tres, en su cama de enfermo, en la clínica “Damas de la Covadonga”, en 17 y K, en el Vedado, aproximadamente a las diez de la noche, según la leyenda, después de escuchar el estreno radiofónico de Soy como soy, en la voz de René Cabel, muere. Tenía veintitrés años. 
La prensa local, y nuestros mayores contaron que el cortejo fúnebre recorrió la calle Martí paralizando el tránsito, los comercios cerraron sus puertas, desde los balcones se lanzaban flores. El ataúd fue cubierto por la bandera cubana y la de los Caballeros Católicos. Hay quien afirma que un coro gigante cantaba: Nosotros que nos queremos tanto, debemos separarnos…. y que el cielo se nubló. 
El mito continúa. Cuando el Comité Provincial de la Uneac, aúna voluntades para el remozamiento del panteón del compositor, nos asombra la cogida de la idea, el esfuerzo, la entrega y respeto de los obreros que orgullosos laboraron sin descanso. 
La voz corre por los alrededores del Cementerio Metropolitano, hombres y mujeres del pueblo felicitan la idea, no faltan ofrecimientos de ayuda. Otras familias citadinas acuden, y desde sus modestas posibilidades, mejoran el entorno de las tumbas familiares. 
Después del homenaje, en la puerta del cementerio, una muchacha me pregunta:
—Por fin, ¿quién inspiró nosotros? 
No lo sé. Me hubiera gustado explicarle que hay muchas versiones, quizás tantas como amores tuvo Pedrito. Se habla de una muchacha que terminó refugiándose en un convento, de otra que era casada, Aldo siempre defendió el nombre de María Teresa Mora; mi padre lo negaba y nunca quiso revelar la identidad de aquella, que a su juicio, sugirió la canción. A veces me he preguntado si no la escribió para nadie, y cada quien la ha adjudicado a una u otra destinataria. Por eso sonreí antes de contestar:
—No sé. Creo que la hizo para todas, porque todas hubieran querido un amante así. O mejor, para todos, porque todos de alguna manera, la hacemos nuestra.


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