Haydee Pérez García
(Consolación del Sur, 1948). Instructora de arte. Profesora.
Con su libro de cuentos Vivencias resultó finalista del premio Casa de las
Américas en 1970. Premio Raúl Gómez García en cuento, premio Hermanos Loynaz de
narrativa (2006). Ha publicado los libros de cuentos: El extraño caso del señor Sáens (2006), Espectros (2007);
antologada en Pétalos de
fuego (2004).
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De la antología Hacer el cuento
Selección
de autores pinareños. Editorial Cauce. Año 2012
LAS MUJERES DE CANTARRANA
Lo primero que llama la atención cuando se llega al ribereño
pueblecito de Cantarrana no son sus hotelitos atestados de turistas, su
balneario internacional, la eficacia terapéutica de sus aguas, ricas en azufre,
o los lodos medicinales, sino sus mujeres. Esto, naturalmente, no debiera
parecer extraño y quizás no lo sea para los que estén habituados a verlas, o
para aquellos que, sin estar acostumbrados a verlas, no se deslumbran ante la
presencia de una mujer, por más hermosa que fuese. Pero, cuando uno es
extranjero —por decirlo de alguna manera— y llega a este pueblecito orillero
con ínfulas de gran urbe, no puede menos que asombrarse de la particularidad
que exhiben, con indolente naturalidad, las mujeres de Cantarrana: todas tienen
los cabellos rubios o son pelirrojas. No es que no haya mujeres morenas,
trigueñas o negras en el pueblo orillero de Cantarrana, no; las hay de todos
los colores; pero es que también las morenas, las trigueñas e incluso las
negras, tienen los cabellos rubios o son pelirrojas.
De repente, y chocando con esta incongruencia, uno no tiene
más remedio que criticar o extrañarse de este afán snob de las mujeres de
Cantarrana y considerar, por demás, extravagante esa tendencia a tergiversar,
retorcer o trastornar el orden que han establecido las leyes de la genética al
dotar a sus criaturas de una variedad cromática, que no puede ser adulterada o
falseada sin quebrantar reglas que todos conocemos y aceptamos porque son
inapelables como ciertas sentencias bíblicas.
Un observador menos exigente; con un sentido del humor más
liberal, apostaría sobre seguro que son las peluquerías y los comercios
expendedores de tintes y decolorantes para el cabello los más prósperos y
florecientes de Cantarrana; pero habría que verle la cara a ese mismo
observador liberal y desprejuiciado cuando supiese que no hay en Cantarrana un
solo establecimiento que se dedique a la venta o expendio de tintes o
decolorantes para el cabello y que, a todas luces, y aunque parezca
antinatural, el color de los cabellos de las mujeres de Cantarrana no le debe
nada a los conocidos artificios.
No sé si es una característica propia e irrepetible de las
mujeres de Cantarrana, no sé si es el color de la tierra, la hemorragia de sus
framboyanes en perenne floración, o el rojo incendiario de sus atardeceres que
uno tiene clavados en los ojos como un reflejo sangriento; pero lo incuestionable
es que, en el orillero pueblecito de Cantarrana todas las mujeres, negras,
blancas o morenas tienen cabellos rubios o son pelirrojas; y quién sabe si en
esta notable incongruencia que exhiben las mujeres de Cantarrana, con
inigualable naturalidad, esté presente la génesis de algo nuevo.
De madrugada, por las calles del orillero pueblecito de
Cantarrana, cruza un caballo solitario que únicamente las mujeres alcanzan a
ver.
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