Luis Agüero

(Consolación del Sur, 1937). Premio UNEAC de cuento 1986. Premio de cuentos Juan Rulfo de Radio Francia Internacional 1990. Mención Casa de las Américas 1967. Tiene publicados los libros de cuentos: De aquí para allá (1962), Duelo a primera sangre (1987), La vuelta del difunto Caballero (1987), la novela La vida en dos (1967) y la obra teatral Desengaño cruel (1989). Ha ejercido el periodismo escrito, radial y televisivo en Cuba, Venezuela y Estados Unidos. Reside en Miami.

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De la antología Hacer el cuento

Selección de autores pinareños. Editorial Cauce. Año 2012


MUERTE EN LA FAMILIA

Estábamos tirados bajo la ceiba del patio, los dos con las camisas empapadas en sudor y las manos cruzadas detrás de la nuca, descansando hasta que regresara tío Julián. Aquel era el mejor lugar de la casa para descansar: había buena sombra, la yerba muy suave, y uno podía estirar bien las piernas, el viento hacía crujir las hojas del árbol familiar; era el único ruido, más bien el único rumor, que se oía a esa hora del atardecer... Tirados bocarriba debajo de la ceiba del patio, ninguno de los dos podíamos imaginar que iba a ocurrir algo malo.
En ese momento se abrió la puerta de la cocina y apareció muy emperifollado Julián. Se había puesto el traje de las fiestas. Lo vi cerrar despacio la puerta, y mirar luego al patio con el rabo del ojo; lo hizo por gusto, porque donde estábamos no podía vernos. Avanzó casi en puntillas por el corredor, se agachó al pasar detrás de la celosía y por último salió otra vez al patio. No se detuvo hasta llegar al viejo portón de tablas que da a la calle.
Claro, no íbamos a dejarlo ir así como así. — ¿Se puede saber a dónde vas ahora? —por el tono de la pregunta, cualquiera hubiera dicho que él era el sobrino y yo el tío.
—Có-có-cómo, cómo? —empezó a gaguear.
Se quitó los espejuelos calobares montados al aire y me fijé que sus ojos estaban más irritados que de costumbre. Demoró un siglo en responder:
—Voy a lim-limpiarme los za-za-zapatos.
Sus zapatos no solo estaban limpios, sino relucientes —él mismo se ocupaba de lustrarlos dos, tres y hasta cuatro veces al día. Hacía un rato nada más, cuando lo dejamos irse porque estábamos muy cansados, nos dio la misma excusa. No dije ni esta boca es mía. Lo único que hice fue taladrarlo con mi mirada número siete, la misma que le aplicó a mi madre cuando no me deja ir de noche al traspatio porque se me puede aparecer la mujer vestida de blanco que le salió una vez a abuelo Mael. ¡Brrr!
Me levanté de un salto y, con las manos en la cintura, encaré a tío Julián:
— ¿Así que vas a limpiarte los zapatos?
El estiró un poco los labios y volvió a ponerse los espejuelos.
—Es que estoy muy apurado. —No gagueó esta vez—. Tengo que ver un asuntico.
Miré a Severo.
Seguía igual que antes, tirado bocarriba bajo de la ceiba, con la gorra azul sin visera tapándole la cara, como si no le importara gran cosa lo que estaba ocurriendo.
— ¿Y te vas sin servirnos?
Severo se echó para atrás la gorra y empezó a levantarse con toda su santa calma. Cogió el bate, la pelota y el mascotín. Lanzó la esféride hacia arriba con la mano izquierda, luego soltó el mascotín, agarró el bate con las dos manos y trató de pegarle a la bola. Lo hizo todo con gran elegancia y mucha desenvoltura, pero a pesar de ello no logró batearla.
—Pero es que ten-que-tengo que irme —gagueó de nuevo Julián.
Yo miré a Severo y Severo me miró a mí. Pregunté al aire:
—¿Qué es lo que pasa cuando uno se poncha tres veces seguidas?
—Que tiene que servir hasta que los otros se cansen—Severo también le habló al aire.
Habíamos hecho creer a mi tío que ningún pelotero se podía ponchar tres veces seguidas, pero que si por una de esas casualidades de la vida ocurría alguna vez, entonces estaría obligado a esperar a que los demás se cansaran de batear para volver a hacer uso de la majagua.
—Eso sí es ver-ver-verdad que es men-men-mentira.
Severo tiró otra vez la pelota y ahora sí pegó un buen batazo, la bola se elevó a gran altura, rebotó contra la pared de la cocina y después fue rodando silenciosa hasta la zanja de agua sucia. Era una pelota de goma maciza y enseguida se hundió.
—Vamos a tener que ponerle un correctivo –sentenció entonces.
Julián no se dio por aludido como otras veces.
Siguió parado al lado del portón, un poco encogido de hombros, sin querer irse ni poder quedarse, tal vez buscando la excusa que no lograba encontrar.
Yo saqué la pelota del agua sucia y la restregué en el pantalón. Dije a Severo:
—No le enseñamos más nunca El Tesoro.
Mi tío se moría por ver en El Tesoro de la Juventud los retratos de los hombres famosos. Ni siquiera reaccionó con eso.
—Ustedes verán que vuelvo enseguida —otra vez sin gaguear.
Severo apretó el bate y abanicó la brisa. Estaba imitando a Humphrey Bogart y a Roberto Ortiz al mismo tiempo. Al fin se decidió por el primero y tiró lo más lejos posible el bate, que desde entonces dejó de ser un bate y empezó a ser un palo de escoba. Se encajó un poco más la gorra sin visera, caminó dos pasos hacia donde estaba mi tío y le habló por un costado de la boca torcida a propósito:
—De aquí no te vas sin servirnos.
Julián se encogió un poco más de hombros.
Así que no nos quedó más remedio que gritarle el nombrete:
—¡Arroz con mierda! —los dos al mismo tiempo.
Eso sí que nunca fallaba. Mi tío estiró mucho los labios y se le encaramó el bigotico teñido.
—¿Qué falta de res-de-res-de respeto es esa?
Ahora nosotros teníamos que gritarle el nombrete otra vez y enseguida saldríamos corriendo para que no nos alcanzara. Lo hicimos... Solo que mi tío no hizo lo que tenía que hacer. No nos corrió detrás, y tampoco se quitó los espejuelos calobares, y ni siquiera pateó el suelo una sola vez, y para colmo no dio el grito del hombre mono: ¡Taaanmaaanganiii! No hizo nada de eso. Lo único que hizo mi tío fue quedarse quieto, ahí junto al portón, donde mismo estaba, tan estático que me dio miedo. Luego empujó la vieja puerta y salió corriendo a la calle.
—Se fue de verdad.
Y miré muy extrañado a Severo.
Esa mañana mi madre me advirtió que iba a almorzar en casa de tía Benigna. A mí me gustaba mucho como cocinaba mi tía y quizá por eso no me di cuenta que desayunaba solo.
—Termina —me apuró ella desde la cocina. Yo seguí tragando a buches cortos el café con leche.
—Voy a esperar a Severo.
Mi madre me dijo que no podía esperar a nadie, que tenía que irme enseguida porque eran casi las nueve.
—Vamos a salir todos.
Y sin más acá ni más allá, se echó a llorar y luego me dio un beso.
No pude esperar a Severo. En cuanto terminé de desayunar, sin que me dieran tiempo siquiera a buscar el mascotín de primera, me mandaron para casa de tía Benigna. Fui con Petronila. La negra me agarraba por el cuello de la camisa, como era su costumbre con tanta fuerza que casi no podía ni respirar. Siempre estaba chiflando.
Aunque esa mañana no chifló Petronila. Caminaba muy seria, apretándome más duro que otras veces y tan apurada que di un montón de traspiés. No pude contar los carteles de Todo por Bailén que estaban colgados en los postes de la electricidad.
—¿Vas a apagar el fuego?
La negra estaba sorda esa mañana. Siguió caminando igual que antes, llevándome a empujones por la empinada calle. De pronto se paró en la esquina de la casa y me dijo con voz quebradiza, quién sabe si porque tenía catarro:
—Oye, dentro de muy poquitico eres un hombre y tienes que saber que la vida no es nada más que jugar pelota.
Se persignó un par de veces, me agarró otra vez por el cuello de la camisa y no volvió a hablar hasta que llegamos.
Mi tía vivía a la salida del pueblo, muy cerca del cementerio. La casa era de madera, con techo de tejas francesas y puntal altísimo. Me gustaba mucho ir allí, sobre todo por mi tío, que sabía más juegos que nadie. Julián debía tener unos cincuenta años, pero no era como las demás personas mayores. No tenía que trabajar, y jugaba con nosotros a la pelota, nunca nos regañaba. Se pasaba el día entero metido  el cuartico del fondo limpiando su único par de zapatos hasta que podía verse reflejado en las punteras, o recortando fotos de los hombres famosos que aparecían en las revistas viejas. Julián me enseñó el juego del chucho escondido, el de la una mi mula y el de ponte lejos que nadie te coja. Siempre perdía. Y donde más perdía era en el ringo tilingo, porque no había modo de que permaneciera callado. Mi tío nada más comía arroz y por eso le pusimos el nombrete.
Esa mañana tampoco tío Julián estaba en la casa.
Cuando subí la escalerita del portal, después de que la negra me soltó, lo primero que vi fue a mi tío político. Dionisio se había recostado al marco de la puerta, tan gordo como era, con la tijera de sastre en la mano derecha.
—¿Esa es forma de entrar en una casa? —me estaba regañando porque no le había dado los buenos días.
Por suerte vi a mi tía detrás de él, apenas un poquito más grande que yo, vestida con el inevitable delantal de mezclilla. Me pareció más vieja que nunca esa mañana, tal vez a causa de la expresión que tenían sus ojos, aquellos ojitos grises que parecían chinatas astilladas. Se adelantó a mi tío político para darme un beso.
—Voy a ver el álbum de los hombres famosos dije, devolviéndole el beso.
Al cabo de un rato muy largo ella respondió:
—Julián no está en casa y tiene la llave del cuartico.
La negra empezó a chacharear bajito con ellos dos y aproveché para salir corriendo rumbo al primer patio. Sentí que alguien me perseguía.
—Déjalo, Dionisio —oí decir a mi tía.
Y seguí corriendo.
“Dionisio le tiene odio a las hormigas —pensé antes de llegar al cantero mayor del primer patio—, pero no podrá matarlas a todas”.
—Son muchas –dije en voz alta, cuando me senté en el cantero a ver si de verdad las hormigas se comían a los cajigales.
Pensé que si era cierto, como decía mi tío político, los cajigales se acabarían primero. No hubiera querido que fuera así, a mí también me gustaban los cajigales y tenía la impresión de que no debían ser muy sabrosos. “¿A qué sabrán los cajigales?”, se me ocurrió preguntarme. Y sin pensarlo dos veces arranqué un pétalo de la flor y le pasé la lengua, luego empecé a masticarlo y tuve que escupir porque sabía muy amargo... Estaba graduándome de comer de lo que pica el pollo, como me decía en jarana abuelo Mael. Me enjuagué los dientes con mucha saliva. Después me puse a contar hormigas y llegué hasta las doscientas dos.
—Son muchas las hormigas —dije otra vez en voz alta.
A eso de las once de la mañana mi tía me preparó el baño, un ratico después almorzamos picadillo con huevos fritos y cuando ella terminó de fregar nos tiramos los dos en la cama. El ruido de la máquina de coser de mi tío político no me dejó dormirme.
—Vamos a rezar un poco —la oí decir en un levísimo susurro:
Yo no estaba acostumbrado a rezar por el día, pero no me quedó más remedio que obedecerla. Al ratico se me cerraron los ojos.
Y no me acuerdo de más nada hasta que empezaron a halarme las orejas. Severo.
—Es mío porque me lo encontré —tenía en la mano el mascotín—. Estaba en el tibor de Petronila.
—Mentiroso —respondí, restregándome duro los ojos.
Nos fuimos al patio a hacernos las tiradas, esperando a que llegara tío Julián para empezar a jugar de verdad.
—Las hormigas se comen a los cajigales —afirmé al lanzar una curva abajo.
Severo dijo que las hormigas no se comían a nadie porque no tenían dientes, a no ser que fueran las hormigas tambochas que eran las únicas que tenían dientes y eran todavía más grandes que los moscones de la suerte.
—Son las que se comieron a Emilio Capetillo cuando se perdió en la selva.
Recordé que el radio no se había puesto en toda la mañana; con el lío de las hormigas me olvidé oír los episodios.
—Mataron por fin a Miguelón?
—Sakiri lo quiere matar, pero él se le escapa.
—Nadie puede matar a Miguelón —lo dije con intención.
Severo no contestó, pero yo sabía que le había dado por la vena del gusto: siempre hacía de
Miguelón, el más recio de los Villalobos. Me lanzó una recta de humo.
Mi tío no acababa de llegar de la calle y ya nos dolía el brazo de hacernos las tiradas.
—Vamos a ver al loco de las tiñosas —propuse—. Severo aceptó aparentando que lo hacía por complacerme.
El loco vivía en un caserón que estaba frente a la iglesia. Era la casa más grande del pueblo, y tenía un hueco enorme en el techo. La gente decía que había matado a golpes a toda la familia, pero yo sabía que era huérfano aún antes de nacer. Cada vez que íbamos a casa de ti Benigna nos capábamos para ver al loco de las tiñosas.
Nos encaramábamos en el techo del caserón, caminando despacio para no espantar a las tiñosas, miedosos de que si nos descubría nos fuera a matar a golpes también. Me acuerdo de que una vez Severo me dijo que el loco se quitaba la cabeza para dormir.
Ahora parecía estar más muerto que vivo, igual que todas las otras veces que lo habíamos visto. Sentado en medio de la sala atestada de muebles viejos, justamente debajo del hueco, con aquel aparato de hierro que le estiraba el cuello. Severo decía que el aparato era para sujetarse la cabeza por: el día, y que por la noche se lo zafaba porque no podía dormir sin la cabeza entre las piernas.
—Es un loco muy cochino —dije--. Las tiñosas pegan la tiña.
Nos cansamos de mirar al loco que no hacía nada y regresamos a la casa de mi tía sin pisar las rayas de la acera.
Julián había llegado ya. Estaba escondido en el cuartico del fondo, recortando fotos de hombres famosos. Le enseñé la pelota.
—Horita, me tengo que limpiar los zapatos —dijo sin gaguear.
Severo tuvo que amenazarlo con que íbamos a ponerle un correctivo. Esa palabra me la había enseñado abuelo Mael y Julián no sabía lo que quería decir.
—Hay que servirme primero —advirtió Julián.
—Pero si te ponchas tres veces seguidas te toca servirnos hasta que nos cansemos —Severo me guiñó un ojo.
Julián siempre se ponchaba. Le picheábamos muy bajito y él no podía agacharse, tenía mala la espalda y nunca lograba batear la pelota. Después protestaba porque no le habíamos picheado bien.
—Hoy me tienen que pichear bien —nos advirtió cuando llegamos al segundo patio, sin gaguear una sola vez.
Se quitó los espejuelos calobares, agarró el bate entre las huesudas manos y, como de costumbre, se ponchó tres veces seguidas. Tuvo que servirnos muchísimo rato, hasta que nos cansamos de batear. Había que verlo dando saltos por el segundo patio, con el pañuelo de óvalos amarrado en la cabeza y estirando los labios a cada instante.
—Tengo que lim-limpiarme los za-zapatos —gagueó entonces, respirando con fruición.
Lo dejamos ir porque estábamos muy cansados. Fue entonces que nos tiramos debajo de la ceiba y ninguno de los dos pensó que algo malo podía pasar.
—Tiene que volver para servirnos otra vez —dije a Severo cuando Julián abrió el portón.
—No comas catibía. Ya no volverá.

—¡La peste el último!
Severo dio el grito y echó a correr. Cruzó el primer patio a gran velocidad, se metió por el cantero de los cajigales, abrió la puerta de la cocina y la volvió a cerrar para que yo también tuviera que abrirla, después enfiló rumbo a la saleta sin mirar para atrás, y fue el primero en llegar al columpio que había en el portal. Era la meta. No hacía falta decirlo, porque cada vez que íbamos a casa de mi tía jugábamos a la peste el último y el columpio siempre había sido la meta. Severo ganó también esa vez, como ocurría siempre. Solo que ahora no se pudo reír de mí: “Ahí viene la aplanadora con Prío alante y el pueblo atrás”, solía cantarme burlón. Pero ahora no lo pudo hacer.
Yo salí corriendo en cuanto oí el grito y también me metí por el cantero de los cajigales, por poco choco contra la puerta de la cocina, casi llego corriendo hasta la saleta... Casi, porque cuando pasé frente al último cuarto sentí que me llamaban:
—Ismaelito. Ismaelito.
Era la voz de mi hermana, pero me llamaba como si fuera una persona mayor. No sabía que Julieta estuviera allí. No la había visto llegar, por eso no lo sabía.
Me paré yo no sé por qué.
La vi sentada al borde de la cama, con su cerquillo más alborotado que nunca, sin zapatos, los ojos muy hinchados de tanto llorar. Estaba seguro de que no la habían dejado montar bicicleta, pero sin embargo no estaba tan seguro.
—¿Qué te duele?
Julieta no me respondió y se echó a llorar.
—¿Qué te duele? —repetí.
—Nada.
—¿Entonces por qué me lloras?
—Por nada.
—¿Estás bobeando tú? —volví a preguntar.
Julieta se limpió los ojos con el dorso de la mano, empinó un poco la cabeza hacia adelante y me dijo mordiéndose los labios:
—Lo mataron. ¿Entiendes, Ismaelito? Lo mataron.
No entendía nada de nada y no sabía a quién habían matado. Pensé por un momento que habían matado a mi tío político. Pero enseguida me di cuenta de que no era él, que no podía ser él, porque del otro lado de la pared se oía el traqueteo de su máquina de coser. No era él. Y como no sabía quién era, se lo pregunté a mi hermana:
—¿A quién mataron? ¿A Miguelón? ¿Tú estás segura?
Julieta ladeó la cabeza a ambos lados.
—Adivina —me dijo entonces, mordiéndose los labios otra vez.
No podía adivinarlo. Para adivinar algo hace falta hacer primero la adivinanza: esa de agua pasa por mi casa, y es el aguacate; o esa otra de iba por un caminito, y es el mamey; o hasta esa de entre dos piedras mojosas, y es el peo. Se lo dije a Julieta.
—¡Cochino!
Y cuando ya me iba a ir para el portal —primero le saqué la lengua para que no me chivara más— la oí decir entre sollozos:
—Mael. Lo mataron, Ismaelito. Mataron a Mael.
Me dio gracia cómo lo dijo. No podría decir por qué me dio gracia, pero no pude aguantar las ganas de reír. Me estuve riendo mucho tiempo, ni me acuerdo cuánto, riéndome ya no de mi hermana, no de cómo había dicho aquello, riéndome ahora de absolutamente nada, sin saber realmente de qué me reía. Entonces llegó Dionisio.
—Este niño no tiene sentimientos.
No se me olvidará el tirón que me dio por el brazo y la cara que puso mi hermana cuando lo vio llegar.
—Tú vas a ver ahora.
Dionisio me puso en penitencia detrás de la puerta de la calle, arrodillado sobre dos montoncitos de maíz picado. Desprendió el retrato grande de Mael que estaba colgado encima de la vitrina. Lo recostó contra la pared, frente por frente a donde me tenía arrodillado.
—Míralo bien —Dionisio tenía hinchadas las venas del cuello—. Este es tu abuelo y ahora está muerto. —Me hablaba con la tijera de sastre en la mano, levantándola a cada rato como si fuera un espadón—. Ahí vas a estar arrodillado hasta que llores.
¿Estás oyendo?
Lo estaba oyendo, pero no podía llorar.
Sentí que mi tía se acercaba. Como estaba de espaldas no podía verla, pero sentí su respiración agitada de siempre, aquella especie de crujido que le provocaba el asma. Algo así como si la estrujaran por dentro.
—No voy a llorar.
Mi tío político me dio un cocotazo.
—No voy a llorar —repetí bajito—. Déjalo, Dionisio
—Voy a decir a tía Benigna. Y empezaron a discutir.
Luego se fueron a seguir discutiendo para el primer cuarto y me dejaron detrás de la puerta. Los granos de maíz picado se me incrustaban en la carne como si fueran alfileres y sentía el olor del líquido blanco para matar cucarachas.
“No voy a llorar”, y me di cuenta de que era mejor pensarlo que decirlo.
Severo se asomo por la ventana del portal y me hizo señas de que se iba. “El ñoco de tu drema”, dije sin mover los labios. Y cuando volví la vista me tropecé de frente con el retrato de Mael. No se parecía mucho a él: no estaba en guayabera, y usaba espejuelos negros; debía ser de la época de la guerra, porque tenía puesta una gorra de policía. Me acordé entonces que Mael me mandaba siempre a buscarle las pantuflas.
Mael sentado en su sillón de mimbre con la guayabera abierta. Mael empinándome un papalote en la azotea de la casa vieja. Mael cantando aquellas décimas tan cómicas. Mael contándome el cuento de cómo por poco lo matan los españoles. Mael haciendo temblar la casa cada vez que estornudaba. MaeI yéndome a buscar los domingos para ir a la matinée. Mael jugando al dominó en calzoncillos largos con otros veteranos. Mael diciéndome que le alcanzara las pantuflas.
Se me salieron las lágrimas.
Pero me las sequé rápido cuando sentí acercarse a Dionisio. Mi tío político estaba vestido de punta en blanco, con un lacito negro en la solapa, oliendo muy fuerte a colonia para después del baño. Traía a mi hermana de la mano.
—Yo voy a llevar a la niña —le dijo a mi tía—, pero a este no me lo levantes de ahí.
En cuanto se fue mi tía me levantó.
—Es más bruto que un mulo, pero en el fondo es bueno —suspiró—. No le vayas a coger odio.
—Es verdad que las hormigas se comen a los cajigales?
—Siempre estás con la misma cosa. Tu tío dice que sí, que las hormigas se lo comen todo, que acaban con todo. No sé si será verdad.
Tía me mandó a lavarme un poco y que me pusiera la muda de ropa que trajo Petronila.
Cuando terminé de asearme, ella estaba otra vez en la cocina, junto al viejo fogón, vigilando con sus ojos astillados un bistec que se doraba a la parrilla.
—Voy a oír a Tamakún,
—¡No! —jamás la había oído levantar tanto la voz.
—¿Y por qué no?
—Porque el radio está roto. Ayer se le fundió la bocina.
Así que comimos los dos solos en la cocina y fue entonces cuando empezó a hablarme muy despacio:
—Hay cosas que tú no puedes entender todavía. Ismaelito, que tendrás que empezar a aprender poco a poco. Debes recordar siempre a tu abuelo, porque fue una persona muy buena y además siempre te quiso mucho. —Me acordaba muy bien de él, por eso no entendía que mi tía me estuviera diciendo aquello—. Lo que ha ocurrido es una tragedia muy grande. Pero no queda más remedio que resignarnos.
Solo que ahora no la oía muy bien.
—¿Qué te pasa que estás tan pálido?
Seguía oyéndola como si estuviera muy lejos, como se oye a la gente en el radio cuando se meten dentro de una cueva, una voz que era su propio eco, cada vez alejándose más de donde yo estaba.
—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?
Y casi no la oía ya, su voz perdida entre un montón de ruidos y como si me hablara desde muy
lejos.
—¡Ismaelito, mi amor! ¡Soy yo, Benigna!
Sabía que era ella y su voz se alejaba cada vez más y aquellos ruidos y yo sin poder hacer nada.
—¡Ismaelito! ¡Ismaelito!
Pero ya apenas podía oír la voz de mi tía.

Severo tiró la pelota muy alto y yo corrí detrás de ella. Corría. Corría. Corría. Y aunque corría mucho, siempre estaba en el mismo lugar y la pelota cada vez más alta. Era tan grande como la bola del mundo de la academia, la misma bola del mundo, tan alta allá arriba que me di cuenta de que no iba a bajar nunca. “¡Baja!”, se oyó gritar. Y lo que vi bajar fue una yagua con cuatro hombres que nunca había visto. Venían deslizándose por la acera, igualito que si fuera un trineo. “Tengo que lim-lim-limpiarme los za-za zapa-tos”, dijo tío Julián. Luego subió corriendo la escalerita del portal y pisoteó el cantero de los cajigales y se fue hundiendo en la zanja de agua sucia. Yo me fijé que se había colgado los zapatos en las orejas para que no se le ensuciaran. “¡Arroz con mierda!”, gritó Severo. Pero ya él no lo oyó, porque ya él no era él; ahora era mi tía Benigna, y a veces mi tío Dionisio. Estaban hablando los dos muy bajito, cuchicheando en el columpio del portal. Yo los oía muy bien, pero no sabía de lo que hablaban. Era como si en lugar de palabras les saliera espuma por las bocas. “¿Por qué vas tan apurada?”, le dije entonces a la negra Petronila. La negra se echó a reír y empezó a chiflar. “¡Mael se murió!” gritó. Y yo vi allá atrás, en el fondo del patio, a mi hermana Julieta. Se reía de mí porque ella podía montar bicicleta. “Mentira”, le dije al oído a mi hermana. Detrás de ella estaba Mael. Tenía puesta la gorra de policía y me apuntaba con mi pistola de fulminante. Yo buscaba por todas partes a mi madre, pero ella se había ido a un lugar muy lejos. “Es mentira que él se murió”, dijo Julieta...Y la vi meterse con la bicicleta por el cantero de los cajigales. Todas las hormigas se habían muerto. “El que se murió fuiste tú”, me dijo cuando estuvo bien cerca. Salí corriendo para mi casa y oía su voz persiguiéndome: “El que se murió fuiste tú. El que se murió fuiste tú. El que se murió fuiste tú”.
Di un brinco en la cama y abrí mucho los ojos. Sudaba. Sentí de pronto ganas de orinar, pero no me moví de allí. Recordé el sueño, la pesadilla. Entonces me tapé la cabeza con la sábana y traté de no pensar en nada.
—No lo llames ahora que está dormido —oí decir desde la sala.
Era la voz de tía Benigna.
Un momento antes había oído la voz de mi madre, su voz ahora más infantil que de costumbre, un poco atolondrada como siempre, preguntando qué me había pasado. Tía se lo dijo: le dio de pronto un vahído, una especie de desmayo, a lo mejor la comida le cayó mal, quién sabe si la misma impresión de la noticia. Su voz me pareció tan astillada como sus ojos.
—¿Y ya está bien?
—Te dije que estaba dormido.
—Entonces mejor no lo despierto.

Y de súbito oí la otra voz, la única voz que yo no podía confundir con ninguna otra, una voz que llenaba el ámbito de la casa, la poderosa voz de Celia Ruvalcaba ordenando que se callaran, porque ella había oído algo, no sabía bien lo que era, pero sin duda había oído algo.
—¡Avemaríapurísima!—exclamó—. ¡Santabárbarabendita!
Me la imaginé sentada en el sofá de la sala, con las piernas muy abiertas, apretando entre las manos el rosario de cuentas azabaches, un cartucho de pan de gloria bajo el brazo, en el regazo el pomo de alcohol con el apéndice de Severo.
—¿Qué fue lo que oíste? —Sin duda mi madre dejó de mecerse en el sillón.
—No sé. No me lo pregunten, porque no lo sé —su voz tenía un timbre extraño, como si estuviera hablando en sueños—, pero yo oí algo, algo muy raro. Lo sentí.
—Seguro que fueron los ratones en la cocina —la voz de mi tía también sonaba extraña—. Los ratones siempre hacen mucho ruido.
—No fueron los ratones.
—¿Tú crees que haya sido el niño? —mi madre debió incorporarse del sillón—, ¿a lo mejor ya se despertó?
—¿Está despierto. Pero no fue el niño, estoy casi segura —la voz de Celia Ruvalcaba sonó con un desamparado dejo de tristeza—. Fue algo que oí aquí mismo, al lado de nosotras. Lo sentí.
Permanecieron calladas tanto tiempo —y era un silencio que parecía congelarse de pronto, como si hubiera convertido el aire en una masa sólida, un gran manto que cubría toda la casa— que por poco empiezo a gritar. Sentí que mi madre volvía a mecerse en el sillón antes de decir:
—Vamos a hablar de otra cosa.
Otra vez se quedaron calladas demasiado tiempo y tuve deseos de gritar y fue entonces que empezaron a hablar de otra cosa.
Hablaron de enfermedades, pero en realidad estaban hablando de otra cosa. Celia no se quejó una sola vez de su aorta inflamada. Estaban hablando de otra cosa, aunque ellas no quisieran.
—¡Eso es la muerte! —dijo de pronto mi madre, y cesó el ruido del sillón.
Esa fue la palabra.
—¡Cada vez que pienso cómo lo mataron!
—La política es una porquería. Eso es lo que da la política.
—¿Pero por qué tenía que pasarle a él, a un hombre tan bueno como él?
—¡Ay, Dios mío!
—Bailén entero no le paga ni besándole los pies!
—Un tiro en la frente. Un solo tiro nada más.
—¡Cuántos tiros no le tuvieron que haber dado en la guerra!
—¡Ay, Dios mío!
Y entonces las oí que empezaron a llorar.
Sentí el llanto de las tres mujeres, un llanto sordo, quejumbroso, persistente, como si nunca más fuera a amanecer. De pronto la voz de Celia Ruvalcaba se impuso a los sollozos:
—¡Cállense!
Y otra vez fue el silencio, mucho más profundo que los anteriores y sin embargo no tuve esta vez deseos de gritar.
—¿Qué pasa?
—Ha vuelto. Está aquí.
—¿Qué es lo que está aquí?
—Lo que oí horita, eso que sentí.
—¿Pero qué cosa es?
—No sé. Lo oí.
—¿Quién será?
Celia empezó a rezar con una voz casi trémula, como si las palabras se le escaparan de la boca:
—Padrenuestroqueestásenloscielos...
—Yo no siento nada, no oigo nada.
—Vengaanoseltureinohágasetuvoluntad...
—Pero hay algo que yo no sé qué es.
—Así enlatierracomoenelcielo...
—¡Yo quiero ver a mi hijo!
—Yperdonanuestrasdeudasasícomonosotros...
—Por favor, Julia, no te levantes ahora.
—Máslíbranosdetodomalaménjesús...
—Aquí hace mucho frío.
—Diostesalvemaríallenaeresdegracia...
—Es como una corriente, Julia, algo que se parece a la electricidad.
—Ybenditatúeresentretodaslasmuj eres... —Lo único que siento es mucho frío.
—Santamaríamadredediosruegapornosotros...
—Ahora ya está aquí, ya está aquí.
—Ahorayenlahoradenuestramuerteamén...
—¡Yo quiero ver a mi hijo!
Entonces oí la voz de Celia Ruvalcaba gritar con vehemencia:
—¡Misericordia para todos nuestros muertos!

A las diez de la mañana empezaron a doblar las campanas. Pensé que se debían oír en todo el pueblo, al menos la campana grande, que era la que sonaba primero, fuerte, casi majestuosa, dejando una estela que nunca se perdía del todo, hasta que empezaban a sonar las campanas más pequeñas. A esa hora la única que estaba en la casa era tía Benigna.
—Ya viene el entierro —dijo.
Fuimos los dos para el primer cuarto. Mi tía levantó la cortina de la ventana que da a la calle y amarró la punta en uno de los barrotes. Desde allí lo vimos todo.
El coche fúnebre avanzaba delante. Era de color gris oscuro y llevaba muchas coronas en el techo. Subía la calle con dificultad, deteniéndose a ratos para luego adelantar bruscamente, como si lo empujaran por detrás. Vi el ataúd. Lo habían colocado encima de una armazón de hierro que tiraba el coche, cubierto con una bandera y todo orlado de flores blancas. A su alrededor montaban guardia un grupo de veteranos, diez o doce, todos muy viejos y casi todos mulatos. Los vi caminar con las cabezas gachas, sus sombreros de jipijapa apoyados contra el pecho, respirando con esfuerzo a causa de la caminata. Tuve la impresión de que a pesar de todo estaban contentos, aliviados de no ser ellos los que estuvieran dentro de la caja.
Seguían al féretro algunas personas, tal vez cinco o seis en total. Mi padre el primero. Llevaba el traje de paño negro que nunca se ponía y las manos muy apretadas detrás de la espalda. Alguien que yo no conocía caminaba abrazado a él. Después vi a tío Julián y a dos o tres masones amigos de mi padre, también vi a Dionisio y a un primo segundo que vive en Cortés. Pero delante de todos, aún delante de mi padre, vi al bobo Lucilín. Tenía puesto un chaquetón
de mujer que le quedaba demasiado estrecho y se había encaramado los pantalones por encima de las rodillas. Sus piernas eran cortas y gruesas y velludas. Caminaba golpeando el suelo con unas chancletas de palo, imitando el paso de los militares de la banda musical.
Era la banda más grande que había visto nunca. El director precedía algunos metros a los músicos y estaba de espaldas al carro fúnebre, su batuta en alto marcando el ritmo de la música. Me fijé que las charreteras resplandecían a la luz de la mañana. Luego venían los músicos, casi todos del mismo alto y marchando sin perder el paso. En el centro había un negro muy alto, más alto que todos los demás, un negro que tocaba un tambor grande y permanecía quieto durante mucho rato, solo marcando el paso igual que los otros, pero sin  tocar; de pronto, levantaba el brazo y golpeaba con fuerza el cuero del enorme tambor con un mazo gigante. Vi pasar a los redoblantes y a los flautines y a los panderetas y a los trombones. Los trompetas eran dos mulatos bastante viejos y se les hinchaban los cachetes cuando tocaban. Pero por encima de todos los sonidos, a pesar de no ser el más fuerte, se oía el sonido del clarinete; siempre se oía al final, justamente cuando parecía que la música iba a terminar y sin embargo comenzaba otra vez con más ímpetu. La banda tocaba muy alto, era una música dura, y a mí me pareció triste.
Después vi muchas gentes más, tantas que no las pude contar. Era una fila de gentes que no se acababa nunca. Cuando ya el carro fúnebre había doblado por la esquina del cementerio, todavía seguían pasando gentes por frente a la casa de mi tía.
Vi entonces pasar al último grupo de personas rezagadas y detrás al viejo que vendía helados empujando su carrito adornado con cascabeles.
—¡Qué triste es un entierro con música! —mi tía se secó las lágrimas con la punta del delantal de mezclilla.
Me acordé entonces de lo que Mael me había dicho anoche.
Porque anoche, cuando ellas se quedaron dormidas en la sala de tanto rezar y yo sentí aquel olor a flores podridas, y algo como una gran inquietud me rodeaba, y saqué la cabeza por debajo de la sábana, vi a mi abuelo junto a la cama.
—Me alegro que no hayas llorado —dijo—. Los hombres nunca lloran.
Tenía la guayabera abierta, como él solía usarla. Se veía casi sonriente desde el otro lado de la muerte. En su frente relucía un lunar de cenizas.
—¿Me vas a venir a ver siempre?
Se sentó en el borde de la cama. Me fijé que su rostro enérgico, de facciones muy definidas, con la alta frente despejada bajo el pelo completamente blanco, los ojos ensombrecidos de dolor; lucía ahora casi irreal.
—Cada vez que pueda.
Ahogué de pronto un sollozo.
—Que no se diga que está llorando el nieto del comandante Estrada.
Abrí bien los ojos para que viera que no estaba llorando. Yo sabía que los hombres no pueden llorar nunca.
—Dionisio dice que las hormigas se comen a los cajigales. Por eso no va a parar hasta que las mate a todas...
—No es fácil matar a todas las hormigas.
—Son muchas.
—Es verdad —dije—. Son muchas.
—Sería tan difícil como matar a todos los hombres.
—¿Por qué dices eso?
—Por nada.
—Pero a ti te mataron con un solo tiro, con un solo tiro nada más.
—No hay suficientes tiros en el mundo para matar a todos los hombres.
—Pero a ti te mataron. Y si te mataron a ti es que pueden matar a cualquiera. Pueden matar hasta a Miguelón.
Mael se rió apenas con la punta de los labios.
—A lo mejor tienes razón.
Luego se inclinó un poco hacia adelante —y vi muy cerca sus ojos ahora más ensombrecidos que nunca— para darme un beso en la mejilla.
Me di cuenta entonces de que se iba a ir, de que ya se iba a ir para siempre.
—Déjame tocarte la frente antes de que te vayas.
Alargué la mano hasta rozar el lunar de cenizas que tenía en la frente y mi dedo se hundió en el aire hueco de la noche.
Tuve que tragar mucha saliva para no echarme a llorar.

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