Fernández Pintado, Mylene
(Pinar del Río, 1963). Licenciada en Derecho. Hasta 2003, se
desempeñó como asesora legal en el Instituto Cubano del Arte e Industria
Cinematográficos (ICAIC). Mención en los concursos de cuentos La Gaceta de Cuba
(1994), Fernando González (Colombia, 1995) y Noche de relatos NH, (España
1999), premio David 1998. Premio Italo Calvino 2002 y premio de la Crítica
Literaria 2003. Tiene publicados los siguientes libros: Anhedonia (1999); Otras
plegarias atendidas (2003); Altre
Preghiere esaudite (Marco Tropea Editore, Milano, Italia, 2004); Little woman in blue jeans (2008); Infiel y otras historias (Ed. Campana,
New York, USA, 2009); Vivir sin papeles
(2010) y La esquina del mundo (2011).
Sus relatos han sido llevados al cine y la TV y forman parte de antologías en
Cuba y el extranjero, traducidos al inglés, francés, italiano y alemán, entre
otros.
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De la antología Hacer el cuento
Selección
de autores pinareños. Editorial Cauce. Año 2012
“...LITTLE WOMAN IN BLUE JEANS”
Si esta historia sucediera en Miami, Ana habría esperado que
su marido saliera de casa en su auto —que sería un Toyota o Hunday— y luego
tomaría el suyo —que sería un Hunday o un Toyota— y, manejando con cuidado para
no ser descubierta, lo habría seguido. La persecución sería laboriosa. El
marido saldría al espressway y se metería entre otros cientos de toyotas o
hundays -que ahora van con minúsculas porque son los del espressway y no
pertenecen a nuestros protagonistas— que adelantan a los otros y cambian de
senda como en un video juego. Quizás perdiera la pista cuando él abandonara el
espressway en alguna de las salidas. Y no habría historia. Es fatigoso
perseguir a alguien que va a 120 km en medio de una marea de otros que van a
120 km en un espressway enloquecido, tratando además de no ser visto. Aclaro
que Ana habría sido un buen chofer, contrariamente a lo que los lectores se
esperan.
Si la historia tuviera como escenario París, Ana lo habría
sentido bajar las escaleras de madera —sería el centro de París, claro está—.
Se hubiera asomado a la ventana cuidadosamente, para verlo doblar en la
esquina. Saldría tras él y ambos entrarían en la boca de la “metropolitan”. Lo
perseguiría por los túneles subterráneos, intentando no delatarse, entre el
hormigueo de magrebíes, hindúes, serbios y turistas —los turistas son todos del
mismo país, que se llama País sin Torre Eiffel ni Mona Lisa.
Una vez localizada la línea del metro, se mantendría
escondida hasta la llegada del tren. Pero es muy complicado seguir a alguien si
no te subes al mismo vagón. El entra y sale de gente apretujada no la dejaría
ver dónde bajaba. Y en el mismo vagón, él habría terminado por descubrirla. Y
no habría historia.
Si Ana y su marido habitaran en Lugano —para los lectores
que no pierden su tiempo buscando ciudades pequeñas en los mapas, aclaro que
está en la Suiza italiana— su marido habría tomado el Mercedes. Ana, un VW y
habría sido descubierta enseguida. Hay muy pocos habitantes en Lugano y es
difícil esconderse en medio de calles estrechas transitadas por choferes con
hábitos fijos.
Pero la historia sucede en La Habana y eso hace que las
cosas sean diferentes. En primer lugar, hay una amiga, de esas que solo se
producen aquí. Una amiga dispuesta a contar a Ana todo lo que hace su marido, o
sea las infidelidades. Con detalles. Una amiga que además de dar información
tiene sugerencias. Sugerencias que parecen órdenes. Una amiga que está
dispuesta a trazar el plan de acción para sorprender al marido de Ana, y para
ello se involucra totalmente en el asunto. Es la amiga de Ana quien persigue al
marido de Ana hasta el lugar del crimen. Y luego la llama por teléfono.
En La Habana muy pocos tienen carro. El marido de Ana tiene
un Lada bien cuidado —se desvela mucho para que se mantenga en buen estado—.
Ana no tiene carro, sale siempre con su marido que la lleva y la trae, ni
siquiera sabe conducir. La amiga de Ana trabaja en una firma extranjera y tiene
un Nissan. Con mucha gasolina pagada por los socios europeos, como para darse
el lujo de gastarla persiguiendo al marido de Ana.
En La Habana, llamar por teléfono desde la calle es un
problema. Las cabinas telefónicas escasean y después de encontrar una, las
posibilidades de que funcione son pocas. En La Habana casi nadie tiene teléfono
celular. Pero la amiga de Ana tiene un vodafone,
que pagan los socios italianos y puede permitirse hacer llamadas desde
cualquier parte para informar a Ana dónde se encuentra su marido.
Si Ana es afortunada por tener una amiga así, lo dejo a
vuestra consideración.
Ana ha recibido la llamada de la amiga, media hora después
de que su marido saliera de casa con el pretexto de una cena de trabajo. El
marido de Ana es científico y está haciendo estudios sobre las isoflavonas de
la soja y sus efectos como sustitutos de los estrógenos para engañar a la
hipófisis cuando esta pida a los ovarios el estrógeno que ellos ya no pueden
darle. Esta negativa de los ovarios pone malísima a la hipófisis y peor a las
dueñas de la hipófisis, los ovarios no productivos y la menopausia. El objetivo
de esta investigación es lograr que las mujeres occidentales atraviesen la
menopausia como parece que lo hacen las japonesas...de puntillas.
Como hacen todo los japoneses, menos las fotografías.
Hace un mes que la amiga de Ana y sus infinitas
posibilidades, persiguen al marido de Ana por toda la ciudad. También fuera de
ella. La amiga de Ana ha pasado un par de domingos en Soroa y Varadero,
cumpliendo su misión. Misión que quizás Ana no le ha encargado de manera tan
exhaustiva.
Finalmente ha llegado el día D. Será la primera cita en un
lugar en el que los amantes harán el amor. Y todo está mejor coordinado que el
desembarco de Normandía. Por ambas partes. Ana ha recibido la llamada y una
dirección en el Vedado, el mismo reparto donde viven ellos. Calcula que serán
solo dos kilómetros bordeando el malecón y que podría ir caminando. La noche
está llena de estrellas y su marido le ha explicado que al caminar se liberan
endorfinas, se obtiene una sensación de placer y aumenta la autoestima.
Pero la amiga de Ana ha puesto el grito en el cielo a través
de su vodafone. Ana debe
INMEDIATAMENTE tomar un turistaxi (la amiga lo pagará) y llegar allí enseguida.
En el plan inicial, la amiga acompañaba a Ana hasta las
últimas consecuencias. O sea, tocar a la puerta de la casa donde está el marido
de Ana con la amante a punto, en medio o después de hacer el amor por primera
vez, entrar y sorprenderlos en los actos preparatorios, la tentativa o la
consumación del pecado.
En la variante del plan inicial fue sopesada la posibilidad
de que los amantes no abrieran la puerta.
En cuyo caso, Ana y su amiga esperarían sentadas a la
entrada de la casa hasta que ellos salieran.
Ana ha logrado convencer a la amiga de no acompañarla hasta
las últimas consecuencias. No ha sido fácil. La amiga de Ana es una
fundamentalista de la amistad. Y es también de las que prefiere ver las
películas a que se las cuenten. Como último argumento, Ana acudió al de que su
amiga conservara un poco de distancia en vez de involucrarse tanto como ella.
Necesitaría de su objetividad para que la ayudara a soportar el “después de la
certeza”.
Cambiar el clímax de la historia por el epilogo no era muy
atractivo para la amiga de Ana, pero se consoló pensando en los ojos hinchados,
los ríos de lágrimas y el dulce abandono de Ana después de un golpe como ese.
Su vocación de amiga más para las malas que para las buenas recibió su dosis de
polivitamínicas y prometió abandonar el lugar después de escoltar a Ana a su
puesto de observación.
Ana tiene poco tiempo y no se ha vestido aún. En los planes
iniciales, ella debía estar lista cuando recibiera la llamada pero no lo ha
hecho.
Abre el armario y repasa los percheros. ¿Cómo se viste una
para sorprender al marido en adulterio? ¿Felinamente sexy? ¿Caninamente fiel?
¿Intelectualmente distanciada?
Termina enfundada en un par de blue jeans, la única ropa que
cubre un amplio espectro de emociones. Una camiseta —Ana es muy delgada y la
ropa holgada le sienta muy mal— y unas sandalias bajas. Ana no sabe caminar en
tacones.
Se mira al espejo. Está despeinada y ojerosa como siempre. Y
sale.
La amiga le ha ordenado tomar el turitaxi en la calle Línea.
Pasan muchos que parten desde los hoteles del Vedado y desembocan en los
restaurantes y discotecas de Miramar.
Ana entra en el taxi y se siente tentada de decir “siga
aquel auto” como en las películas. El taxista la mira sorprendido. No está
acostumbrado a que los pasajeros se monten sin preguntar si los puede llevar y
Ana no parece pertenecer a ninguna de las categorías de viajeros en turistaxis.
Ana le da la dirección y el taxista asiente. Busca en la
radio alguna música. Ana no parece pertenecer a ninguna de las categorías de
viajeros que hablan con los taxistas. —Deje esa— le pide Ana, que se acomoda en
el asiento y deja que las lágrimas corran mientras “The mother
fuckers” canta “... fuck you, fuck you, little woman in blue jeans...” la canción de los dos, la
de cuando eran jóvenes, novios, fieles...El taxista mira por el retrovisor. El
heavy metal “extra strong” y los gritos de horror de los cantantes, no le
parecen apropiados como banda sonora de la tristeza de alguien. Piensa que los
turistaxis son como la viña del señor, en divisas.
En un turistaxi se llega muy rápido a cualquier parte del
Vedado. Cuando Ana desciende aún los mother fuckers gritan fuck you fuck you little woman in blue jeans,
hasta el paroxismo. La amiga se acerca y paga al taxista. Su Nissan está
parqueado cerca de la casa y el marido de marras. Pero no tanto como para ser
descubierta.
—Se ha asomado varias veces a la terraza para controlar su
carro, pero no me ha visto —casi grita a Ana para hacerse oír por encima de los
mother fuckers.
La casa es antigua, bien cuidada y bifamiliar. La de abajo
tiene un bonito portal de arcos y la de arriba una terraza que coincide con el
portal de abajo. Hay también un balcón pequeño que parece pertenecer a un
cuarto. La acera de enfrente está ocupada por un parque que cubre toda la
manzana. El típico parque citadino. Bancos, árboles, alguna tarja homenajeando
un olvidado ilustre y casi todas las farolas rotas.
La amiga de Ana hace trampas. En vez de marcharse enseguida
y dejar a Ana protagonizar a sus anchas este capítulo, permanece con el
pretexto de ponerla en antecedentes de todo lo que ha ocurrido. La amiga de Ana
tiene una lap top en la que ha
abierto una carpeta para el marido de Ana. La carpeta se llama “HIJO DE PUTA” y
contiene una detallada cronología de las actividades sospechosas del marido de
Ana en el último mes.
La amiga de Ana ha traído su lap top y arrastra a Ana hasta
el auto, donde le brinda una información minuciosa cuyo tono oscila entre
Balance Anual a la Junta de Accionistas de una S.A. y Resumen de Historia
Clínica narrado por el médico al paciente en fase terminal.
Ana escucha a su amiga como el paciente anestesiado soporta
una dolorosa intervención que no siente. Cuando la amiga termina su exposición,
Ana le toma las manos para agradecerle en silencio y después de algunos
segundos solo le dice: —Ahora vete.
La cara de la amiga de Ana podría significar dos cosas:
—la decepción del actor que recibe la orden de abandonar el
plató porque su personaje no actúa en la escena decisiva del rodaje.
—la convicción de quien estaría dispuesta a cambiar el
Nissan, el vodafone y la lap top, por un marido infiel al que
perseguir.
La amiga parte haciendo un conjunto de gestos de despedida
que incluyen: indicar que la escena del crimen es la casa de los altos, dar
ánimos, no ablandarse con el HIJO DE PUTA y verse enseguida que todo termine.
Insiste en este y desaparece del lugar.
Queda Ana sola, en medio de la penumbra urbana de una noche
estrellada.
Mira la casa y el parque. Se sienta en uno de los bancos
entre los árboles. La brisa es leve y las hojas pequeñas de los laureles se
mueven nerviosas. Las pocas farolas que funcionan están lejos de ella. La
semioscuridad es muy agradable.
La noche está estrellada, pero Neruda se aparta para dar
paso a los mother fuckers que aún le cantan al oído… little woman in
bluejeans... palabras de amor, himno de la nostalgia, el pasado y su manía de
ser siempre bueno. Y se le aguan los ojos.
No es ese el camino —Ana se endereza en el asiento. La
amante es ahora el inicio, como fue ella cuando estaban de moda los mother fuckers.
Todos los comienzos son lindos. Cada uno hace su mejor esfuerzo por adivinar
los deseos del otro, por ser simpático, inteligente, tolerante y original. Se
actúa y se cuentan mentiras, eso es lo que pasa. El decurso no es más que el
tiempo que nos tomamos para volver a ser nosotros mismos y descubrir al otro. A
veces las parejas se acomodan a la persona real y permanecen juntas sin grandes
problemas. A veces se produce un shock y vienen las separaciones. A veces se
está a medio camino y ocurren los adulterios.
Ahora, el marido y la amante se están engañando. Eso es lo
bueno de los inicios, podemos ser quienes quisiéramos ser. Reinventarnos,
contar una pila de mentiras maravillosas que no son más que deseos secretos.
Concluye que es una ceremonia aburridísima por repetida ad infinitum. Casi le
dan ganas de levantarse, como un espectador que abandona desilusionado la sala
de cine. Pero, como sucede a menudo en las salas de cine, la escena mejora
cuando el espectador está en el pasillo y eso lo hace regresar a su asiento. Se
han apagado las luces de la casa y la claridad temblona hace suponer que han
encendido velas en la parte que, Ana supone, ocupan la sala y el comedor.
Una cena con velas, una cena de trabajo... Ana ya no
enciende velas, no usa manteles ni servilletas, comen directamente en los
platos y sobre la mesa desnuda. Se dan el parte cotidiano y reservan las
mejores cosas para pensarlas a solas. Ana nunca le ha dicho que el masajista de
la casa contigua a su trabajo la ha invitado a una sesión gratis. Ha guardado
eso para disfrutarlo consigo misma, le gusta saborear que en cualquier momento
podría decir que sí. Y se regodea en la posibilidad. Y su marido ha estado todo
este tiempo fabricando su historia de amor, mientras le contaba de las
isoflavonas contenidas en las legumbres y los frutos secos. Está casi al
disculparlo, él ha sido más valiente y aunque ella no ha ido al masaje, ha
pensado mucho en la escena.
¿Y si tocara a la puerta para decirle? —Hola, empecemos de
nuevo, hagamos como si yo fuera esta mujer y tú el masajista y volvámonos locos
en la cama como antes y cenemos con velas y los mother fuckers.
Pero no está segura de que sea una buena idea. El marido
podría acusarla de seguirlo, de no confiar en él, de irrumpir bruscamente en
vez de esperar y conversarlo después a solas. Quizás la solución sea regresar a
casa y después de unos días, en los que ella tratará de hacer la vida cotidiana
menos cotidiana, conversar como cómplices sobre esa travesura y luego
olvidarla.
Pero Ana tiene la autoestima por el manto freático. Y la
desconocida es seguramente bellísima.
Según la amiga, es rubia. Ana sabe que en Cuba no hay casi
rubias, será obra de un tinte muy bueno y sutil. Ana tiene el pelo muy oscuro y
cualquier hebra blanca resalta como plata sobre terciopelo negro —no está
segura de que esto también sea de Neruda—. Pero le gusta así, también al
masajista que le elogia ser tan “naturalmente bella”.
Quizás Ana deba primero trabajar su autoestima,
revalorizarse y sentirse atractiva, sexy, deseada, capaz de atraer hombres y
recuperar a su marido. Decide que se acostará con el masajista. Es más joven
que ella, delgado y sin una gota de grasa. Tiene el pelo negro y rizado y todo
en él irradia una vitalidad contagiosa. Y se mueve y la mira de un modo
obsceno, casi pornográfico, como prometiéndole un montón de perversiones que
sabe, ella está dispuesta a acometer. La luz temblorosa de las velas se mueve
desde la supuesta sala hasta lo que parece ser el cuarto, el que tiene salida
al balcón pequeño.
Seguramente han comido poco y hablado mucho, sonreído y
colocado las manos en las del otro, rozando más que tocando. Cada uno ha
regalado las frases más dulces, ingeniosas y sensuales, las mismas de siempre,
esas que cada día parecen recién inventadas para un único destinatario. Han
bailado y ella tiene el pelo largo y le cae en la frente, él lo aparta con las
manos o la boca. Y cada gesto conduce a otro más profundo e imperativo. Y Ana
echa la cabeza hacia atrás, y comienza a orquestar un crescendo frenético de
deseos exigidos y degustados por millones de terminaciones nerviosas, como si
el cuerpo estuviera en alerta sensorial bajo la orden de una cabeza que se
desentiende de todo lo que no sea sed y cántaro de placer. La personas de todos
los días han huido de sus cuerpos, cambian las voces y los textos, la
respiración y el aliento, el modo de moverse, de abrirse y negarse, de
abandonarse a sí mismo y apresar al otro, de controlar y someterse.
Y el vértigo es delicioso. Sufrir y gozar se invocan, se
presuponen, se suceden. Ana se pasa la lengua por los labios y lame sus dedos.
Se acaricia los brazos, los hombros y los senos. Su marido, la amante, el
masajista, están allí con sus bocas y manos, degustando y nombrando,
preguntando y ordenando, explorando con lentitud casi sádica y devorando con
apremio de mendigos. El jadeo y las frases provienen de todos, de todos los que
han sido convocados por ella esta noche en este parque. En este banco donde la
mano de Ana se zambulle en sus blue jeans mientras la vela se extingue y en
algún sitio de la ciudad o de su cabeza alguien repite... little woman in blue
jeans...
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