Rodríguez, Jorge Félix
(La Palma, 1964).
Premio Pinos Nuevos en 1994 con el libro de cuentos La inevitable oscuridad de las calles, y premio Loynaz en 1995. En
el 2008 la editorial Iduna (Miami, Estados Unidos) publicó su libro de relatos Irse volviendo otro. Cuentos suyos han
aparecido en diferentes antologías: A
labbra nude (editorial Feltrinelli); Dorado
mundo y otros relatos (1994) y Retratos
nuevos (1995). Reside en Madrid.
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De la antología Hacer el cuento
Selección
de autores pinareños. Editorial Cauce. Año 2012
AL OSCURECER
Para Ulises Cala, por
la guerra que nunca tuvo
Ella llegó al oscurecer. El sol se ponía al final de la
llanura, sobre los últimos gajos espinosos y pelados de la maleza. Su figura
era recortada por un cielo anaranjado, a la hora en que algunos, sentados sobre
las piedras, mirábamos el horizonte con un poco de tristeza.
Venía hacia nosotros. Los más precavidos terciaron el AKM y
pusieron el índice sobre el gatillo; otros, como si no les importara, siguieron
abriendo sus latas para otra comida de campaña.
El viento levantaba remolinos de polvo y agitaba el largo
sayón oscuro y raído. Después, sobre el puente, pude distinguir su pelo
amelcochado de sudor y mugre, su rostro oscuro y sin brillo. Me detuve en su
sonrisa y, tras ella, los dientes increíblemente blancos. Era una sonrisa casi
infantil, como pegada bajo su ancha nariz de negra africana. Había visto muchas
en mis largos meses en esta tierra, pero sus rostros eran tristes, cansados. El
rostro de las imágenes de televisión, de las fotos de revistas que nunca
alcanzaron su verdadera dimensión: la que se tiene cuando estás definitivamente
en el contexto de la imagen, de la foto.
Todos quedamos alelados mirando aquella especie de ritual:
su estampa de diosa miserable caminando lento, apoyando firme los pies sobre la
arena del camino; las manos rígidas, extendidas al frente y sosteniendo una
tiznada cacerola. De su boca, sin apenas mover los labios para desdibujar la
sonrisa, salía una melodía extraña, una letanía cansina como un lamento.
—¡Paren a esa negra, cojones! —gritó el teniente Oliva, el
primero en reaccionar.
Se escuchó el chasquido de los metales; el golpe seco de los
cuerpos contra la arena y después el
silencio, roto únicamente por el cántico de la mujer y la respiración agitada
de nosotros, los hombres de la guerra.
Habíamos llegado a este recodo del camino hacía cinco días.
La misión era esperar el paso de una caravana nuestra, despejar cualquier
posibilidad de emboscada en el puente sobre el cauce seco del río. En una
pequeña elevación en el lado oeste, justo al pie del farallón de piedras
blancas, cavamos las trincheras para esperar a que apareciera el polvo de los
camiones allá en la lejanía de este pedazo de tierra semidesértica, acosada por
la soledad y las serpientes. El día lo pasábamos entre chistes, nostalgias y
las cartas que Felipe leía en alta voz; las cartas de la novia secreta y
colectiva de todos. Para muchos, la guerra era solo un fragor remoto, un
destello luminoso en el horizonte de la noche. Y la noche comenzaría dentro de
instantes, por eso estábamos nerviosos, apuntando a la mujer que continuaba
ajena al punto de mira puesto entre sus ojos, al centro del pecho...
Aníbal hizo un gesto con la mano y todos nos hundimos más al
borde de las trincheras. Agachado, con el AKM a la altura del pecho y el dedo
oprimiendo ligeramente el gatillo, salió a su encuentro.
La mujer se detuvo y, por un momento, pareció darse cuenta
de nuestra presencia. Seguía sonriendo, cantando su letanía aburrida. Aníbal se
acercó lentamente y, con el cañón en el abdomen de la mujer, levantó la cabeza
por encima de la cazuela.
—¿Qué trae ahí? —preguntó Oliva sin dejar de apuntar.
—Agua, parece agua.
—Revísala, puede tener algo escondido —le volvió a gritar el
teniente.
Aníbal comenzó a palpar sobre la áspera tela del batón: el
pecho, el abdomen, la espalda, entre las piernas...
—Apesta —contestó riendo, nervioso.
Se sintió un suspiro unánime; la liberación de los aires
contaminados por el miedo; el regreso de esa posibilidad inmediata que es la
muerte. Salimos de las trincheras y le hicimos un coro. Ella continuaba
sonriendo, los ojos sin asomo de curiosidad.
—Está loca —dijo alguien.
—Está buena —dijo Arcadio —. Con un baño está lista.
—Si la metes ahí, se te pudre —comentó Felipe haciendo una
mueca y señalando un jirón en el vestido mugroso, que dejaba ver una costra de
polvo y secreciones chorreando por entre las piernas.
—Como se pudre es sin usarla —le contestó mirándola con ojos
golosos.
—Está loca, caballero —volvieron a decir.
A Toño se le ocurrió que tal vez nos estaba cambiando el
agua por comida, cosa que tendríamos que hacer porque pronto se nos acabaría.
—No seas imbécil, esa agua puede estar envenenada —rugió
Oliva.
Ella siguió allí, parada, moviendo la cabeza y sonriendo
como si nos conociera; mientras, nosotros volvíamos a sentarnos sobre las
piedras para comer la ración del día. Aníbal recogió los restos y, después de
botar el agua, le llenó la cazuela. Ella se marchó cantando por el mismo
camino, hasta que se perdió en la noche que ya caía completamente sobre
nosotros. El teniente Oliva, con las manos en la cintura, nos miraba fijamente.
A pesar de la oscuridad pude sentir el peso de sus ojos:
—Rueguen por que mañana no venga una tribu pidiendo comida.
—Está loca Oliva —me atreví a contestarle.
—No me importa. Los que no podemos estar locos somos
nosotros.
No sé cuánto tiempo más duró aquella espera; cuántas veces
más llegó la negra por el mismo camino, cantando y sonriendo, con su enjambre
de moscas cortejándola.
El teniente Oliva se hizo el ciego en las noches siguientes,
y siempre alguien llenaba con sobras de todos, la cazuela tiznada. Después
volvía a desaparecer entre la oscuridad de la noche hasta que su voz se
confundía con el mugido del viento entre la breña.
Sería como el décimo día de espera. Una luna redonda
brillaba detenida sobre nuestras cabezas.
Nos habíamos pasado el día esperando ver aparecer el primer
camión de la caravana entre la reverberancia del terraplén. Tantos días de
incertidumbre, de inmovilidad, habían terminado por aumentar la tensión y el
nerviosismo.
Esta gente se olvidó de nosotros —aseguró desconsolado uno
de los reclutas nuevos.
—Si al menos tuviera a la novia de Felipe aquí, no me
importaría —dijo Arcadio en tono irónico, buscando con la mirada la sonrisa
cómplice, la carcajada reveladora. Pero la gente ya no tenía ganas de reír.
—Puedes traer a tu madre para el resto del pelotón —le dijo
Felipe incorporándose, con la voz estremecida por la ira.
Arcadio se le encimó de un salto y rastrilló su fusil.
Quedaron unas fracciones de segundo frente a frente, dispuestos a romper el
estupor y el silencio de nosotros cuando los detuvo el grito del teniente, el
coraje de un hombre que se atraviesa, sin sopesar la muerte, en la línea de tiro
de dos hombres encolerizados.
—¡Esta guerra no puede ser entre nosotros, cojones!
Al otro día ella volvió como cada noche. Pero esta sería una
noche diferente: no había rastros de comida. La situación es compleja, estamos
aislados y no sabemos cuánto más va a durar esto, nos había dicho el teniente,
así que de ahora en lo adelante tendremos que economizar al máximo lo que nos
queda.
Arcadio se le acercó y vertió el agua. No hay comida hoy, le
dijo mientras se mordía los labios y le agarraba las tetas y las oprimía
vigorosamente.
—Está buena, coño.
Otra vez presentí el palpitante golpear de los pechos, el
desdoblamiento de los ojos que una vez la miraron con asco, conteniendo la
arqueada que le producía su hedor lacerante que ahora tiene olor a mujer.
—Negro, sácate de la cabeza a esa mujer —le dije cruzando el
brazo sobre sus hombros: está podrida.
Él se zafó bruscamente y se empinó la cantimplora que
minutos antes había repartido Oliva para espantar el frío.
Unas horas después, sin poder dormir, acostado con las manos
en la nuca, con los ojos clavados en la redonda luna de esa noche, el teniente
Oliva susurró como si hablara con él mismo:
—Se acabó el agua, mañana tendremos que salir a buscar.
Arcadio se enderezó rápidamente con los ojos iluminados:
—Teniente, esa mujer tiene que traer agua de alguna parte.
Mañana Toño, Aníbal y yo la seguiremos.
—Ernesto también irá con ustedes.
Todavía no sé por qué me eligió Oliva; sería tal vez, porque
soy de poco hablar y mi aparente serenidad le daba confianza. Al oscurecer del
día siguiente, apenas llegó la mujer, le echamos algo de comida en la cazuela y
salimos tras ella por entre la breña que bordeaba el terraplén, seguros de que
no se daría cuenta. Cada uno llevaba cinco cargadores y dos bengalas para
avisar en caso de apuro.
La seguimos durante dos o tres kilómetros hasta que dobló a
la izquierda, por un caminito abierto entre los arbustos espinosos. No era
difícil, la luna estaba clara y su cántico nos indicaba el rumbo. Solo nos
preocupaba que hubiera otros.
Si la cosa es como me imagino, será fácil —dijo Arcadio como
en susurro.
Nadie preguntó, solo hubo silencio y el crujir de alguna
rama bajo las botas. Los arbustos se hicieron más oscuros, menos pelados y
pronto sentimos suavizar la arena bajo los pies.
—Por aquí debe ser —dije, y la voz me tembló ligeramente.
Había una tenue humedad en el aire que nuestras narices,
acostumbradas al agreste desierto, pudieron percibir de inmediato. Salimos a
una explanada con olor a ceniza, a leña quemada. Montones de escombros de caña
y adobe formaban un semicírculo en cuyo centro estaba ella, con la cazuela
entre las piernas, comiendo los restos de nuestra comida de campaña.
—Hay que ver si hay alguien más —dije muy bajo, asustado de
mi propia voz.
Toño y yo nos fuimos por la izquierda; Arcadio y Aníbal por
la derecha, caminando despacio por detrás de la hilera de chozas destruidas.
Parecía como si todos se hubieran marchado y dejaran aquí sus miserias y la
locura de esta muchacha que sonreía todo el tiempo. Nos encontramos al fondo
del semicírculo, justamente frente a donde estaba ella, con la cazuela entre
las piernas, masticando como un animal hambriento.
Caminamos hasta el centro de la explanada hasta detenernos
frente a ella que siguió comiendo sin levantar la cabeza, sin importarle que
tres extraños estuviéramos allí, asistiendo en silencio a su banquete.
—Ahí está el agua yo traje el jabón —dijo Arcadio y le dio
un manotazo a la cazuela. La comida se esparció sobre la arena y la mujer, sin
abandonar su sonrisa estúpida, alzó la cabeza.
Miré a todos sin comprender. Al parecer, era el único, pues
los otros se fueron hasta el pozo y tiraron una cubeta atada con una cuerda
mientras Arcadio la separaba del brocal con un empujón y le arrancaba, de un
tirón, el vestido mugriento. La muchacha quedó desnuda, sin intentar un gesto
de defensa. Quise detenerlo, pero ya Arcadio tenía una respiración desbocada y
me quedé parado, sin saber qué hacer.
Después llegaron Aníbal y Toño y le vaciaron un cubo de agua
en la cabeza. Arcadio buscó en el estuche de su careta antigás una delgada
pastilla de jabón. Comenzó a restregarle el pecho y las axilas, después el
abdomen, la pelvis...
—Lávale la cabeza, Arcadio —le dijo Aníbal, encorvado, con
las manos en las rodillas, con aire de observador experimentado.
—Lávasela tú, coño, también vas a gozarla, ¿no?
—Yo le lavo la espalda y el culo —dijo Toño que llegaba con
otro cubo de agua.
Me quedé mirándolos; mirándola a ella que continuaba parada
marcialmente como una estatua sonriente.
—Y tú, ¿qué miras? ¡Dale!
Seguí unos segundos así, los brazos helados a lo largo del
cuerpo, las mandíbulas apretadas y la piel erizada. Pero la orden de Arcadio
fue tajante, no tendría opción. Esperé a que Toño terminara de enjabonarse las
manos y comenzara a restregarle la espalda. Me arrodillé ante ella y comencé a
limpiar sus piernas, después los tobillos y los pies. La piel era áspera como
la arena y, poco a poco, se fue transformando en una seda tibia, dócil. Miré
hacia arriba y pude ver su efigie de diosa indulgente, con un halo de luz lunar
alrededor de la cabeza.
—Ya está bueno —dijo Arcadio y la empujó hacia delante. Ella
cayó de bruces sobre la arena húmeda.
—Soy el primero —volvió a decir mientras se zafaba el
pantalón y se arrodillaba tras ella. La agarró por la cintura y haló con
fuerza. Se escuchó su letanía en un tono más agudo cuando comenzaron las
arremetidas violentas, los jadeos, los músculos tersos y las venas a punto de
explotar, hasta que se escuchó un último alarido. Arcadio quedó abrazado a su espalda,
con la pelvis incrustada en sus nalgas.
Toño y Aníbal también estaban en la escena, con la saliva
brotando de la comisura de los labios, friccionando el sexo bajo la tela del
pantalón. Ella estaba aún a gatas, resignada. Sus ojos tenían una expresión
triste, pero su boca no era una mueca. Continuaba su sonrisa casi infantil;
casi animal.
—Lávate y mea para que no te coja una enfermedad —dijo Toño
mientras se preparaba para el relevo.
Les di la espalda y me fui alejando lentamente. No podía
seguir siendo testigo de aquella escena y me fui a sentar sobre una piedra, de
espalda a los mugidos de Toño que ya terminaba, de frente a los oscuros
arbustos que reflejaban la luz de la luna con una rara fosforescencia. Yo
estaba solo en medio de ese continente inhóspito; en medio de una multitud de
ojos vidriosos que me miraban, acusándome.
—Es tu turno —escuché la voz de Arcadio a mi espalda.
—No —le dije sin mirarlo.
—Aquí tiene que embarrarse todo el mundo.
—Tendrás que matarme entonces.
—Yo sabía que no servía para esto —dijo Aníbal desconsolado.
—Si abres la boca te mato —sentenció Arcadio acercándose por
la espalda, susurrando muy cerca de mi oreja.
De pronto, toda la impotencia, la ira contenida me
transformó en un animal, un pobre animal sin el poder de la razón. Giré
súbitamente y la culata del fusil le dio justo en el mentón. Arcadio dejó
escapar un quejido y cayó al suelo pesadamente.
— ¿Y tú crees, imbécil, que le tengo miedo a la muerte?
Tofo y Aníbal se miraron sorprendidos, sin decir una
palabra. Sus rostros estaban pálidos y los ojos atónitos. Solo entonces me di
cuenta de que le estaba apuntando a Arcadio que aún se retorcía en el piso.
Bajé el arma.
—Esta guerra no puede ser entre nosotros —murmuré.
Volví a escuchar el cántico aburrido en aquel extraño
dialecto. Ella estaba sentada sobre el suelo y volteada hacia un lado, quizás
para aliviar el dolor que salía de sus entrañas. Seguía moviendo la cabeza al
compás de su canto y sonreía. Caminé hasta estar justo frente a ella. Levanté
el AKM y pude ver sus ojos más allá del punto de mira. Se hizo el silencio
después del estampido. No se volvió a escuchar el lamento cansino y, por
primera vez, la sonrisa se le transformó en una mueca dolorosa, miserablemente
humana.
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